viernes, 16 de noviembre de 2018

Mis Memorias de José Dolores Gámez










                                                                                     
«Mis memorias»
de
«José Dolores Gámez»



José Dolores Gámez



Introducción a

 Mis memorias de José D. Gámez

José Dolores Gámez — Memorias
Aldo Díaz Lacayo

     Toda Memoria enseña. Recogen vivencias, recuerdos, interpretaciones sobre la propia vida y su entorno socioeconómico y político, familiar y general. Quienes escriben sus Memorias lo hacen porque sienten necesidad de trasmitirlas a la posteridad. Alguna razón los impulsa. La pedagógica es fundamental, aunque no siempre sea consciente.
      Desde luego existen diferencias sustantivas entre los Memorialistas. La propia personalidad y formación de cada uno, pero también la época que les toca vivir marcan esas diferencias. Finalmente, la vida está moldeada por las circunstancias. Hacen al hombre, pero también el hombre las hace. Circunstancias pasivas y circunstancias activas marcan el rumbo de los Memorialistas.
     Precisamente la personalidad, formación, y circunstancias del Memorialista José Dolores Gámez convierten a sus Memorias en referencia obligada en todos los ámbitos que relata. Basta recordar que nace en 1851, cuando Nicaragua vivía la vorágine de las luchas interimperiales por su posición geopolítica. Inglaterra y Los Estados Unidos disputándose su posesión de hecho por la entonces tricentenaria ruta del tránsito. Circunstancias que enfrentaron la identidad nacional con la dominación extranjera —por enésima vez desde Nicarao y Diriangén. Triunfó entonces la identidad nacional, para retroceder después en 1909. Otra vez por la intervención extranjera, esta vez yankee ciento por ciento. Gámez sufrió ese retroceso porque muere en 1918.
     En aquellas circunstancias el ciudadano José Dolores Gámez terminó siendo referencial —en Nicaragua y Centroamérica por lo menos. Él contribuyó a moldear las circunstancias de su época. Pensador, militante político revolucionario, funcionario público privilegiado del gobierno de la Revolución Liberal que actualizó al país, pero sobre todo historiador. Nada en su vida se encuentra al margen de su quehacer historiográfico. Sus Memorias pues cubren mucho más allá de su vida cronológica. No podía desligarse de las causas que llevaron a Nicaragua hasta las circunstancias que le tocó vivir.
     Empieza relatando su entorno familiar para reafirmarse a sí mismo y para explicar a sus lectores por qué termina siendo liberal viniendo de un tronco conservador. Pero aprovecha esa arista para narrar las costumbres de la Granada que le tocó vivir —su ciudad natal. No habrá granadino que no disfrute estos relatos costumbristas de su ciudad. Y en más de un sentido tampoco habrá nicaragüense que no los disfrute, por la posición privilegiada de Granada en esa época. No se diga los historiadores. 
     Para los historiadores no hay Memoria despreciable. Menos la de José Dolores Gámez, porque es la de un historiador. De primera línea, fundacional. Baste recordar que su Historia de Nicaragua fue texto escolar y universitario por Decreto ministerial del 1º de marzo de 1889. Publíquese y adóptese como texto en los establecimientos nacionales de enseñanza, dice el Decreto del Ministro de Instrucción Pública Adrián Zavala.
     Como historiador vocacional me veo obligado a resaltar tres temas históricos incluidos en estas Memorias de José Dolores Gámez. En primer lugar, sus apreciaciones biográficas sobre Cleto Ordóñez. Indispensables para conocer mejor a este popular líder republicano nicaragüense, tan denostado por la historia convencional. 
     Y luego sus relatos sobre la revolución del 54 (1854), que en sus Memorias llama Guerra Civil. No sustituyen a los de su Historia de Nicaragua, pero sí los complementan.  Valen por sí mismos. Son mucho más amplios.
     Lo mismo puede decirse sobre el tercer tema que corresponde a los Filibusteros, que incluye la Guerra Nacional, la expulsión de los yankees, el triunfo de la paz y el inicio del republicanismo. Que Gámez llama en sus Memorias Reorganización de Nicaragua.
     Qué bueno que Mario Castellón Duarte tomó la decisión de publicar las Memorias de su bisabuelo José Dolores Gámez, y de incluir a manera de prólogo una semblanza sobre Gámez escrita por Hildebrando Castellón, su yerno, y también abuelo de Mario.

