TRADICIONES
NICARAGÜENSES. Por: José Dolores Gámez.
En: La Patria, Publicación quincenal: Letras, Ciencias y
Artes. Año XXI., León, 31 de mayo de 1916. Tomo VIII..
(Los
pies de páginas explicativos fueron puestos por el Dr. Mario Hildebrando Castellón Duarte, biznieto
del autor)
El también… come maíz como nosotros
UNA CAPITAL DE CIRCUNSTANCIAS
En la política administrativa de
España para con sus colonias, entró siempre dándole un color medieval, el
conocido principio maquiavélico de “dividir para mandar”. Era éste el fuerte
político más saliente de aquella gran nación, y lo aplicaba siempre con
maternal solicitud colonizadora, en todas las ocasiones de la vida pública
indo-latina, aun cuando sólo se tratase de congregaciones frailunas, donde las
peloteras fueron el pan cotidiano del convento.
La antigua provincia de León, que al
romper su crisálida colonial apareció convertida en Estado soberano de Nicaragua,
no tuvo ni tenía por qué ser exentada de aquella ley general de buen gobierno
español; y fue así como una mitad de la referida provincia, con la ciudad de
León a la cabeza, vivió constantemente a la greña con la otra mitad, que era a
su vez llevada de las narices por la muy noble ciudad de Granada, toco[i] de la aristocracia de
panela[ii] de aquel entonces;
mientras de la cuerda tiraban por lo bajo las autoridades coloniales y mucho
reverendos de cerquillo y sandalia, que a la sombra del mongil (sic) capucho atizaban
la hoguera con divino modo. Aquel zipizape[iii] regional dio por
resultado que, al convertirse la provincia nicaragüense en estado libre, las
dos rivales de antaño se disputasen ogaño, y a sangre y fuego, el honor de ser
la capital de la incipiente nación; honor que correspondía a León por derecho
de primogenitura y por ser asiento de la silla episcopal; pero que lo
quería para sí Granada por razones de constantes, sonantes y de retintín,
íntimas y familiares de doña Blanca de Castilla[iv], la famosa consorte
europea del campante Pisto americano, que en todo tiempo ha sido
poderoso don señor de este mundo de jolgorio.
Hubo, pues, con tal motivo, pelotera
y media para muchos años y para toda la ex provincia de jolgorio. Aquel andar
siempre a la greña de las dos prepotentes ciudades nicas, trajo
también sañudos odios y fieras degollinas[v] que recordaron por su
intensidad los tradicionales de la vieja Italia; siendo cosa de verse y
admirarse, según el popular decir, como aquellos dos pueblos hermanos y gemelos,
que comulgaban en una misma parroquia, coincidían casi con exactitud matemática
en apreciarse recíprocamente mal y en tener uno de otro el peor anticristiano
concepto; diciéndose en León cosas tan feas y zocas[vi] de los granadinos,
como en Granada de los leoneses, y resultando, según aquel sentir apasionado de
unos y otros, que todos los hijos de la común tierruca traían consigo, desde el
vientre de sus madres, el atavismo de los vicios y los crímenes, los
desarrollaban con la edad, se encenegaban en ellos y los legaban a sus
descendientes. – Esto, por supuesto, no era verdad, ni tenía tampoco para qué
decirse; pero lo creían a puño cerrado los leoneses de los granadinos, y éstos
y sus hijos de los leoneses, sin que hubiese modo de que rebajasen un ápice, ni
menos de apearlos del lomo de aquel burro patizambo; desde luego que creían
firmemente, con aquella fe del carbonero tan recomendada por el Evangelio
y la cual, como es bien sabido, cuando impera en el corazón del hombre,
petrifica el cráneo y hace salir de estampida a la razón, temerosa de ser
linchada a estilo yanquilandés[vii].
Pasaron después algunos años,
vinieron en seguida otros y en uno de éstos le cayó el número premiado de
la lotería política, al infeliz villorio de Managua que se alzaba risueño sobre
las playas del agitado Xolotlán, en el propio lugar que en siglos anteriores
existió la célebre Imabite de los nagrandanos, número premiado, decimos porque
sin pedirlo, ni tampoco merecerlo, fue de improviso elevado al rango de
capital ad litem[viii], por acuerdo
supremo del patriarcal y púdico gobierno de don Laureano Pineda, honradísimo
licurgo de allende el río Gil González, que diz que puso una pica en Flandes[ix] al solucionar de este
modo, con salomónico estilo, las diferencias políticos-regionales de León y
Granada. Estas poderosas señoras se encontraron, mal de su grado y de la noche
a la mañana, con que casi a igual distancia de sus respectivas poblaciones
surgía ya la codiciada capital; pero tan sietemesina y cicatera, que en vez de
aguijarles la envidia, les provocó a risa. Convenían ambas, sin embargo, en que
los tiempos habían cambiado mucho y que no debían andar muy lejos el
Anticristo, puesto que el porrrazo les llegaba de donde menos lo esperaban, de
mano de aquel don Laureano inmaculado y con tantas jaculatorias, de quien hasta
se decía que manaba agua bendita como la peña de la Virgen de Lourdes. Pero fue
lo cierto del caso que, a pesar de ser chingo, el bueno de don Laureano, coleó,
y su colazo resultó tan bien dado, como que León y Granada no
volvieron a decir “esta boca es mía” en materia de capitolio, y dejaron
de pensar en el alto y lucrativo honor que antes codiciaron y que entonces
consideraban deslustrado y poco apetitoso, por el hecho solo de haber sido
discernido a una cenicienta como Managua.
