sábado, 29 de octubre de 2016

IV Historia de la Costa de Mosquitos por JDG: Capítulo IV

Historiador don José Dolores Gámez
Foto tomada de pintura que se encuentra 
en el Salón de las Banderas del 
Ministerio de Relaciones Exteriores 


CAPITULO IV

Piratas y Corsarios

(1600-1643)

Resumen. Los piratas forman sus establecimientos.—Su conducta.Nueva Invasión a Puerto Cortés. —Expediciones enviadas por el gobernador Lara.—Aparece la raza mixta.—Los holandeses invaden el puerto de Santo Tomás.—La corona ordena la conquista pacífica de la costa.—Situación aflictiva de España.—La iglesia de Guatemala.—Órdenes religiosas que se establecen.—Misiones a la Taguzgalpa y Tologalpa.—Muerte de los padres.—Mala situación de las colonias.—Informe de Diego Mercado sobre comunicación interoceánica.—Entrada de misioneros a la Taguzgalpa.—Desastre de éstos. Saqueo de Matagalpa.—Filibusteros y bucaneros.—Reanúdase la guerra europea.—Reinado de Felipe IV.—Daños que ocasionan los piratas.—Tratado franco-español de la “marca de las amistades”.—Medidas tomadas por España.—Las expediciones prácticas se ceban en las ciudades.

            Llegábamos al siglo XVII sin que la costa de Mosquitos hubiese cambiado de condición para España. 
         Como en el siglo anterior continuaba aquella región dividida nominalmente, (sólo para los españoles), en Taguzgalpa y Tologalpa, siendo la segunda, como hemos dicho antes el punto de reunión de los piratas que infestaban el mar de las Antillas.  Formaban estos un núcleo de aventureros de la peor especie, por lo general ingleses, holandeses y franceses, que excitados en un principio por el cuidadoso celo  con que España prohibía la entrada en sus colonias a los extranjeros de toda clase y condición, se organizaron en algunas costas de las Antillas, desde donde lanzaban expediciones atrevidas sobre los puntos más reputados y ricos de la tierra firme para asaltarlos a viva fuerza, saquearlos y cometer en ellos toda clase de abusos.  Desde los últimos años del siglo anterior cambiaron sin embargo de táctica, llevando sus grandes establecimientos a Bluefields y Laguna de Perlas, en la Tologalpa, para vigilar de cerca las embarcaciones que entraban y salían por el río San Juan, ruta en este tiempo del tráfico del comercio exterior de las provincias de Guatemala.   
            Los piratas hacían vida en común en sus madrigueras, y las provisiones de cada cual, tanto de guerra como de boca servían para todos.  Además, habían logrado hacerse amigos de confianza de los naturales, unirse con sus mujeres y poner las bases de una sociedad nueva, plagada de defectos y repleta de odios para España.  Embarcados en lanchas pequeñas y ligeras salían a campaña llevando a los indios de marineros después de haberlos adiestrado bien; se ocultaban en los esteros y embocaduras de los ríos y apenas descubrían algún bote lo perseguían a toda vela hasta darle alcance y sin cuidarse de los disparos  con que eran recibidos, llegaban a las bandas de las naves, lanzaban los garfios, escalaban la cubierta y manejando ya el sable ya el fusil o la pistola intimaban la rendición, o bien rotos y vencidos caían al mar y quedaban sepultados.  Si lograban apresar el buque pasaban a cuchillo  a los prisioneros, tomaban para sí las mujeres que hallaban, se adueñaban de las provisiones y mercancías y volvían alegres y felices a la costa a repartirse con equidad sumamente escrupulosa.

