Historiador don José Dolores Gámez
Foto tomada de pintura que se encuentra
en el Salón de las Banderas del
Ministerio de Relaciones Exteriores
CAPITULO IV
Piratas y Corsarios
(1600-1643)
Resumen.
— Los piratas forman sus establecimientos.—Su conducta.—Nueva Invasión a Puerto Cortés.
—Expediciones enviadas por el gobernador Lara.—Aparece la raza mixta.—Los
holandeses invaden el puerto de Santo Tomás.—La corona ordena la conquista
pacífica de la costa.—Situación aflictiva de España.—La iglesia de
Guatemala.—Órdenes religiosas que se establecen.—Misiones a la Taguzgalpa y
Tologalpa.—Muerte de los padres.—Mala situación de las colonias.—Informe de
Diego Mercado sobre comunicación interoceánica.—Entrada de misioneros a la Taguzgalpa.—Desastre
de éstos. Saqueo de Matagalpa.—Filibusteros y bucaneros.—Reanúdase la guerra
europea.—Reinado de Felipe IV.—Daños que ocasionan los piratas.—Tratado
franco-español de la “marca de las amistades”.—Medidas tomadas por España.—Las
expediciones prácticas se ceban en las ciudades.
Llegábamos al
siglo XVII sin que la costa de Mosquitos hubiese cambiado de condición para
España.
Como en el siglo anterior continuaba
aquella región dividida nominalmente, (sólo para los españoles), en Taguzgalpa
y Tologalpa, siendo la segunda, como hemos dicho antes el punto de reunión de
los piratas que infestaban el mar de las Antillas. Formaban estos un núcleo de aventureros de la
peor especie, por lo general ingleses, holandeses y franceses, que excitados en
un principio por el cuidadoso celo con
que España prohibía la entrada en sus colonias a los extranjeros de toda clase
y condición, se organizaron en algunas costas de las Antillas, desde donde
lanzaban expediciones atrevidas sobre los puntos más reputados y ricos de la
tierra firme para asaltarlos a viva fuerza, saquearlos y cometer en ellos toda
clase de abusos. Desde los últimos años
del siglo anterior cambiaron sin embargo de táctica, llevando sus grandes
establecimientos a Bluefields y Laguna de Perlas, en la Tologalpa, para vigilar
de cerca las embarcaciones que entraban y salían por el río San Juan, ruta en
este tiempo del tráfico del comercio exterior de las provincias de
Guatemala.
Los piratas
hacían vida en común en sus madrigueras, y las provisiones de cada cual, tanto
de guerra como de boca servían para todos.
Además, habían logrado hacerse amigos de confianza de los naturales,
unirse con sus mujeres y poner las bases de una sociedad nueva, plagada de
defectos y repleta de odios para España.
Embarcados en lanchas pequeñas y ligeras salían a campaña llevando a los
indios de marineros después de haberlos adiestrado bien; se ocultaban en los
esteros y embocaduras de los ríos y apenas descubrían algún bote lo perseguían
a toda vela hasta darle alcance y sin cuidarse de los disparos con que eran recibidos, llegaban a las bandas
de las naves, lanzaban los garfios, escalaban la cubierta y manejando ya el
sable ya el fusil o la pistola intimaban la rendición, o bien rotos y vencidos
caían al mar y quedaban sepultados. Si
lograban apresar el buque pasaban a cuchillo
a los prisioneros, tomaban para sí las mujeres que hallaban, se adueñaban
de las provisiones y mercancías y volvían alegres y felices a la costa a
repartirse con equidad sumamente escrupulosa.
Apareció el siglo décimo séptimo y su
primer destello en la costa centroamericana fue, en 1600, con la invasión a
Puerto Cortés por la escuadra pirática de Guillermo Parker, comandada por
Antonio Sherly por muerte de Parker. Desembarcaron
350 ingleses a los cuales resistió la guarnición del puerto compuesta de 60
hombres que aguardaban de frente, mientras 120 jinetes, armados de lanzas y
medias lunas, que se habían emboscados previamente, se lanzaron por retaguardia
sobre los invasores y los pusieron en dispersión. Perdieron los piratas 47 hombres y temerosos
de ser aniquilados abandonaron precipitadamente el campo, reembarcándose en sus
naves y alejándose a toda vela.