Transcurrido varios meses de aquel
ruidoso suceso, y en uno de los días del mes de septiembre de 1853, amaneció de
gala la humildísima capital del entonces Estado Soberano de Nicaragua. Decíase
en corros y plazas que aquella novedad era motivada por la próxima llegada de
cierto gamonal[x] extranjero,
de talla política colosal en el servicio diplomático del país, y que, tanto el
gobierno como el pueblo se preparaban para recibirlo en aquel día con
republicana pompa.
Managua contaba un año próximamente
de ser la ciudad capital de Nicaragua sin que, a pesar de su deslumbrante
título, hubiese dejado de ser tampoco la cenicienta de marras, especie de bebé
capitalino o de algo que iba a la vanguardia de la peoría[xi] de las poblaciones
noveles de la América Central, así por su ardiente clima y otros adefesios
naturales, como por su carencia, en más de las tres cuartas partes de la ciudad
de edificios entejados: tenía además calles barrancosas y polvorientas, chozas que
no estaban alineadas, atmósfera que no olía a rosas y ni azucenas y, por
añadidura, una población compuesta en su casi totalidad, de zambos desgarbados
y gañanes mostrencos: era también la bendita ciudad un criadero permanente de
cerdos, cabros, perros y aves de corral, que recorrían la vía pública en
amigable consorcio, haciéndose el amor, cada especie por su lado, en lo más
limpio y visible, dejando señalado su paso con materias poco urbanas, nada
aromáticas y de ningún atractivo para los transeúntes. Esto sin contar con que
el alumbrado vecinal, cuando no había luna, se hacía para las calles por
rústicas velas de sebo, de las de a doce por un real, encerradas en linternas
de pellejillo de res y colgadas a las puertas exteriores durante las dos
primeras horas de la noche.
La novel capital no estaba empero,
tan dejada de la mano de Dios que digamos, pues tenía la llamada Casa de
Gobierno o Palacio Nacional más tarde, edificio de tapanco[xii] con corredor sobre
la plaza mayor; la de la Soberana Asamblea, que se hallaba al frente, calle de
por medio, y una que otra casuca de tejas sobre horcones que se destacaban
entre las chozas primitivas como el sol entre las nubes.
En cambio, la sociedad nicaragüense
o managüeña, había mejorado sensiblemente durante los pocos meses que llevaba
de ser Director Supremo del Estado el señor general don Fruto Chamorro. Don
Fruto, en singular, como diz que (sic) se firmaba y era llamado el bueno del
señor (y no Frutos en plural como lo pretenden su empingorotados descendientes
y los nietos de sus admiradores y copartidarios), fue un chapín de
apellido Pérez, primo hermano uterino de cierto famoso Sixto del propio nombre
de familia. nacido y criado no sabemos si en el Guarda Viejo o en la Parroquia
Antigua de la Nueva Guatemala, en condiciones bastante humildes; pero que no
impidieron, sin embargo, que al llegar más tarde a Nicaragua dejase de ser
Pérez para llamarse Chamorro e introducir mejoras en todo cuanto le rodeaba,
como que provenía de donde la gente era más leída y bien educada. Fue así como
en los días de su apogeo y buena fortuna que le salieron al encuentro,
porque (sic) en tierra de ciegos un tuerto es rey, mantuvo el salón de recibo
del Ejecutivo y la oficina de su despacho con algo de más decencia y limpieza
que sus antecesores; llevando su amor al ornato hasta colocar monumentales
escaños de madera, pintados de verde esmeralda, a lo largo de los corredores
interiores, a guisa de regios sofás, para que gozase de ellos el público
cortesano, en falta de antesala; y aunque es pública voz y fama que aquel
gobernante, de leyenda tarasconense, no se separó nunca de la tradicional
chaqueta de la plebe de su nativo pueblo, ni de los zapatos orejones clavados
de cuero tapeteado, llamados polainas, que usaban los provinciales
de Nicaragua, es lo cierto que en los grandes días cambiaba de chaqueta por el
frac, sin mudarse el calzado ni menos el sombrero de pita de
grandes alas que usaba a diario.
Y ya que hablamos de la
Administración gubernativa de Su Excelencia el señor don Fruto, diremos, que
para no perder la costumbre de politiquear un poco, que ella formó época
memorable en los anales de la tierra de los lagos, inauguró la dinastía
Chamorro que marcó nuevos rumbos a la nave del Estado, y fue para Nicaragua
algo así como la casa de Trastamara[xiii] para el reino de
Castilla, por cuanto levantó a los hijos bastardos sobre los legítimos, y a las
personas forasteras sobre los vecinos del lugar, sirviendo además de tronco
genealógico a una tribu de pretendientes a la sangre azul en suelo republicano.