Managua, domingo 26 de abril de 2015


Exordio

   Me toca el honor de ser el gestor por segunda vez de una publicación de una obra histórica del Gran Historiador nicaragüense José Dolores Gámez. La primera se titula «Compendio de la Historia de Centro América», que en parte era inédito, porque sólo el Primer Libro publicó su autor en vida en una edición muy reducida. Esta primera obra fue financiada por el Ministerio de Relaciones Exteriores en 2002, gracias al apoyo que me brindó el entonces Canciller Norman Caldera.
   Hoy es diferente «Mis Memorias» fueron publicadas por entregas en el periódico «El Combate», mi abuelo Dr.  Hildebrando A. Castellón, heredero del archivo histórico de su suegro, JDG hizo que se publicarán en ese periódico.  Su última parte se publicó el 16 de julio de 1933.  Es una obra desconocida, por no decir inédita.  No existe ni un solo ejemplar de este periódico, el velo del tiempo implacable y que no se detiene, como el viento se los llevó.   Mi tía Leonor de Wheelock le proporcionó dos copias al carbón de los originales, y con ellos mi hermana Anabella y yo hemos logrado copiar esta obra en limpio y que ahora publicamos, como un homenaje a mi padre Mario Castellón Gámez, nieto del historiador, quien un poco antes de morir estuvo ya enfermo de muerte corrigiendo copia de los originales, y estaba interesadísimo en que se publicaran. 
   Antes de terminar este exordio, daré un extracto de su contenido. Trata de las costumbres de los años cincuenta del siglo XIX principalmente en Granada, aunque también menciona a Masaya, Diriomo,  el Diriá y Jinotepe, las procesiones elegantes de semana santa y las misas a las que asistían todas ataviadas las personas de la sociedad, los hombres de levita o frac con chistera o sombrero de copa, y las mujeres con vestidos de 21 alfileres, lo mismo en las festividades navideñas, pero consideraban aquellas las más solemnes, rumbosas o alegres  del año, los hombres vestían comúnmente pantalones flojos o rifles, y en los pies se ponían unas calzas, y los elegantes usaban calzado polaina, las inditas vestían huipiles y en su casa se mantenían con el pecho desnudo, las comidas típicas, como el nacatamal, el yoltamal los describe, así como otros  alimentos procedentes del maíz, el tiste lo consideraban el refresco nacional, se refiere a todos los refrescos de la época especialmente los derivados de maíz y cacao y a su preparación,  alude a los adornos construidos en las casas de habitación, que parece un arquitecto decorando, la Guerra Nacional y la quema de Granada por Henningsen los hace en detalle  y muchas cosas más, que podrá apreciar el lector al leer la obra.
   Para que se conozca quien es el autor de Mis memorias de una manera más específica, trasmito la biografía hecha por el Doctor Hildebrando A. Castellón, yerno del historiador:

JOSÉ DOLORES GÁMEZ (1851-1918)

     «Por el año de 1876 apareció en Rivas al frente de un periódico liberal doctrinario un joven impulsivo, dinámico con ansias de notoriedad, que aspiraba conquistar lauros tanto en el campo de las letras como en el de la política.  Granadino de nacimiento, de abolengo conservador, quebró en las cáscaras de la universidad natal los prejuicios de casta y los atavismos ideológicos para abrazar con fe y entusiasmo el credo democrático bajo la etiqueta romántica del liberalismo nacionalista.   Descendiente en línea recta del intelectual y antiguo presidente del Salvador, Lcdo. Juan José Guzmán. a quien llamaron pico de oro, y de un viejo capitán español que guardó mucho tiempo la fortaleza de San Carlos, forjó su espíritu de batallador, con las férreas disciplinas del militar y las finezas y astucias de un brillante letrado que envolvía en hilos de oro los más elevados pensamientos.