         Apareció el siglo décimo séptimo y su primer destello en la costa centroamericana fue, en 1600, con la invasión a Puerto Cortés por la escuadra pirática de Guillermo Parker, comandada por Antonio Sherly por muerte de Parker.  Desembarcaron 350 ingleses a los cuales resistió la guarnición del puerto compuesta de 60 hombres que aguardaban de frente, mientras 120 jinetes, armados de lanzas y medias lunas, que se habían emboscados previamente, se lanzaron por retaguardia sobre los invasores y los pusieron en dispersión.  Perdieron los piratas 47 hombres y temerosos de ser aniquilados abandonaron precipitadamente el campo, reembarcándose en sus naves y alejándose a toda vela.

         Fue nombrado gobernador de la provincia de Nicaragua, en 1603, Alonso Lara de Córdoba y este desde su llegada comenzó a preparar y enviar expediciones militares a la Tologalpa con objeto de extender poco a poco la parte civilizada del país por el lado que colindaba con Nicaragua.  Era ese, según pensaba, el único medio de impedir el desarrollo de los establecimientos de los piratas a lo largo es la costa del Norte, hasta donde él pensaba avanzar paulatinamente.
         Al mismo tiempo que el gobernador Lara de Córdoba dictaba aquellas providencias, algunos frailes misioneros trataron de penetrar a los palenques de los indios limítrofes, los cuales solían ser reclutados por los piratas para el servicio voluntario, o llevados como esclavos cuando se negaban a prestar dicho servicio en las expediciones contra las colonias españolas vecinas. El esfuerzo de los frailes no tuvo éxito por entonces. 
         Mientras tanto los piratas juntándose con las mujeres indígenas y negras de la costa y con las de distintas razas que llevaban de sus expediciones, comenzaron a formar la raza mixta del litoral, “raza del todo especial, mezcla poco definida de blanco, rojo y negro y la cual no brilló durante mucho tiempo sino por su salvajismo miserable y su inmoralidad.  Los filibusteros les daban el nombre de Maustics; los españoles los han llamado Moscos, y los ingleses Mosquitos.  La costa a lo largo de la cual se fueron extendiendo poco a poco se llamó también costa de Mosquitos” (Levy).
         En 1607 las invasiones avanzaron hasta la costa que correspondía a la provincia de Guatemala.  Ocho buques holandeses, con mucha artillería, comandados según se supone por el conde Mauricio de Nassau en persona, se presentaron en son de guerra en el puerto de Santo Tomás, donde desembarcaron más de mil hombres.  Después de un corto combate con la guarnición, se apoderaron de la plazas y se llevaron más de ocho mil pesos en frutos de la tierra que estaban allí almacenados para su exportación.
         A pesar, sin embargo, de las repetidas invasiones piráticas en la costa del Norte y de la situación cada día más difícil de las colonias del reino de Guatemala, recibió el capitán general de este, doctor Alonso Criado de Castilla una real orden de España, en que se le prevenía procediese a la conquista pacífica tanto de la Taguzgalpa como de la Tologalpa, provincias  ambas, según dicha real orden, que estuvieron pobladas en un tiempo por aborígenes civilizados, los cuales las abandonaron por temor a los españoles adoptando la vida nómada de las montañas.  Estas tribus no eran, con toda seguridad las de los llamados mosquitos, sino algunas otras de la misma costa que vagaban por las sierras colindantes con Nicaragua y Honduras.
         Para mayor apuro de las afligidas colonias españolas, la situación  de la madre patria comenzaba en aquel entonces a ser una de la más aciaga de su historia, pues desde 1598 ocupaba el trono de Castilla y Aragón el inepto rey don Felipe III, el mismo que preparó con sus desaciertos el último período de la decadencia de la monarquía española.  Había tenido la corona a la muerte de su padre don Felipe II, ocurrida en aquel año, y desde el principio de su reinado tuvo que mantenerse en armas continuando la guerra europea que había dejado pendiente su antecesor; y aunque limpió de corsarios el Mediterráneo y sostuvo con energía la guerra contra Holanda haciendo frente a Mauricio de Nassau, en Abril de 1609 pactó treguas con los holandeses y no obstante la toma de Ostende en 1604, concluyó la paz con Inglaterra y Francia suscribiendo el tratado de La Haya, que fue el mismo que estipuló las treguas, y anunció propósitos de trabajar por los intereses del país.  Para esto, decretó en el mismo año de 1609, la expulsión de los moriscos, con lo cual dio el golpe de gracia a la agricultura y a la industria nacionales, que aquellos mantenían en su apogeo, debilitando más a España y precipitándola en el camino de su decadencia y ruina. 