Chamorro I es hasta hoy objeto de discusión histórica en el pedazo de tierra
centroamericana en que se hizo gente, y no es de este lugar traer a cuento las
apreciaciones encontradas que de su alta personalidad política hacen, como si
dijéramos, los moros y cristianos del pinolero suelo, porque
si hemos tocado con ella, no ha sido más que por mera incidencia, o sea por
pura carambola.
Suele ser el mes de septiembre en
los países tropicales, el mes de la lluvia constante y de los torrenciales
aguaceros; más en la fecha de que venimos haciendo referencia, no sólo no hubo
lluvia, sino que el día estuvo alumbrado por un sol que brillaba como en el
verano y tan ardiente que podía levantar ampollas en la cabeza de cualquier
calvo que descuidase el sombrero. Las calles de la capital estaban, sin
embargo, barridas y bien lavadas por las corrientes diluviales que descendían
de las dos sierras inmediatas, teniendo solamente de incorrectas en aquella
ocasión, los numerosos baches formados por las mismas corrientes, y las basuras
de diferentes clases en ellas estancadas y las cuales, cuando no eran
arrastradas al lago de Xolotlán por las aguas del invierno, solían ser
recogidas en principios del verano, amontonadas en las boca-calles y quemadas
con lujo de humo por los presidiarios, mientras los zopilotes, a diario, se
encargaban patriótica y permanentemente. del resto la policía local en lo tocante a las materias animales y
sustancias excrementosas tiradas a la calle por todo hijo de buen vecino, sin
distinción de clase ni sexo.
En el memorable día de nuestra
relación amaneció el presidio barriendo la calle real o de la entrada, la cual
regó después baldeándola con agua del lago y adornó con numerosos tallos de
plátano amarrados a estacas sembradas a trecho en uno y otro lado de la calle y
envueltas en su parte baja con pacayales, que les daban el aspecto de
matones, en cuyo centro se elevaba el tallo. Además, en todas las puertas
exteriores de las casas y chozas del tránsito se veían desplegados a modo de
banderas y estandartes, algunos liensos (sic) de uso doméstico y de colores
vivos, que mecía el viento. La ciudad estaba en carácter y lucía su
extraordinaria gala.
UN TOPE CAJONERO
Muchos de nuestros lectores quizá no
sepan lo que es un tope en tierra nicaragüense, porque esa
palabra muy castiza y legítima en diferentes acepciones del idioma castellano,
en el sentido de obstáculo o tropiezo, se aplica por allá al encuentro o
recibimiento al aire libre, por lo regular bullicioso, que varios individuos o
una multitud hacen a alguna persona, corporación, imagen o cosa que llega y que
se cree necesario festejar.
Descuella entre los topes populares
el que se hace a los toros cuando son llevados por primera vez al toril, el de
algunas imágenes que salen en procesión de las afueras del pueblo y el de las
autoridades y los empleados y vecinos cuando llega algún elevado
funcionario. Suele en Nicaragua, como en los demás países de la América
española, hablarse incorrectamente el idioma de Castilla, desfigurándolo o usando
de provincialismo sui generis, y si bien parece ser cierto que en
aquella ex colonia centroamericana en que fueron descubiertos el pinol y
el tiste por el famoso cronista Oviedo y Valdés, no han tomado
aún carta de naturaleza la loza ni la premiación chapinas,
ni fungen allá los empleados, ni son fuertísimos como
en la antigua capitanía general, en cambio hay un seleque y
un tilinte, un amigo y un motete que dejan
turulato al más pintado.
Para el solemne recibimiento del
diplomático anunciado en Managua, que había salido muy temprano de Masaya,
caballero en briosa mula, hubo que organizar un tope de
jinetes, previamente invitados por el señor jefe político para ir hasta una
legua fuera del lugar a recibirlo oficialmente sobre el camino real. El
disparo de una pieza de artillería fue la señal convenida para reunirse en la
extensa plaza principal, de donde salió en seguida el tope a
todo escape, lanzando alegres vociferaciones hasta llegar a un punto del camino
de Masaya en que la carretera se bifurcaba. Se hizo allí alto debajo de un
árbol frondoso, desmontáronse los jinetes, ataron sus caballerías a los troncos
inmediatos y después con bulliciosa algazara, sacaron a relucir los cachos
que portaban.
En aquellos buenos tiempos, aun
entre los mismos del coloniaje español, eran muy escasas las limetas, (el
envase de vidrio de entonces), y además muy grandes e incómodas para ser
llevadas en el bolsillo o colgadas de un tahalí o cuerda en esa forma. Por tal
motivo y para conciliar la necesidad con la buena apariencia, fue inventado
el cacho, que servía con ventaja en lugar de la limeta y se
prestaba más para ser llevado colgante del hombro y hasta de la cintura, lleno
de la aromática cususa o agua de las verdes matas del viajero
colonial.
El cacho no era otra
cosa que la conocida vasija americana de cuerno, bien pulida y barnizada
exteriormente, con boquilla, asidero y extremidades de plata, la cual llevaba
tapado su fondo o parte ancha, y abierto el otro extremo por donde se llenaba.