     Doña Leonor Guzmán y Don José Dolores Gámez Torres fueron los progenitores del joven Gámez, quien vio la luz en Granada el 12 de julio de 1851.  Con 5 pies y 8 pulgadas de estatura, de facciones europeas, ojos zarcos o azules, pelo lacio, fuerte complexión, el aspecto de José Dolores Gámez y Guzmán, en su plena madurez, fue de un hidalgo castellano comprensivo y dominador. 
      En las aulas dio prueba de ser un estudiante precoz y aventajado y por los años de 1867 a 70 cursó las leyes y se graduó de bachiller en derecho civil.   Obligado a interrumpir sus estudios y a ganarse la vida le vemos emigrar, detenerse en Matina (C. Rica), hacer de tipógrafo, de telegrafista, regresar a Granada, fijarse en Rivas, donde por fin contrajo matrimonio en 1875.
      Hombre inquieto, nervioso, imaginativo, bulle en su cerebro la idea de ver a su país transformado y feliz bajo un régimen de democracia verdadera y de progreso positivo. Se lanza al periodismo y desde las columnas del “Termómetro” emprende campañas de ideas para renovar la sociedad y restablecer la Patria grande de Morazán, tal como fue el sueño de Cabaña, Barrios y Jerez.  Gámez no se contenta con filosofar y predicar en desierto y al mismo tiempo que se instruye en el estudio de la Historia Patria se insinúa en el alma de las multitudes y conquista un sitio de representante en el Congreso Nacional a raíz de la elección del Presidente Zavala.  Por cuatro años hizo oír su voz en el recinto del Poder Legislativo con disgusto manifiesto de la diputación conservadora y al terminar su período empezó con nuevos bríos su labor periodística, contribuyendo con sus amigos a la exaltación del Dr. Adán Cárdenas, postulado a la Presidencia de la República y con esto arrebatar del círculo granadino el poder tantos años detentado.  Pero el Dr. Cárdenas una vez afianzado en el mando supremo, volvió sus ojos hacia el círculo genuino conservador y orientó su política por los viejos cauces del elemento reaccionario que tan malos recuerdos habían dejado a Nicaragua y entonces los amigos de la víspera fueron perseguidos y germinó en ellos la idea de derrocarlo.
     El año de 1884, a raíz de un proceso iniciado por una supuesta conspiración para tomar los cuarteles de Granada, el Gobierno del Dr. Cárdenas dio un decreto de extrañamiento y confinamiento de varias personas del Partido Liberal Nacionalista, entre las cuales figuraban los Señores Francisco Baca, Enrique Guzmán, José Santos Zelaya, Dr. julio César y Don José D. Gámez.  Quiso el Gobierno dar un golpe de mazo a la oposición libero-conservadora y no consiguió otra cosa sino sembrar la intranquilidad en la República y proveer de colaborador al General J. Rufino Barrios, quien ya meditaba su cruzada militar por Centroamérica como único medio de reconstruir la Gran Patria de 1823.  Gámez había sido confinado a Bluefields por el decreto aludido, pero no tardó en reunirse con sus compañeros en la capital guatemalteca, donde prestó su valioso contingente para tratar de realizar la unión centroamericana y por ende arrojar del Poder de los Estados centroamericanos a los istmeños caciques separatistas que mantenían estancados en la sumisión y el atraso a estos pueblos infelices. Amigo y partidario del gobierno guatemalteco, Gámez que imprimió siempre a sus actos y palabras el sello de la sinceridad, logró obtener su confianza y hacerse escuchar.  Y en los consejos privados, en la prensa o en las comisiones confidenciales, tuvo sus oportunidades.
      La bala homicida que en Chalchuapa tronchara la vida material del héroe despedazó también las esperanzas unionistas renacidas con el decreto del 28 de Febrero de 85, por el cual Barrios asumía la comandancia General de los ejércitos de Centro América (Gámez era Coronel).   Abandonado por el jefe que en impromptu pasó a la eternidad, los emigrados liberales de Nicaragua como los del Salvador continuaron la lucha seccional haciendo la guerra al separatismo conservador del Dr. Cárdenas y del Dr. Zaldívar.