Fue nombrado gobernador de la provincia
de Nicaragua, en 1603, Alonso Lara de Córdoba y este desde su llegada comenzó a
preparar y enviar expediciones militares a la Tologalpa con objeto de extender
poco a poco la parte civilizada del país por el lado que colindaba con
Nicaragua. Era ese, según pensaba, el
único medio de impedir el desarrollo de los establecimientos de los piratas a
lo largo es la costa del Norte, hasta donde él pensaba avanzar paulatinamente.
Al mismo tiempo que el gobernador Lara
de Córdoba dictaba aquellas providencias, algunos frailes misioneros trataron
de penetrar a los palenques de los indios limítrofes, los cuales solían ser
reclutados por los piratas para el servicio voluntario, o llevados como
esclavos cuando se negaban a prestar dicho servicio en las expediciones contra
las colonias españolas vecinas. El esfuerzo de los frailes no tuvo éxito por
entonces.
Mientras tanto los piratas juntándose
con las mujeres indígenas y negras de la costa y con las de distintas razas que
llevaban de sus expediciones, comenzaron a formar la raza mixta del litoral,
“raza del todo especial, mezcla poco definida de blanco, rojo y negro y la cual
no brilló durante mucho tiempo sino por su salvajismo miserable y su
inmoralidad. Los filibusteros les daban
el nombre de Maustics; los españoles
los han llamado Moscos, y los
ingleses Mosquitos. La costa a lo largo de la cual se fueron
extendiendo poco a poco se llamó también costa de Mosquitos” (Levy).
En 1607 las invasiones avanzaron hasta
la costa que correspondía a la provincia de Guatemala. Ocho buques holandeses, con mucha artillería,
comandados según se supone por el conde Mauricio de Nassau en persona, se
presentaron en son de guerra en el puerto de Santo Tomás, donde desembarcaron
más de mil hombres. Después de un corto
combate con la guarnición, se apoderaron de la plazas y se llevaron más de ocho
mil pesos en frutos de la tierra que estaban allí almacenados para su
exportación.
A pesar, sin embargo, de las repetidas
invasiones piráticas en la costa del Norte y de la situación cada día más difícil
de las colonias del reino de Guatemala, recibió el capitán general de este,
doctor Alonso Criado de Castilla una real orden de España, en que se le
prevenía procediese a la conquista pacífica tanto de la Taguzgalpa como de la
Tologalpa, provincias ambas, según dicha
real orden, que estuvieron pobladas en un tiempo por aborígenes civilizados,
los cuales las abandonaron por temor a los españoles adoptando la vida nómada
de las montañas. Estas tribus no eran,
con toda seguridad las de los llamados mosquitos, sino algunas otras de la
misma costa que vagaban por las sierras colindantes con Nicaragua y Honduras.
Para mayor apuro de las afligidas
colonias españolas, la situación de la
madre patria comenzaba en aquel entonces a ser una de la más aciaga de su
historia, pues desde 1598 ocupaba el trono de Castilla y Aragón el inepto rey
don Felipe III, el mismo que preparó con sus desaciertos el último período de
la decadencia de la monarquía española.
Había tenido la corona a la muerte de su padre don Felipe II, ocurrida
en aquel año, y desde el principio de su reinado tuvo que mantenerse en armas
continuando la guerra europea que había dejado pendiente su antecesor; y aunque
limpió de corsarios el Mediterráneo y sostuvo con energía la guerra contra
Holanda haciendo frente a Mauricio de Nassau, en Abril de 1609 pactó treguas
con los holandeses y no obstante la toma de Ostende en 1604, concluyó la paz
con Inglaterra y Francia suscribiendo el tratado de La Haya, que fue el mismo
que estipuló las treguas, y anunció propósitos de trabajar por los intereses
del país. Para esto, decretó en el mismo
año de 1609, la expulsión de los moriscos, con lo cual dio el golpe de gracia a
la agricultura y a la industria nacionales, que aquellos mantenían en su
apogeo, debilitando más a España y precipitándola en el camino de su decadencia
y ruina.