Se la consideraba un adminículo indispensable a todo individuo de la nobleza
lugareña, que existía entonces en algunos pueblos y la cual se distinguía de
sus coterráneos por el olor de su piel.
Hablar de nobleza en Nicaragua, que
es tierra de guanasía según el sentir chapín, parecerá
cosa de broma, cuando historiadores tan respetables como el Maestro Montúfar,
niegan su existencia hasta en Guatemala; pero en realidad de verdad, ni el
citado maestro ni los demás del oficio, que tal cosa han sostenido, se han
tomado el trabajo de hojear la Recopilación DE INDIAS, en cuya ley
6ª y libro IV se dispone: “que para honrar las personas, hijos y descendientes
legítimos de los que se obligaren a hacer la población, y la hubieren
acabado y cumplido su asiento, se les declare hijosdalgo de solar conocido,
para que en aquella población y otras cualesquiera partes de las Indias sean
tenido por tales hidalgos y por personas nobles de linaje, concediéndoles todas
las honras y preeminencias que debían haber y gozaban todos los hijosdalgo y
caballeros de Castilla, según fuero, leyes y costumbres de España”.
Tuvimos pues, los centroamericanos, nuestros nobles legitimados por la ley
española, y con más humos y tufos que los legítimos de la Península, a los que
los pirujos[xiv] apodaron nobles
de panela, para mejor distinguirlos. Pero en Nicaragua, en donde las ideas
de emancipación y libertad llegaron a hacer odioso todo cuanto olía a nobleza y
distinciones de casta, hubo que arrinconar los linajudos blasones después de
1821; sin que esto obstaculizase más tarde, a muchos morenitos, hijos o
descendientes de antiguos siervos para sacudirles el polvo y adornarse con
ellos a estilo de carnaval y a la sombra de gobiernos conservadores, fanáticos
coleccionistas de todo andrajo colonial.
El uso del cacho en
1853 se había generalizado tanto como que lo llevaban hasta los arrieros en
lugar de calabaza, lleno como siempre del ardiente líquido, al que en la prosa
plebeya se llamaba guaro en vez de cususa. Se empinaba
corrientemente el cacho cada media hora, y servía para contar
las leguas del camino llamadas leguas de cacho en el lenguaje
vulgar, que resultaban muy largas.
Al correr del tiempo un núcleo de
ancianos y gente poderosa del partido tradicionalista ultramontano, ó sea
conservador pinolerísimo de la lacustre tierra, fue llamado
también cacho en 1878, por un periódico de Granada; nombre que
gustó mucho a los agraciados y que tardó poco en hacerse extensivo a toda la
agrupación conservadora. Ignoramos sí para tan pencona designación
se tomó o no en cuenta el antiguo adminículo de la nobleza caballeril, a cuyos
miembros llamaban desde tiempo inmemorial los cachudos, no porque
sus costillas hubiesen cometido la ingratitud de quemarles las piernas, que ya
eso sería otro cantar, sino por los hatos bien repletos de
ganado vacuno en que basaban su fiera altivez.
Volvamos empero a nuestra
interrumpida narración.
Los caballeros del tope no tuvieron
que aguardar mucho tiempo debajo del árbol de parada, porque a poco se vio
llegar a otro grupo de montados, que se acercaba por el lado opuesto del
camino, y que fue recibido con entusiastas aclamaciones al Excelentísimo señor
Ministro diplomático de Nicaragua en las cortes extranjeras, ilustre caballero
español don José de Marcoleta, que era justamente el gamonal esperado.
Don José de Marcoleta fue un hidalgo
español pur sang, que prestó servicios importantes a Nicaragua ante
las cortes de Inglaterra, Francia y los Estados Unidos de América, durante la
famosa cuestión inglesa, o sea durante aquel período terrible para Nicaragua y
Honduras, cuando la garra del leopardo inglés se posó sobre la costa atlántica
de ambos estados con el cínico pretexto de asegurar el trono mosquito a una
monarquía salvaje y de su invención. A esos títulos agregaba el señor de
Marcoleta los de su sangre azul española y la fama de su nombre.
Tendría el distinguido huésped, cosa
de cuarenta a cuarenta y cinco años de edad; …. no es enjuto de carnes, blanco,
pelinegro, de rostro entre largo y ovalado, barba rapada a estilo de torero,
ojos vivos de mirada intensa y con más ventolera[xv] en la cabeza que la
pudo haber tenido el celebérrimo Preste Juan de las Indias[xvi]. Don José, cual
misionero entre caribes, alargó desde a caballo, su diestra enguantada, con
marcado aire de protección, a todos los presentes a estilo de real besamanos
para los nicas de entonces, como los de ahora, que entendían
poco de ceremonias y etiquetas cortesanas, se la estrecharon a usanza nacional
de confianza, haciendo un lío a modo de sándwich con la mano del Ministro y las
dos que la oprimían con cariñoso entusiasmo. Seguidamente se dio la orden de
continuar la marcha y todos juntos, después de haber acariciado los cachos
se encaminaron hacia Managua.