         La conquista pacífica que ordenaba el monarca español al capitán general de Guatemala, no era otra más que la catequización religiosa por medio de los padres misioneros.
         En los primeros años la iglesia de Guatemala estuvo sujeta al obispado de Méjico, que conocía en segunda instancia de todos los asuntos que en esta provincia se ventilaban; pero andando el tiempo, erigió Paulo III, por bula de 8 de Diciembre de 1534, el obispado de Guatemala, no tardando en llegar a la capital de la nueva diócesis los frailes en que abundaba España y que esta convertía en elementos conquistadores.
         La primera orden religiosa que se estableció en el reino, fue la de los dominicos.  A principios de 1535 llegaron a la antigua Guatemala con procedencia de Nicaragua los frailes Bartolomé de las Casas, Luis Cáncer, Pedro Angulo y Rodrigo de Landrada, quienes desde su arribo se encargaron de la catequización  o conquista de Verapaz o Tzulutlán, con las que lograron buen éxito.
         A las anteriores entradas de misioneros siguieron los de los monjes franciscanos, cuya orden se estableció en la misma capital antigua, el 13 de Noviembre de 1540, con cinco religiosos que fueron importados de España por el obispo Marroquín, primer prelado de la diócesis guatemalteca.  Fueron sus nombres:  Diego Ordóñez, fundador, Francisco Valdés, lego, y Gonzalo Méndez, Alonso Bustillos y Diego Albaque; refiere la crónica conventual, que aquellos abnegados sacerdotes, sin pérdida de momento y sin tomar en cuenta las dificultades que entonces presentaban los caminos o veredas, se esparcieron por los contornos de Atitlán, Quezaltenango y Comalapa, y poco a poco lograron desimpresionar a los indios del terror que los desórdenes y violencias de los españoles habían causado en un principio.  Pero como en los primeros tiempos de esta cruzada civilizadora, el mayo mal de que se resentían las conquistas religiosas era la falta de auxiliares para el crecido número de indios que había que atender, la propagación del cristianismo  hizo muy escasos adelantos y cayó en abandono casi por completo.
         Empeñado, sin embargo el obispo Marroquín en llevar adelante su apostólica labor, apenas tuvo conocimiento de la llegada a Méjico del padre Jacobo Testera con 200 monjes que Carlos V enviaba para el servicio de aquella doctrina, solicitó y obtuvo 24 de ellos, que llegaron a Guatemala en 1545, conducidos por el famoso fray Toribio Motolinia.  Con este refuerzo de misioneros  y con los pocos que a la sazón había se continuó la obra de reducción de los indios pero siempre con mucha irregularidad y escaso número por no ser bastantes aun los auxiliares, debido a los muchos curatos que hubo que atender de preferencia.
         La repetida real orden para la conquista pacífica de la Taguzgalpa y Tologalpa hubo de ser tramitada de acuerdo con el obispo; y así se explica como en el año de 1610, los padres franciscanos Verdelete y Monteagudo  tomaron a su cargo de procurar la conquista pacífica de la Taguzgalpa y la Tologalpa.  Al efecto se dirigieron por tierra a la provincia de Honduras hasta llegar al río Coco o Segovia, por el cual entraron a la Taguzgalpa, acompañados de un capitán llamado Alonso Daza y de otros tres españoles con los cuales avanzaron hasta dar con la tribu de los lencas que los recibieron en paz.  Daza, que era hombre suspicaz, se alarmó cuando vio que algunos de los indios iban pintados de diversos colores, con las orejas y narices  horadadas y pendientes de ellas huesecillos y piedrecitas, y en las manos unas lanzas de madera tan duras como el acero.  A pesar de esto, los misioneros formaron dos reducciones con los indios lencas, los taguacas y  otros que llamaban mejicanos y comenzaron a instruirlos y bautizarlos.  Pero pronto fueron abandonando las reducciones, y aunque los frailes  apelaron al arbitrio de tomarles en rehenes sus hijos pequeños, esto no impidió que una noche cayesen sobre las dos nuevas poblaciones y las redujesen a cenizas, escapando con gran dificultad los misioneros y el capitán Daza.  Con esto  resolvieron regresar a Guatemala a dar cuenta de lo ocurrido y pedir una fuerza que los acompañara en otra entrada que proyectaban para el año siguiente.