La conquista pacífica que ordenaba el
monarca español al capitán general de Guatemala, no era otra más que la
catequización religiosa por medio de los padres misioneros.
En los primeros años la iglesia de
Guatemala estuvo sujeta al obispado de Méjico, que conocía en segunda instancia
de todos los asuntos que en esta provincia se ventilaban; pero andando el
tiempo, erigió Paulo III, por bula de 8 de Diciembre de 1534, el obispado de
Guatemala, no tardando en llegar a la capital de la nueva diócesis los frailes
en que abundaba España y que esta convertía en elementos conquistadores.
La primera orden religiosa que se
estableció en el reino, fue la de los dominicos. A principios de 1535 llegaron a la antigua
Guatemala con procedencia de Nicaragua los frailes Bartolomé de las Casas, Luis
Cáncer, Pedro Angulo y Rodrigo de Landrada, quienes desde su arribo se
encargaron de la catequización o
conquista de Verapaz o Tzulutlán, con las que lograron buen éxito.
A las anteriores entradas de misioneros
siguieron los de los monjes franciscanos, cuya orden se estableció en la misma capital
antigua, el 13 de Noviembre de 1540, con cinco religiosos que fueron importados
de España por el obispo Marroquín, primer prelado de la diócesis
guatemalteca. Fueron sus nombres: Diego Ordóñez, fundador, Francisco Valdés,
lego, y Gonzalo Méndez, Alonso Bustillos y Diego Albaque; refiere la crónica
conventual, que aquellos abnegados sacerdotes, sin pérdida de momento y sin
tomar en cuenta las dificultades que entonces presentaban los caminos o
veredas, se esparcieron por los contornos de Atitlán, Quezaltenango y Comalapa,
y poco a poco lograron desimpresionar a los indios del terror que los
desórdenes y violencias de los españoles habían causado en un principio. Pero como en los primeros tiempos de esta
cruzada civilizadora, el mayo mal de que se resentían las conquistas religiosas
era la falta de auxiliares para el crecido número de indios que había que
atender, la propagación del cristianismo
hizo muy escasos adelantos y cayó en abandono casi por completo.
Empeñado, sin embargo el obispo
Marroquín en llevar adelante su apostólica labor, apenas tuvo conocimiento de
la llegada a Méjico del padre Jacobo Testera con 200 monjes que Carlos V enviaba
para el servicio de aquella doctrina, solicitó y obtuvo 24 de ellos, que
llegaron a Guatemala en 1545, conducidos por el famoso fray Toribio
Motolinia. Con este refuerzo de
misioneros y con los pocos que a la
sazón había se continuó la obra de reducción de los indios pero siempre con
mucha irregularidad y escaso número por no ser bastantes aun los auxiliares,
debido a los muchos curatos que hubo que atender de preferencia.
La repetida real orden para la
conquista pacífica de la Taguzgalpa y Tologalpa hubo de ser tramitada de
acuerdo con el obispo; y así se explica como en el año de 1610, los padres
franciscanos Verdelete y Monteagudo
tomaron a su cargo de procurar la conquista pacífica de la Taguzgalpa y
la Tologalpa. Al efecto se dirigieron por
tierra a la provincia de Honduras hasta llegar al río Coco o Segovia, por el
cual entraron a la Taguzgalpa, acompañados de un capitán llamado Alonso Daza y
de otros tres españoles con los cuales avanzaron hasta dar con la tribu de los
lencas que los recibieron en paz. Daza,
que era hombre suspicaz, se alarmó cuando vio que algunos de los indios iban
pintados de diversos colores, con las orejas y narices horadadas y pendientes de ellas huesecillos y
piedrecitas, y en las manos unas lanzas de madera tan duras como el acero. A pesar de esto, los misioneros formaron dos
reducciones con los indios lencas, los taguacas y otros que llamaban mejicanos y comenzaron a
instruirlos y bautizarlos. Pero pronto
fueron abandonando las reducciones, y aunque los frailes apelaron al arbitrio de tomarles en rehenes
sus hijos pequeños, esto no impidió que una noche cayesen sobre las dos nuevas
poblaciones y las redujesen a cenizas, escapando con gran dificultad los
misioneros y el capitán Daza. Con
esto resolvieron regresar a Guatemala a
dar cuenta de lo ocurrido y pedir una fuerza que los acompañara en otra entrada
que proyectaban para el año siguiente.