En la entrada de la novel capital
esperaban, en grupo compacto (sic), el Director Supremo del Estado, sus
Ministros, los miembros del Ayuntamiento, el señor cura y vicario de la
parroquia managüense y otros cuantos empleados y vecinos de ínfulas y
campanillas. Fue de nuevo recibido el señor Marcoleta con las ruidosas
aclamaciones de uso y costumbre, al mismo tiempo era saludado de la plaza
por los estampidos del cañón y el repiqueteo de las campanas, mientras la tropa
veterana, formada a lo largo del camino, presentaba las armas y tocaba diana
con sus clarines y tambores, y los vecinos atronaban el aire con bombas pirotécnicas
y cohetes voladores. El pueblo, en el entretanto, vestido de gala con su traje
dominguero, se agolpaba en las bocacalles del tránsito, ansioso de ver el tope,
en el que, así que pasaba, se ponía a retaguardia, aumentando el grupo y
gritando y riendo a más y mejor.
Tal fue como se recibió en la
capital del Estado a nuestro primer Ministro y muy castellano diplomático ante
las cortes de Europa en la infancia de nuestra vida independiente.
EL BANQUETE
Tanto por l᾽honore come per il piacere según
el decir de un súbdito macarrónico[xvii] establecido
en Granada, se hallaron todos los nicaragüenses, y en especial los
vecinos de Managua, empeñados en agasajar del mejor modo posible al
excelentísimo señor y huésped, del que se mostraban prendadísimos, no tanto por
los servicios que había prestado al país, como por tratarse de un noble español
legítimo, sin pringue de panela, hecho y derecho, pinto y parado, de la más
pura hidalguía de Castilla y de León, cosa no vista ni en los tiempos de la
colonia, y de la cual teníamos apenas una idea vaga por la tradición de
nuestros mayores en edad, saber y gobierno. – Hasta allí todo iba bien; pero
cuando se trató de poner en práctica los deseos populares, se tropezó con
dificultades mayúsculas.
Pensar, como quería el Ministro de Relaciones
Exteriores, en dar una gran recepción oficial. ¿Cómo, de qué manera, tratándose
de un pueblo en que no se conocía la sociedad de buen tono?
¿En un suntuoso baile en la Casa de Gobierno, como
pedía la juventud masculina? –Ni para imaginarlo siquiera, desde luego que sin
campanas no es posible repicar.
¿Por qué no pensar en un te-champán
a estilo anglo-francés, como se estila en el día? dirán los lectores. –Porque
en aquel tiempo nadie tenía noticia de eso y, además, estaba reputado el té,
como droga medicinal específica para sudar calenturas y aflojar el catarro, y
champán no se conocía ni de nombre. –La hora presente de servir un té era la
misma pretérita en que se servía la siesta con sabroso tibio de pinol, maduro
hornado y cuajada fresca de leche, que de seguro no habría sido del
gusto del diplomático español.
Hubo, pues, que optar por lo único
posible en aquellas circunstancias, por una comilona del tiempo de Mari-Castaña[xviii], a la que se le
dio el nombre de banquete, y fue servida con ostentosa decoración ornamental en
el salón de un altillo correspondiente a la modesta casa que hasta hace pocos
años existió en la calle de San Miguel, (hoy de Martínez), en el lugar en que
se levanta actualmente la hermosa Escuela Normal de Señoritas. –Circularon
invitaciones, manuscritas unas y verbales otras, al elemento oficial, a uno que
otro personaje político, para las cuatro de la tarde del día señalado, y a esa
hora principió el festín con todo el rigor de la etiqueta gomosa y
estirada del tiempo de la colonia española.
Una comisión de honor pasó a llevar
al obsequiado, que estuvo puntual, así como también los invitados,
presentándose todos trajeados diplomáticamente al estilo de la época, o sea,
vistiendo de frac negro de cuello alto doblado sobre la nuca, solapas anchas y
mangas estrechas; camisa blanca de cuello parado a la altura de las orejas,
sobre el cual daba tres vueltas una ancha corbata negra terminada en lazo;
chaleco blanco de raso labrado con botones dorados; calzones negros y apretados,
y sobre la cabeza, monumental chistera del tiempo de la redentoras Cortes de
Cádiz.
No era la cocina nicaragüense cosa
que valga la pena de recordarse, y ni aquella ocasión ni en otras anteriores
pudo alcanzar el honor de que se anunciaran sus platos por medio de lista. Por
lo tanto, de aquella comida sin menú sólo queda un recuerdo,
que es justamente el que pasamos a referir.
Costumbre abolenga y de muy buen
tono fue en nuestros tiempos pretéritos, la de narrar cuentos y leyendas
anecdóticas a la hora de las sobremesa, o sea de los postres, en sustitución de
los empalagosos brindis y espiches de la época moderna.
Aquellas narraciones era lo que más halagaba a la concurrencia, y también lo
más apetitoso y saboreado en tales reuniones, y no sin motivo, porque los que
las hacían, que encontraban un campo abonado para lucir su ingenio y manejar
con galanura la sátira, las condimentaban con sal y pimienta y despertaban el
entusiasmo y la hilaridad en su auditorio.