         En 1612 resolvieron los franciscanos, de acuerdo con el Presidente, hacer una nueva entrada en la provincia de la Tologalpa, y se les dio una escolta de 25 hombres al mando del mismo capitán Daza que los había acompañado en la entrada del año anterior.  Siguiendo el propio rumbo que la vez primera, se encontraron de nuevo con los lencas y los taguacas, algunos de los cuales se prestaron a abrazar el cristianismo y formaron con ellos varios pueblos.  Llamaron a los misioneros otros indios  que habitaban más hacia el interior de la tierra, y aunque ellos disponían ir, no quiso permitirlo Daza, sino hasta adelantarse con sus soldados y ver cual fuese la verdadera disposición  de los naturales.  Los encontró en actitud hostil, y recurrió al arbitrio de hacer unos cuantos disparos al aire, para intimidarlos.  Los indios se retiraron, no sin dar muerte a algunos españoles,  lo que dio ocasión a que estos los persiguieran y tomaran algunos prisioneros.  Un soldado traía cautivo a un indio tan valeroso como osado, que había quitado la vida a dos españoles.  Reconvínolo por esto el soldado y quien sabe en qué término sería, pues el indio contestó con una bofetada.  Irritado el español con el insulto, llamó a uno de sus compañeros, y forcejeándolo los dos con el indio, a quien dieron algunas coces y bofetadas, lograron atarle fuertemente la mano izquierda a la cintura con una liga.  En seguida cometieron la barbarie de clavarlo al tronco de un árbol por la mano derecha, con una herradura de caballo y ocho clavos, y allí lo dejaron hasta que expiró sin que supiese nadie aquel hecho atroz.
         Encontraron los taguacas el cadáver con la mano clavada al tronco del árbol todavía, y creciendo extraordinariamente su saña contra los españoles, procuraron tomar venganza.  Al efecto se dirigieron en aire pacífico a las reducciones  que habían formado los misioneros, donde se hallaban estos con los soldados y el capitán Daza, y usando de engaño, pidiendo perdón por la resistencia que habían opuesto anteriormente y solicitaron  que volviesen a penetrar en las localidades que ellos habitaban, pero sin aras porque no querían guerra y su intención era recibirlos en paz. Como Daza y los mismos frailes ignoraban lo del indio de la mano clavada, no concibieron sospecha alguna y convinieron incautamente en lo que proponían los taguacas.
         Avanzó Daza con sus soldados por un río y lo siguieron los franciscanos. A poco recibieron estos una carta del capitán en que les decía que había encontrado a los indios disgustados; pero no había otra explicación.  Resolvieron seguir adelante, y encontraron ocho canoas con dos indios cada una, los cuales les dijeron que el capitán los llamaba, y que no les había escrito por estar ocupado en arreglar algunas cuestiones suscitadas entre los mismos naturales.  No recelaron los frailes y continuaron navegando río abajo, hasta un puesto donde la corriente hacía una vuelta y se hallaban innumerables indios apostados, pintados, con penachos de plumas y con grandes picas en las manos, en una de las cuales estaba clavada la cabeza del desdichado Daza, rodeada de otras con manos de españoles y un de tantas con herradura y clavos.