      El triunfo del General Francisco Menéndez en el Salvador alentó a los nicaragüenses y no obstante de haber lanzado el grito de Satoca, todo fracasó porque estos pueblos no estaban preparados para recibir el bautismo liberal.   
     Regresó Gámez a Guatemala donde hizo campaña en el Diario de Centro América y en los periódicos de Guatemala por la causa liberal y nacionalista que en aquellos se mantenía abatida y con su espíritu inquieto y visionario removió los archivos y bibliotecas hasta compilar los materiales con que luego debía escribir su Historia de Nicaragua.  
      El ascenso del Coronel Evaristo Carazo a la Presidencia de la República en Marzo de 1887, fue favorable no solamente a la tranquilidad pública y a las ideas liberales, sino también al regreso de todos los emigrados políticos que se sintieron garantizados. Aprovechando la amnistía, pudo Gámez mediante un trabajo inteligente y metódico reconstruir el capital de su familia y atender a su educación y bienestar.   
     Mientras tanto, un concurso decretado por el Gobierno, le dio ocasión para escribir su obra famosa sobre la Historia de Nicaragua que obtuvo el primer premio en el certamen y sirvió a varias generaciones para formar el caudal educativo sobre los sucesos de la Patria.  Pero un hombre como Gámez, a quien el exilio había servido para completar su educación y poner alas a su ambición no podía contentarse con la vida vegetativa de la provincia y liando sus maletas trasladó su tienda, de Rivas a la Capital. Las prensas del “Termómetro” hicieron saber a los liberales que el “Abanderado del Partido” como le llamó Jerez estaba en el corazón de la República marcando las palpitaciones de la vida nacional con su pluma acerada demoledora.   
      El General Santos Zelaya, a quien Gámez impulsaba como jefe efectivo del Partido Liberal, ganaba buenos puntos en el concepto popular y los grupos se organizaban como en víspera de una batalla; pero en aquel vibrar de los hombres nuevos y en sus múltiples combinaciones aparecía el pensamiento audaz y atropellado del abanderado Gámez.
      Cundo el Presidente Sacasa rechazó la oferta de gobernar en el Partido Liberal y se decidió por el circulito incoloro que le llevó a la tumba, los liberales encabezados por Gámez y Zelaya vieron revivir sus esperanzas políticas y encaminando sus pasos como le hiciera el Conde de Cavour tomaron injerencia en todos los actos de la oposición.  Mientras el Presidente Sacasa adormecido por la adulación y extasiado ante el incensario de sus parciales caminaba al abismo, la oposición liberal del brazo con los conservadores se preparaba a todos los eventos.
      La revolución de Abril de 1893 fue precursora de la Revolución de Julio del mismo año, y tejedora de aquella madeja fueron Gámez, Zelaya.   Desde el Pacto de Sábana Grande firmado el 6 de junio de 93 hasta el 14 de julio, fecha en la cual el General J. Santos Zelaya se trasladó con sus amigos de la capital a la ciudad de León, el Sr. Gámez que era el consejero principal del caudillo revolucionario, no tuvo punto de reposo, ora en las tareas periodísticas, ora en los conciliábulos y combinaciones de la política liberal.  Cuando se convino en los términos del Pacto de Paz de Sábana Grande, el nombre de Gámez fue cuidadosamente eliminado por los jefes conservadores que no quisieron darle la representación liberal como deseaba Zelaya, optando por el candidato Dr. Luciano Gómez, de filiación progresista, pero amigo personal del jefe managüense.  
      La contrarrevolución fraguada con el concurso decisivo de los liberales de León y que estalló en Julio, tuvo en Gámez un enérgico partidario, dejando su labor ideológica y política para presentarse con Zelaya en los campos donde los hombres de acción deciden los problemas substanciales del derecho y la libertad de los pueblos irredentos. Gámez acompañó a Zelaya en aquella corta y gloriosa jornada pie con pie apoyándole más que como un ministro como consejero y amigo.