Tanto los convidados al banquete del
señor Marcoleta como la muchedumbre que atisbaba en las puertas, parecían
hechos todo orejas, listos para no perder ni una palabra del sabroso cuento
chapetón con que se solazaban de antemano.
Desde el comienzo de la comida se
mantuvieron fijas sobre el señor de Marcoleta las miradas de los comensales,
observando atentamente cómo se servía los manjares y se manejaba en aquella
ocasión en que se trataba de diplomacia y alta etiqueta poco conocidas de todos
los presentes. Si don José tomaba la cuchara con la mano derecha y la llevaba
de punta a la boca, todos empuñaban la suya con la misma mano y la apuntaban en
igual dirección, si agarraba el tenedor, se llevaba el vaso a los labios, se
limpiaba con la servilleta o bajaba la cabeza, la concurrencia repetía fiel y
automáticamente cuanto le veía hacer. Marcoleta, a quien no le faltaba
perspicacia, se dio buena cuenta de lo que pasaba a su derredor; pero lo
encontró natural, dado el alto concepto que tenía de sí mismo y el pobrísimo
que se había formado de toda la gente centroamericana.
Por fin llegó la hora de los
ansiados postres. El excelentísimo señor Ministro Marcoleta continuaba aun
engullendo pausada y calladamente, pareciendo como que vagaba su mente
por entre viejos recuerdos; pero la impaciencia general era mucha por
oírlo, y se encargó de bajarlo de las elevadas regiones en que mentalmente se
hallaba uno de los comensales que ocupaba lugar inmediato al de los personajes
gubernativos, el cual se hacía notar por su desatino en el vestido, como que
tenía abrochado el primer botón del frac, con el ojal que estaba más abajo, la
bragueta en deshabillé haciendo calle a la camisa y el nudo de
la corbata en viaje de circunvalación, vis á vis con la oreja
derecha. Aquel hombre, sin embargo, gozaba de merecida fama como estadista
eminente y también como talentoso, chispeante y decidor: llamábase don Pedro
Zeledón[xix], era
licenciado in utroque juris y una notabilidad centroamericana
en aquel entonces.
“Excelentísimo señor de Marcoleta,
dijo él con voz sonora: esta reunión que os admira y aplaude, está pendiente de
vuestros labios, ansiosa de escuchar algún hermoso cuento con que no dudo
tendréis la bondad de regalarla”.
Marcoleta dio casi un brinco en su
silla al escuchar semejante invitación, para la cual no estaba prevenido:
tosió, como él acostumbraba hacerlo, con una tos afectada, hueca, hueca al
principio, floja y ruidosa después, y la cual terminaba a modo de fuerte
resoplido con acompañamiento al graznido del pavo cuando se esponja y zapatea
cómicamente; tosió, repetimos, de esa manera, dándose golpes acompasados sobre
los nudillos de la mano izquierda con los dedos de la derecha, haciéndolo
castañetear, y luego, con aire despreciativo, dijo mal humorado: --“Yo no
cuento cuentos”.
Los oyentes quedaron helados con
aquella badajada del diplomático español: miráronse unos a otros, deplorando la
pérdida de una ilusión por largo tiempo acariciada y de haber pecado quizá de
incorrectos, precisamente cuando creían estar tocando la meta de la pulcritud.
Don Pedro Zeledón no era hombre que
se mamaba el dedo en ninguna circunstancia, y en él estaban cifradas las
esperanzas de aquel público abatido. Apreció la situación en todo lo que de
favorable tenía para el que tratase de salvarla, y procuró lucirse a costa del
diplomático ensimismado, cuya plancha debía ser estregada.
--“Señores, volvió a decir don Pedro
concierta cómica gravedad. Ya que el Excelentísimo señor Ministro no cuenta
cuentos, ni hay tampoco quien quiera hacerlo, me tomaré yo la libertad de
acudir a mi repertorio para referirles un cuentecito alegre, de cuya
autenticidad me hago responsable.”
¡Bravo, don Pedro, bravo! Gritaron
todos en coro, palmoteando alegremente.
EL CUENTO ANUNCIADO
Don Pedro Zeledón se irguió, dando a
su fisonomía cierto aire caricaturesco, a sus ojos un brillo satánico y a su
boca una sonrisa volteriana. En seguida tosió imitando a Marcoleta, castañeteó
los dedos de su diestra sobre los nudillos del puño izquierdo y luego, en tono
jovial, dio principio a su relato.
“A poca distancia, dijo, de una gran
población, cuyo nombre no hace falta, existía una chácara[xx] en la cual
había sentado sus reales un feliz matrimonio que logró hacer fortuna con el
modesto negocio de crianza y reproducción de gallinas. La mujer, gerente y
administradora de los bienes de la sociedad conyugal en aquella empresa, había
logrado obtener a fuerza de paciencia el aumento de sus gallinas, cuyos huevos
realizaba en grandes cantidades y con buena ganancia en el mercado vecino. Su
corral fue famoso en muchas leguas a la redonda, y de todas partes llegaba la
gente a visitarlo, haciéndose lenguas del orden y la limpieza que en él
reinaban.