         Los misioneros no pudieron hacerse ilusiones sobre la suerte que les esperaba.  En efecto, los taguacas asaltaron las canoas y les dieron muerte, así como también a los soldados, con excepción de unos pocos que no confiado en los indios, habían tenido la precaución de llevar armas.  Tal fue por entonces el resultado de la tentativa hecha para someter a las tribus errantes de la Tologalpa. [1]
         Las colonias del reino de Guatemala gozaron de un descanso de varios años con la celebración del tratado de paz del Haya, que si bien fue poco honroso para España, puso en cambio término temporal a la plaga de los corsarios que asolaban las posesiones americanas y el libre comercio de los buques españoles.  Durante ese período de tranquilidad relativa para el reino de Guatemala, se persistió en buscar la comunicación interoceánica por el istmo de Nicaragua, que desde antaño había recomendado el gobierno español; comunicación que motivó en mucha parte el cuarto viaje de Colón e pos del descubrimiento del estrecho, que según su cálculo debía unir ambos océanos, y que además llevó s Gil González de Ávila a la conquista de Honduras en busca de la boca del Desaguadero de Nicaragua que suponía en la extremidad oriental de dicha comunicación.
         Fruto de aquel empeño pudo haber sido un informe del año de 1620, dirigido por Felipe Mercado al presidente de la Audiencia de Guatemala, en que decía haber descubierto que el río del Desaguadero de San Juan, recibía en su entrada las dos crecidas corrientes de los ríos Sarapiquí y San Carlos, haciéndolo navegable por más de 20 leguas hacia la desembocadura en el mar del Norte, mientras por el lado opuesto llegaba hasta el lago hasta una quebrada profunda como cuarenta brazas sobre la cual derramaba el excedente de las aguas en el invierno, llamada río Hondo y como de cuatro leguas de extensión sobre la faja de terreno, de una legua más , que la separaba del golfo de Papagayo en el mar del Sur.  Creía Mercado que dicha legua podía ser excavada fácilmente para canalizarla y echar sobre la quebrada las aguas de dicho mar, que reforzarían las del lago e irían en seguida a aumentar la capacidad del río del Desaguadero hasta su entrada en el mar del Norte.  Este informe aumentó naturalmente el valor e importancia de la provincia de la Tologalpa  cuya costa llegaba hasta el propio río de San Juan y tenía además una preciosa bahía vecina, llamada Punta Mico, Monkey Point.
         Probablemente el capitán general de Guatemala hizo entonces recuerdos de la real orden referente a la conquista pacífica de la costa, porque de Trujillo
salieron en 1622 los frailes franciscanos Martínez y Vaena a bordo de una fragata que enviaba a Jamaica el gobernador de Honduras, y se desembarcaron en el Cabo Gracias a Dios.  De allí penetraron un poco en el interior de la costa acompañados de cuatro indígenas de la Guanaja hasta encontrarse en el punto en que alzaban sus tolderías los indios payas o poyas, que los recibieron bien y les ayudaron a formar un pueblo al que dieron el nombre de Jarú.  Internándose algo más los misioneros, hicieron nuevas reducciones o poblaciones de indígenas  las que, como Jarúa tardaron poco en ser abandonadas por sus pobladores.
         Sin desalentarse por aquel fracaso, los padres caminaron por espacio de treinta leguas más hasta el palenque de los indios guabas, que los recibieron de paz, se aprestaron a abrazar el cristianismo y se organizaron en pueblo.  Continuaron avanzando hacia el interior y dieron con los albatuinas, que también los recibieron de paz; pero los cuales cercaron una noche la casita que habitaban los misioneros y apoderándose de ellos les dieron la muerte más cruel y bárbara[2].  Ese fue  por entonces,  el resultado de la nueva tentativa de conquista pacífica de las tribus nómadas de la Taguzgalpa.