En 1612 resolvieron los franciscanos,
de acuerdo con el Presidente, hacer una nueva entrada en la provincia de la Tologalpa,
y se les dio una escolta de 25 hombres al mando del mismo capitán Daza que los
había acompañado en la entrada del año anterior. Siguiendo el propio rumbo que la vez primera,
se encontraron de nuevo con los lencas y los taguacas, algunos de los cuales se
prestaron a abrazar el cristianismo y formaron con ellos varios pueblos. Llamaron a los misioneros otros indios que habitaban más hacia el interior de la
tierra, y aunque ellos disponían ir, no quiso permitirlo Daza, sino hasta
adelantarse con sus soldados y ver cual fuese la verdadera disposición de los naturales. Los encontró en actitud hostil, y recurrió al
arbitrio de hacer unos cuantos disparos al aire, para intimidarlos. Los indios se retiraron, no sin dar muerte a
algunos españoles, lo que dio ocasión a
que estos los persiguieran y tomaran algunos prisioneros. Un soldado traía cautivo a un indio tan
valeroso como osado, que había quitado la vida a dos españoles. Reconvínolo por esto el soldado y quien sabe
en qué término sería, pues el indio contestó con una bofetada. Irritado el español con el insulto, llamó a
uno de sus compañeros, y forcejeándolo los dos con el indio, a quien dieron
algunas coces y bofetadas, lograron atarle fuertemente la mano izquierda a la
cintura con una liga. En seguida
cometieron la barbarie de clavarlo al tronco de un árbol por la mano derecha,
con una herradura de caballo y ocho clavos, y allí lo dejaron hasta que expiró
sin que supiese nadie aquel hecho atroz.
Encontraron los taguacas el cadáver con
la mano clavada al tronco del árbol todavía, y creciendo extraordinariamente su
saña contra los españoles, procuraron tomar venganza. Al efecto se dirigieron en aire pacífico a
las reducciones que habían formado los
misioneros, donde se hallaban estos con los soldados y el capitán Daza, y
usando de engaño, pidiendo perdón por la resistencia que habían opuesto
anteriormente y solicitaron que
volviesen a penetrar en las localidades que ellos habitaban, pero sin aras
porque no querían guerra y su intención era recibirlos en paz. Como Daza y los
mismos frailes ignoraban lo del indio de la mano clavada, no concibieron
sospecha alguna y convinieron incautamente en lo que proponían los taguacas.
Avanzó Daza con sus soldados por un río
y lo siguieron los franciscanos. A poco recibieron estos una carta del capitán
en que les decía que había encontrado a los indios disgustados; pero no había
otra explicación. Resolvieron seguir
adelante, y encontraron ocho canoas con dos indios cada una, los cuales les
dijeron que el capitán los llamaba, y que no les había escrito por estar
ocupado en arreglar algunas cuestiones suscitadas entre los mismos
naturales. No recelaron los frailes y
continuaron navegando río abajo, hasta un puesto donde la corriente hacía una
vuelta y se hallaban innumerables indios apostados, pintados, con penachos de
plumas y con grandes picas en las manos, en una de las cuales estaba clavada la
cabeza del desdichado Daza, rodeada de otras con manos de españoles y un de
tantas con herradura y clavos.
Los misioneros no pudieron hacerse
ilusiones sobre la suerte que les esperaba.