      El Pacto de Momotombo que dio a Zelaya la Comandancia General de las armas y le aseguró la presidencia para el primer período constitucional, obra fue de Gámez; y sobre las alturas de los Brasiles y la Cuesta imitando a Bonaparte en Tolón secaba en el polvo de los cañones las comunicaciones que expedía a León y a los departamentos del Norte; así como a varias capitales de Centro América. 
      En la noche del 25 de julio, cuando el ejército victorioso penetraba a la capital, Gámez redactó el famoso decreto llamando a todos los nicaragüenses hermanos y concediendo a los vencidos los mismos derechos que a los vencedores.  Firmada la paz, Gámez se entregó en el Ministerio de Fomento a la reconstrucción de las vías férreas, a la organización del correo nacional y del telégrafo, a extender las comunicaciones en todo el país, y fue bajo su dirección que los pequeños vapores que surcaban los lagos pasaban sobre los rieles con finos guerreros de nuestros grandes lagos a las aguas de Pacífico como elemento de rápido transporte.  
       La guerra que declaró al Presidente Vázquez de Honduras y que obligó a éste a dejar el Poder encontró en José Dolores Gámez al hábil y oportuno colaborador para quien no había dificultades en el desempeño de sus funciones.  Antes de la emergencia con Honduras, abandonó momentáneamente el ministerio que desempeñaba para marchar a Costa Rica en calidad de ministro Plenipotenciario, regresando al terminar su misión al puesto que tenía. La guerra con Honduras puso de manifiesto la eficiencia del Ministro de Fomento, quien no solamente atendía a su ramo, sino que consciente de sus obligaciones de compañero y amigo íntimo del Presidente Zelaya, alcanzaba su celo a todos los resortes de la administración.  
      Algunos meses después de terminada la guerra contra Vázquez y cuando el Dr. Policarpo Bonilla ejercía en Honduras la Presidencia, a Gámez le fue conferido el nombramiento de Ministro Plenipotenciario ante los Gobiernos de Centro América a fin de dar pasos conducentes a la Unión centroamericana.   El gobierno de Honduras que en la ocasión estaba ligado con el de Nicaragua, no solamente acogió las iniciativas de la diplomacia nicaragüense, sino que confirió al mismo Sr. Gámez su representación ante los Gobiernos del Salvador y Guatemala y en esas condiciones se firmó un pacto que no tuvo aceptación por Costa Rica.    
      Regresó Gámez a Nicaragua en momentos en que Inglaterra por medio de sus barcos de guerra nos imponía su ultimátum con motivo de la reclamación Hatch. Y como se le impidiera pasar de Corinto a Managua, lanzó una vigorosa protesta contra el poder de Inglaterra que de ese modo allanaba la soberanía nacional nicaragüense. 
     Terminado el incidente Hatch, volvió Gámez a sus faenas del Ministerio de Fomento, donde no se daba punto de reposo.  Durante ese período se construyó el ramal ferroviario de Chinandega al Viejo y se incrementó el tráfico con la Costa Atlántica por vía del río San Juan. 
      Intencionalmente no hemos querido recordar su participación en los sucesos de la Mosquitia, pero el plan de reincorporación que Zelaya ordenó para aquella región fue planeada por los consejeros del Presidente y principalmente por Gámez y Samuel Mayorga, según declaración del Lic. Félix Quiñones, publicada por la “Prensa” con motivo de una controversia periodística.  El distinguido abogado y hombre de letra ha referido que a la sazón fue nombrado por el gobierno liberal para desempeñar las funciones de Gobernador Intendente de San Juan del Norte y que el pliego de instrucciones fue redactado por José Dolores Gámez, pero obligado a renunciar por causas de origen local no tomó posesión de la Gobernación.
 Poco después los señores Lacayo y Cabezas eran enviados con iguales fines a Bluefields obedeciendo así a las ideas discutidas y maduradas en el gobierno del Presidente Zelaya, y porque él estuvo presente, convenció la génesis del movimiento de Reincorporación, es que puede afirmarse que Gámez y Mayorga iniciaron el plan». 