         En 1643 fue saqueada y arruinada la ciudad de Matagalpa, en la provincia de Nicaragua, por los piratas nuevamente establecidos en la costa de la Tologalpa con el nombre de filibusteros, que sonaba por primera vez en el suelo centroamericano.  Este nombre, corrupción de las palabras inglesas fre—boters o de las holandesas vry-buiter según opinan algunos, o de la francesa filibustier o de la alemana frei-beuter según otros se le daba a ciertos corsarios europeos, por lo general ingleses y holandeses, que asociados con los bucaneros o bucaniers de las Antillas se dedicaban al pillaje en las posesiones españolas, recibiendo auxilio y protección de la naciones en guerra con España.  Los bucaneros o bucaniers eran piratas franceses que se habían fijado en la isla de Santo Domingo desde fines del siglo XVI, donde formaron grandes establecimientos de los cuales se lanzaban en atrevidas expediciones. 
         Volvía para las colonias del reino de Guatemala la era de las depredaciones, suspendidas temporalmente con los arreglos de paz del Haya celebrados por Felipe III treinta y cuatro años antes.  Los filibusteros y bucaneros al reanudar sus hostilidades, ocupaban las antiguas madrigueras y otros puntos de la costa Atlántica convertida entonces en su cuartel general.
         Aquella triste situación de las colonias se debía en primer término  al gobierno español.  Felipe III había muerto desde el mes de Marzo de 1621, dejando a su país debilitado, pobre, falto de industria y comercio entregados sus hijos al feroz tribunal de la Inquisición y sin otras fuentes de vida que el oro, la plata y los recursos que llegaban de América.  Sucedióle en el trono español su hijo Felipe IV, adolescente de 28 años de edad, afable, instruido, amigo de los literatos y artistas y que descuidó el gobierno de la monarquía, dejándolo en manos de un favorito ambicioso que prudente, el cual trató de recobrar el perdido prestigio de la corona con guerras que debilitaron más a la nación.  Acabado el armisticio celebrado con Holanda diez años antes, España reanudó las hostilidades y a poco declaró la guerra a Francia e intervino en la gran contienda de los 30 años, provocando una coalición europea en su contra.  Felpe IV tuvo que resignarse a ver saqueadas, sin poderlo evitar, las posesiones españolas, a dejar la isla de Jamaica en poder de los ingleses y algunas provincias en el de la Francia.  Su desgraciadísimo reinado, fatal para España, lo más aún para las colonias como tendremos ocasión de verlo.
         Los daños que ocasionaban los piratas y corsarios no se limitaron al saqueo de las posesiones del Continente, que en más de una ocasión pudo salvarse.  El daño principal para el gobierno español, el que lo haría más de lleno, consistía en los ataques continuos que sufrían los buques españoles de los corsarios armados en Europa y de los filibusteros en las Antillas, que los despojaban de las mercancías y provisiones que conducían para América o bien de los ricos metales y productos valiosos que llevaban de regreso, dificultando el comercio entre la madre patria y sus colonias.  Los gobiernos europeos de la coalición contra España no solamente patrocinaron a los piratas durante las guerras con España sino que aún después de celebrada la paz continuaron dispensándoles favor, como viejos camaradas algunas veces, y otras por debilidad para contrariar el sentimiento público de sus pueblos, encariñados con el corso.  Las cosas llegaron al punto de que, según el historiador francés Mr. Weis, después de un tratado de paz entre Francia y España se estipuló un nuevo medio de dejar con vida la piratería.  
         Se establecieron, dice el citado historiador, líneas al Sur y al Oeste que se llamaron de marca de las amistades; y se convino en que de la otra parte del Trópico de Cáncer al Sur y del meridiano de las Azores al Oeste, no habría paz entre los súbditos de ambas naciones, de manera que los buques españoles y franceses, si llegaban a encontrarse entre esas líneas pudieran perseguirse unos a otros, y las presas de juzgarían legítimas como si se hubieran hecho en tiempo de guerra, sin que por eso se creyese quebrantada la paz.