En efecto, los taguacas asaltaron las canoas y les dieron muerte, así
como también a los soldados, con excepción de unos pocos que no confiado en los
indios, habían tenido la precaución de llevar armas. Tal fue por entonces el resultado de la
tentativa hecha para someter a las tribus errantes de la Tologalpa. [1]
Las colonias del reino de Guatemala
gozaron de un descanso de varios años con la celebración del tratado de paz del
Haya, que si bien fue poco honroso para España, puso en cambio término temporal
a la plaga de los corsarios que asolaban las posesiones americanas y el libre
comercio de los buques españoles.
Durante ese período de tranquilidad relativa para el reino de Guatemala,
se persistió en buscar la comunicación interoceánica por el istmo de Nicaragua,
que desde antaño había recomendado el gobierno español; comunicación que motivó
en mucha parte el cuarto viaje de Colón e pos del descubrimiento del estrecho,
que según su cálculo debía unir ambos océanos, y que además llevó s Gil
González de Ávila a la conquista de Honduras en busca de la boca del
Desaguadero de Nicaragua que suponía en la extremidad oriental de dicha
comunicación.
Fruto de aquel empeño pudo haber sido un
informe del año de 1620, dirigido por Felipe Mercado al presidente de la
Audiencia de Guatemala, en que decía haber descubierto que el río del
Desaguadero de San Juan, recibía en su entrada las dos crecidas corrientes de
los ríos Sarapiquí y San Carlos, haciéndolo navegable por más de 20 leguas
hacia la desembocadura en el mar del Norte, mientras por el lado opuesto
llegaba hasta el lago hasta una quebrada profunda como cuarenta brazas sobre la
cual derramaba el excedente de las aguas en el invierno, llamada río Hondo y
como de cuatro leguas de extensión sobre la faja de terreno, de una legua más ,
que la separaba del golfo de Papagayo en el mar del Sur. Creía Mercado que dicha legua podía ser
excavada fácilmente para canalizarla y echar sobre la quebrada las aguas de
dicho mar, que reforzarían las del lago e irían en seguida a aumentar la
capacidad del río del Desaguadero hasta su entrada en el mar del Norte. Este informe aumentó naturalmente el valor e
importancia de la provincia de la Tologalpa
cuya costa llegaba hasta el propio río de San Juan y tenía además una
preciosa bahía vecina, llamada Punta Mico, Monkey Point.
Probablemente el capitán general de
Guatemala hizo entonces recuerdos de la real orden referente a la conquista
pacífica de la costa, porque de Trujillo
salieron en 1622
los frailes franciscanos Martínez y Vaena a bordo de una fragata que enviaba a
Jamaica el gobernador de Honduras, y se desembarcaron en el Cabo Gracias a
Dios. De allí penetraron un poco en el
interior de la costa acompañados de cuatro indígenas de la Guanaja hasta
encontrarse en el punto en que alzaban sus tolderías los indios payas o poyas,
que los recibieron bien y les ayudaron a formar un pueblo al que dieron el
nombre de Jarú. Internándose algo más
los misioneros, hicieron nuevas reducciones o poblaciones de indígenas las que, como Jarúa tardaron poco en ser
abandonadas por sus pobladores.
Sin desalentarse por aquel fracaso, los
padres caminaron por espacio de treinta leguas más hasta el palenque de los
indios guabas, que los recibieron de paz, se aprestaron a abrazar el
cristianismo y se organizaron en pueblo.
Continuaron avanzando hacia el interior y dieron con los albatuinas, que
también los recibieron de paz; pero los cuales cercaron una noche la casita que
habitaban los misioneros y apoderándose de ellos les dieron la muerte más cruel
y bárbara[2]. Ese fue
por entonces, el resultado de la
nueva tentativa de conquista pacífica de las tribus nómadas de la Taguzgalpa.