“Lleno estaba el fondo del arca en
que la dichosa pareja colocaba sus ahorros, y la felicidad, tan coquetona
siempre con todo el que atesora, les sonreía bonachonamente en el hogar. Habían
llegado los cónyuges, sin sentirlo, a su apogeo y se consideraban ricos y
dichosos, cosas ambas difíciles de conseguirse en la vida.
“Un día de tantos (y aquí el
narrador tosió nuevamente (marcoleteándose), se les presentó un hombre
del campo, proponiéndoles en venta un hermoso chompipe negro, de
moco muy rojo, (Marcoleta tenía la punta de la nariz colorada), de
deslumbrante apariencia.
--“¡Qué chompipe tan hermoso!
Exclamó la mujer. –Mira lindito mío, cosita preciosa, negrito de mi corazón,
añadió, dirigiéndose al marido: esto sí que es ganga, quedémonos con él
--“No, corazón mío, repuso el
interpelado; nuestro negocio es otro y no podemos meternos con chompipes,
que comen mucho y resultan costando más de lo que producen.
--Sí, chinito encantador, volvió a
decir la esposa: ahora no se trata de un negocio, sino de ornato, y necesitamos
del chompipe para adorno y realce del corral, lo único en que
puede servir: deja que lo compre, y ya verás cómo va a lucirse entre las
gallinas.
--“Haz lo que te parezca mejor,
viejecita, replicó sonriéndose el marido, y que Dios te bendiga con tu
chompipe.
--“No hay para que decir que el pavo
fue comprado en seguida y aventado al interior del famoso corral, en el que, a
pesar de la violencia con que fue lanzado, logró caer de pie y con honesta
apariencia. Acto continuo se irguió con altivez, tendió su cola en forma de
abanico desplegado, se esponjó erizando el plumaje, y rojo de indignación al
contemplarse entre tanta gente menuda, pateó colérico el suelo, y tosiendo
desdeñosamente, mejor graznando, se paseó de un lado a otro del corral, mirando
con el rabo del ojo y por sobre el hombro a tanta avecilla despreciable. El
gallo y las gallinas a la vez, presas de un terror pánico, se acurrucaron
calladitamente debajo de los madero del corral, resollando apenas y con los
ojos saltados de espanto.
--“¿Qué monstruo será éste que nos
han metido? --se preguntaba por lo bajo el gallo.
--“¡Nos va a devorar!—Clamaban
gemebundas las gallinas.
--“¡Silencio señoras, o no respondo
de nada!—decía con voz apagada el gallo. ¡Silencio todo el mundo y ojo al
Cristo, que es de plata!
Pasaron así algunos minutos: el gallo
y las gallinas acurrucados siempre; el chompipe de pie, ufano y soberbio en el
centro de corral y graznando como gran señor. (Aquí don Pedro tosió por tercera
vez, imitando al diplomático español y castañeteando con los dedos).
“De pronto sonaron las ocho en un
reloj vecino. Era ésa la hora en que se llevaba el desayuno al gallinero, y la
encargada de servirlo se presentó en seguida y arrojó desde la puerta numerosos
puñados de maíz, que tapizaron el suelo. El chompipe, que recibió parte de
aquella granizada sobre sus espaldas, corrió presuroso a guarecerse en un
rincón, en el que permaneció hasta que se hubo alejado el peligro. Vuelto a su
anterior centro y colmado de gozo con la vista del maíz regado, se puso a
engullir con voraz apetito.
“El gallo, que continuaba en acecho,
salió en seguida de su escondite, dio cuatro pasos al frente, batió sus alas
con energía, tomó una actitud arrogante, y luego con toda la fuerza de sus
pulmones vociferó valiente:
--¡Ká…ká…racá! ¡Viva la flor!...
¡Ká…ká…racá! ¡Salid todas sin miedo!
--¡El también… come maíz como
nosotros!
--¡Ká…ká… racá, … ká… ká …ká.. racá;
vénganse todos ya!
No esperaron más las gallinas, y
saliendo alegremente en pelotón, rodearon sin ningún temor al chompipe, se
codearon con él, y, disputándole los granos uno a uno, los enguyeron (sic)
vertiginosamente hasta agotarlos. El pobre chompipe se quedó a medio desayuno,
mejor dicho, a la luna de Valencia, la cual le hizo palidecer y hasta llegar a
la lividez en fuerza de la impresión desagradable que recibió; pero luego,
recordando su estirpe linajuda y su sangre pura, enrojeció nuevamente, y con el
moco erecto y dando pataditas de gran señor, erizó el plumaje, desplegó la cola
y tornó a graznar con énfasis como quien tose afectadamente para salir de
apuros”.
Sonoros aplausos acogieron el cuento
intencionado del licenciado Zeledón; y se dijo en aquel tiempo, que el
Excelentísimo don José de Marcoleta no tosió más en Nicaragua, ni volvió a
castañetear con los dedos, ni menos se atrevió más a decir, delante de gente
bellaca, que él no contaba cuentos.
Y tradición es la presente, que
referirnos a verdad sabida y buena fe guardada, y con un mil por ciento más de
detalles de nuestra cosecha, a como nos la contó el finado ex presidente de
Nicaragua don Roberto Sacasa, que decía haberla habido de su anciano padre, y
que hoy damos a luz venteada y con un poquito más de talla adicional.