         Después de aquel tratado, los buques de ambas naciones se juntaban y armaban respectivamente como si fueran de guerra y si encontraban en el cerco de las amistades algún navío  contrario, lo apresaban y se repartían de su cargamento.
         Por otra parte los holandeses y los ingleses, enemigos declarados de España atacaban los buques de esta en cualquier punto donde los encontraran.
         Para conjurar tan grave peligro hizo el gobierno español fortificar los principales puertos de las costas de América, organizó fuerzas terrestres ligeras que las vigilasen y organizó también las salidas en convoy de los galeones y la flota con los buques de carga y armados en guerra que navegaban en conserva hasta determinados lugares, y luego se dividían para ir a distintos puntos del Continente.  Los buques así organizados, salían de Sevilla y Cádiz con la orden de tratar como enemigo a todo buque extranjero que encontraran en alta mar.
         En cuanto a los desembarcos de los piratas en las posesiones americanos, se hicieron con igual furor desde los tiempos de Felipe II, en que los protestantes ingleses, holandeses y franceses, deseando tomar venganza de que les hacía la guerra sin descanso, no contentos con perseguir y apresar los buques españoles en los mares, organizaron expediciones contra las colonias españolas.  
         Martín Fiorbisher inició nuevas hostilidades contra España haciendo varios desembarcos en las costas de Méjico, durante los años de 1577, robando y saqueando muchos pueblos.  Luego Francisco Drake, cuyos hechos piráticos hemos reseñado en otro lugar, siguió el mismo rumbo, pasó al Pacífico, saqueó varias poblaciones  de su costa, llegó a las de California, hizo rumbo después al Oeste, regresó a Inglaterra por el cabo de Buena Esperanza y dio la vuelta al mundo.  Cavendish en la misma época, trató de saquear la ciudad de Buenos Aires; pero fue rechazado por sus habitantes, sucediéndole después lo mismo a los corsarios con que desembarcó en el Río de la Plata el pirata Eduardo Fontán.
         Terminada la conquista españo9la de Méjico y el Perú, la población blanca y mestiza de las Antillas emigró casi en masa para aquellos lugares, y antes de concluirse el siglo décimo sexto ya no quedaba en la isla de Santo Domingo sino unos catorce mil hombres.  Fue entonces cuando los piratas, llamados bucaniers, se establecieron en esa isla dedicándose a cazar toros salvajes y a la piratería.  Armaban allí expediciones  y con ellas saqueaban los pueblos del Continente que no estaban fortificados y cuya debilidad les daba garantía de éxito.  Parker saqueó en 1596 a Campeche, y otros dos capitanes piratas hicieron lo mismo en Trujillo y en otros pueblos de Guatemala como lo dejamos dicho atrás.  Aquellos horribles aventureros reunieron después sus fuerzas y con ellas se lanzaron también contra las ciudades  más populosas y ricas sin respeto a sus fortificaciones.
         Lewis Scott desembarcó en San Francisco de Campeche e impuso una fuerte contribución a sus vecinos pero después hizo lo mismo en Nicaragua John Davis, que recogió un gran botín en varias expediciones con el cual se retiró a la isla de Jamaica lugar de su nacimiento, en poder entonces de los filibusteros que la encontraron abandonada por los españoles.
         Dueños de la Tortuga y de casi toda la isla de Santo Domingo, los bucaneros nombraron un gobernador que se entendía con la corte de Francia; obtenía patente de corso; hacía pedidos de armas y efectos y cobraba el diezmo de todas las presas que hacían los piratas.  Bajo la dirección de su gobernador tenían los de Santo Domingo buques y repuestos en las islas de Caribes y de Jamaica.
         Para no alterar el orden cronológico  de nuestra relación, dejaremos  para más adelante seguir reseñando las expediciones piráticas sucesivas en suelo americano, y volveremos a los sucesos de la costa centroamericana.


[1] Milla. —Historia de la América Central.
[2] Vásquez.Crónica, citada por Milla en su Historia de la América Central.