En 1643 fue saqueada y arruinada la
ciudad de Matagalpa, en la provincia de Nicaragua, por los piratas nuevamente
establecidos en la costa de la Tologalpa con el nombre de filibusteros, que sonaba por primera vez en el suelo
centroamericano. Este nombre, corrupción
de las palabras inglesas fre—boters o
de las holandesas vry-buiter según
opinan algunos, o de la francesa filibustier o de la alemana frei-beuter según otros se le daba a ciertos corsarios
europeos, por lo general ingleses y holandeses, que asociados con los bucaneros o bucaniers de las Antillas se
dedicaban al pillaje en las posesiones españolas, recibiendo auxilio y
protección de la naciones en guerra con España.
Los bucaneros o bucaniers eran
piratas franceses que se habían fijado en la isla de Santo Domingo desde fines
del siglo XVI, donde formaron grandes establecimientos de los cuales se
lanzaban en atrevidas expediciones.
Volvía para las colonias del reino de
Guatemala la era de las depredaciones, suspendidas temporalmente con los
arreglos de paz del Haya celebrados por Felipe III treinta y cuatro años
antes. Los filibusteros y bucaneros al
reanudar sus hostilidades, ocupaban las antiguas madrigueras y otros puntos de
la costa Atlántica convertida entonces en su cuartel general.
Aquella triste situación de las
colonias se debía en primer término al
gobierno español. Felipe III había
muerto desde el mes de Marzo de 1621, dejando a su país debilitado, pobre,
falto de industria y comercio entregados sus hijos al feroz tribunal de la
Inquisición y sin otras fuentes de vida que el oro, la plata y los recursos que
llegaban de América. Sucedióle en el
trono español su hijo Felipe IV, adolescente de 28 años de edad, afable,
instruido, amigo de los literatos y artistas y que descuidó el gobierno de la
monarquía, dejándolo en manos de un favorito ambicioso que prudente, el cual
trató de recobrar el perdido prestigio de la corona con guerras que debilitaron
más a la nación. Acabado el armisticio
celebrado con Holanda diez años antes, España reanudó las hostilidades y a poco
declaró la guerra a Francia e intervino en la gran contienda de los 30 años,
provocando una coalición europea en su contra.
Felpe IV tuvo que resignarse a ver saqueadas, sin poderlo evitar, las
posesiones españolas, a dejar la isla de Jamaica en poder de los ingleses y
algunas provincias en el de la Francia.
Su desgraciadísimo reinado, fatal para España, lo más aún para las
colonias como tendremos ocasión de verlo.
Los daños que ocasionaban los piratas y
corsarios no se limitaron al saqueo de las posesiones del Continente, que en
más de una ocasión pudo salvarse. El
daño principal para el gobierno español, el que lo haría más de lleno,
consistía en los ataques continuos que sufrían los buques españoles de los
corsarios armados en Europa y de los filibusteros en las Antillas, que los
despojaban de las mercancías y provisiones que conducían para América o bien de
los ricos metales y productos valiosos que llevaban de regreso, dificultando el
comercio entre la madre patria y sus colonias.
Los gobiernos europeos de la coalición contra España no solamente
patrocinaron a los piratas durante las guerras con España sino que aún después
de celebrada la paz continuaron dispensándoles favor, como viejos camaradas
algunas veces, y otras por debilidad para contrariar el sentimiento público de
sus pueblos, encariñados con el corso.
Las cosas llegaron al punto de que, según el historiador francés Mr.
Weis, después de un tratado de paz entre Francia y España se estipuló un nuevo
medio de dejar con vida la piratería.
Se establecieron, dice el citado
historiador, líneas al Sur y al Oeste que se llamaron de marca de las amistades; y se convino en que de la otra parte del
Trópico de Cáncer al Sur y del meridiano de las Azores al Oeste, no habría paz
entre los súbditos de ambas naciones, de manera que los buques españoles y
franceses, si llegaban a encontrarse entre esas líneas pudieran perseguirse
unos a otros, y las presas de juzgarían legítimas como si se hubieran hecho en
tiempo de guerra, sin que por eso se creyese quebrantada la paz.