E se non e vero e bene trabato. (sic)
Guatemala, octubre de 1915
[i]Toco: De conformidad con el Diccionario de la
Real Academia (RAE),
en Bolivia, se usa como: 1. m. Bol. Tronco cortado y pequeño que se utiliza como asiento.
Creo que en este sentido está utilizada la palabra, y la frase se entendería:
tronco de la aristocracia de panela….
[ii] Panela:
Aristocracia de Panela o nobles de Panela, vease más adelante
la definición que da el autor a esta expresión.
[iv] Blanca de Castilla:
Según el sitio WEB: http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=blanca-de-castilla-reina-de-francia: [iv] Blanca de Castilla: Según el sitio WEB: http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=blanca-de-castilla-reina-de-francia: Reina de Francia por
su matrimonio con Luis VIII, nacida el 4 de marzo de 1188 en Palencia y muerta
en Francia, en una abadía cerca de Melun, el 29 de noviembre de 1252. Dirigió con energía los asuntos de Francia
durante la minoridad de su hijo Luis IX, en cuyo gobierno participó, y cuando
este marchó a la cruzada. Su profundo sentido de la religión sobrevivió a su
hijo canonizado en 1297……Ella obtuvo dinero para que su esposo lograra el trono
inglés y por la intervención del Papa a
favor de Enrique II, hicieron que el delfín francés abandonara sus aspiraciones a la corona inglesa, a cambio de un gran
suma de dinero
[ix], "Poner una pica en
Flandes" es una expresión que se utiliza para indicar que se ha realizado
algo muy complicado y costoso y que además supone un hito. El origen de esta
expresión viene de la época del Emperador Carlos V, el Imperio Español estaba
envuelto en varios conflictos, contra los turcos, contra Inglaterra, con
Portugal, Francia, Flandes... y en este panorama era complicado formar un
ejército y hacerlo llegar hasta Flandes. El viaje pasaba por el Mediterráneo
hasta Italia y desde allí hasta Flandes. (Flandes era sólo una de las
provincias, pero se utiliza este término para englobarlas a todas ellas). Así,
poner una pica en Flandes era sumamente costoso y suponía un viaje largo y no
poco dinero.
[xiI] Tapanco: 1 Último piso de un edificio, generalmente construido sobre la cornisa y un poco retirado del nivel de la fachada. Sinónimo: ático. México 2Plataforma elevada que se construye por debajo del tejado de una casa y se usa para almacenar cosas o para dormir. Según el Wikcionario: Del náhuatl tlapantli ("azotea"), techo. Superficie de madera con la que se divide la altura de un cuarto.Según el Diccionario Oxford español: nombre masculinoGuat, Méx
[xiii] La Casa de Trastámara fue una dinastía de origen castellano que reinó en la Corona de Castilla de 1369 a 1555.
[xiv] ] No sé exactamente a quienes se refiere con la palabra pirujos el autor. En el RAE: pirujo, ja1. adj. El Salv. Que no cumple con sus deberes religiosos. 2. f. Mujer joven, libre y desenvuelta. 3. f. despect. Méx. prostituta. En Guatemala se les dice así a los homosexuales, según un diccionario de palabras de origen latinoamericano, mientras que en México y en Perú, según el mismo es sinónimo de mujeriego. Otros la definen como igual a hereje.
[xv] Ventolera: Según el RAE:3. f. coloq. Vanidad, jactancia y soberbia.4. f. coloq. Pensamiento o determinación inesperada y extravagante. Le dio laventolera de sentar plaza.
[xvi] Preste Juan: Según Wikipedia: Preste Juan o Pastor Juan, era el nombre de un supuesto
gobernante cristiano del Lejano Oriente según los relatos
europeos de la Edad Media. Fue un personaje muy conocido durante los
siglos XII a XVII. Según
los relatos medievales, descendía de los tres Reyes Magos, y tanto era un mandatario
generoso como un hombre virtuoso, que regía un territorio lleno de riquezas y
extraños tesoros, donde se encontraba el Patriarcado de Santo Tomás. Su reino contenía
maravillas, como un espejo a través del cual podía ver todas sus provincias, de
cuya fábula original derivó la "literatura especular" de la Baja Edad Media y el Renacimiento. En ella, los reinos de cada
príncipe eran censados y sus deberes fijados. Inicialmente,
se creía que el reino del Preste Juan se hallaba en la India…. Era presbítero, y de allí que le dijeran Preste
[xix] Pedro Zeledón
Mora (San José, Costa Rica, 21 de febrero de 1802 - León, Nicaragua, 17 de
abril de 1870) fue un abogado costarricense, nacido en San José, Costa Rica. Se graduó de Licenciado en leyes en León, Nicaragua. Fue Diputado y Magistrado de la Corte
Suprema de Justicia de Costa Rica, y Diputado al Congreso federal centroamericano. Posteriormente se
radicó en Nicaragua, donde fue Ministro de Relaciones Exteriores. De edad avanzada se
ordenó sacerdote. Murió en Nicaragua
No hay comentarios:
Publicar un comentario