Después de aquel tratado, los buques de
ambas naciones se juntaban y armaban respectivamente como si fueran de guerra y
si encontraban en el cerco de las
amistades algún navío contrario, lo
apresaban y se repartían de su cargamento.
Por otra parte los holandeses y los
ingleses, enemigos declarados de España atacaban los buques de esta en
cualquier punto donde los encontraran.
Para conjurar tan grave peligro hizo el
gobierno español fortificar los principales puertos de las costas de América, organizó
fuerzas terrestres ligeras que las vigilasen y organizó también las salidas en
convoy de los galeones y la flota con los buques de carga y armados en guerra
que navegaban en conserva hasta determinados lugares, y luego se dividían para
ir a distintos puntos del Continente.
Los buques así organizados, salían de Sevilla y Cádiz con la orden de
tratar como enemigo a todo buque extranjero que encontraran en alta mar.
En cuanto a los desembarcos de los
piratas en las posesiones americanos, se hicieron con igual furor desde los
tiempos de Felipe II, en que los protestantes ingleses, holandeses y franceses,
deseando tomar venganza de que les hacía la guerra sin descanso, no contentos
con perseguir y apresar los buques españoles en los mares, organizaron
expediciones contra las colonias españolas.
Martín Fiorbisher inició nuevas
hostilidades contra España haciendo varios desembarcos en las costas de Méjico,
durante los años de 1577, robando y saqueando muchos pueblos. Luego Francisco Drake, cuyos hechos piráticos
hemos reseñado en otro lugar, siguió el mismo rumbo, pasó al Pacífico, saqueó
varias poblaciones de su costa, llegó a
las de California, hizo rumbo después al Oeste, regresó a Inglaterra por el
cabo de Buena Esperanza y dio la vuelta al mundo. Cavendish en la misma época, trató de saquear
la ciudad de Buenos Aires; pero fue rechazado por sus habitantes, sucediéndole
después lo mismo a los corsarios con que desembarcó en el Río de la Plata el
pirata Eduardo Fontán.
Terminada la conquista españo9la de
Méjico y el Perú, la población blanca y mestiza de las Antillas emigró casi en
masa para aquellos lugares, y antes de concluirse el siglo décimo sexto ya no
quedaba en la isla de Santo Domingo sino unos catorce mil hombres. Fue entonces cuando los piratas, llamados bucaniers, se establecieron en esa isla
dedicándose a cazar toros salvajes y a la piratería. Armaban allí expediciones y con ellas saqueaban los pueblos del
Continente que no estaban fortificados y cuya debilidad les daba garantía de
éxito. Parker saqueó en 1596 a Campeche,
y otros dos capitanes piratas hicieron lo mismo en Trujillo y en otros pueblos
de Guatemala como lo dejamos dicho atrás.
Aquellos horribles aventureros reunieron después sus fuerzas y con ellas
se lanzaron también contra las ciudades
más populosas y ricas sin respeto a sus fortificaciones.
Lewis Scott desembarcó en San Francisco
de Campeche e impuso una fuerte contribución a sus vecinos pero después hizo lo
mismo en Nicaragua John Davis, que recogió un gran botín en varias expediciones
con el cual se retiró a la isla de Jamaica lugar de su nacimiento, en poder
entonces de los filibusteros que la encontraron abandonada por los españoles.
Dueños de la Tortuga y de casi toda la
isla de Santo Domingo, los bucaneros nombraron un gobernador que se entendía
con la corte de Francia; obtenía patente de corso; hacía pedidos de armas y
efectos y cobraba el diezmo de todas las presas que hacían los piratas. Bajo la dirección de su gobernador tenían los
de Santo Domingo buques y repuestos en las islas de Caribes y de Jamaica.
Para no alterar el orden
cronológico de nuestra relación,
dejaremos para más adelante seguir
reseñando las expediciones piráticas sucesivas en suelo americano, y volveremos
a los sucesos de la costa centroamericana.
[1]
Milla. —Historia de la América Central.
[2]
Vásquez.—Crónica, citada por Milla en su Historia de la América Central.
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