Hildebrando A. Castellón
                               
   
     Bueno, querido lector, ya usted podrá engalanar su vista, pasándola por los párrafos y capítulos de esta gran obra, que modestia y aparte, le recomiendo leerla completa.


Mario H. Castellón

Introducción
   Las Memorias autobiográficas de los hombres públicos han sido consideradas siempre como elementos de gran valor para la historia, porque no se limitan a sólo consignar la vida del Autor, sino que insensiblemente van más allá y se extienden a los sucesos públicos relacionados con ella, enlazándolos cronológicamente, estudiándolos en las distintas fases en que presentan y poniendo de manifiesto su escenario o sean las peculiaridades de la sociedad en que se desarrollaron.  De este modo, a la par que suministran datos precisos para la historia, proporcionan también a la juventud lecciones de experiencia que pueden servirle de orientación en situaciones difíciles y análogas; pues, como se sabe, los sucesos de la vida, tanto sociales como de los individuos en lo particular, se repiten periódicamente con tanta semejanza que resultan ser los mismos en todas partes con sólo actores, escenarios y fechas diferentes.   De allí el decir, que la historia de la vida humana la dejamos referida en el libro del tiempo, de tal suerte, que no la vivimos corregida; de allí también que las memorias aún cuando carezcan de formas atrayentes, sean por lo regular leídas con agrado y estudiadas con interés.     Pero mis memorias que quizás no merezcan tanto, pues no obedecerán a un plan determinado de antemano, sino que voy a escribirlas al correr de la pluma, a modo de confesiones a lo Rousseau, consignando mis recuerdos y mis impresiones y cuantos con ellas se relacione de la vida pública, que será la que interese a la mayor parte de mis lectores, como de la vida privada, que tal vez sólo llegue a tener algún valor para mis descendientes.  No recuerdo haber escrito una sola línea para ser publicada por la prensa, que no haya sido con el propósito de que fuera de alguna utilidad social, aun cuando ese propósito aparezca conexionado en muchas ocasiones a las aspiraciones que pudiera llamar hijas de mi amor propio o con expresiones pasionales.  El patriotismo químicamente puro, si vale la expresión de ser la abnegación absoluta no la conozco y me figuro que es algo así coma la piedra filosofal o como una creación fantástica que sólo se anida en ciertas mentes soñadoras de la juventud, de esa juventud, que despierta a la vida entre flores, y que revolotea feliz sin haber sido alcanzado aún por el torbellino mundial.     La época del frio y las nieves ha llegado para mi existencia y me encuentra lejos de mi hogar y del pedazo de tierra que me sirvió de cuna.  La nostalgia me persigue y me hace recordar mi pasado con ese doble delirio del viejo y del proscrito, que puede sentirse, pero no expresarse y que solo la propia experiencia permite conocerlo. Granos de arena a merced del sueño y de la brisa, son con relación al mundo el fragmento que la suerte me deparó por patria, pero su pequeñez, su escasa población, su infelicidad, su miseria si se quiere, aviva mi cariño en esta hora de desgracia para mí y de angustiosa ansiedad para ella, que hoy se ve entregada por algunos de sus propios hijos a la rapacidad de las águilas del Norte.      Tengo, sin embargo, fe, en que llegaran días mejores para la tierruca inolvidable, que quizás no vuelva más a ver porque mis años se acercan al cementerio, y piensos que esos días, en que brillará radiante el sol de su progreso, las sombras de su triste pasado, arrastradas por el viento de la prosperidad se esfumaran en el horizonte y se perderá su recuerdo, sino hay algunos que lo conserve en cualquiera forma a las generaciones futuras.  Ese alguno puede ser también yo, (me he dicho) y si presto ese servicio a la tradición nacional, mi nombre pasara con ella a la posteridad y quizá merezca el aprecio de ésta.   De allí, pues que ponga manos a la obra sobre tan delicado y tal vez superior a mis aptitudes, pero resuelto a llevarlos a cabo tal como me resulte, nutriéndole como mis recuerdos y movidos por ese impulso narrativo que caracteriza la edad provecta.   «A medida que el hombre va entrando en el descanso de su vida»- ha dicho mi buen amigo don Ramón Salazar, y que los cabellos blanquean representando cada cana una ilusión marchita, y una esperanza pérdida, un dolor sufrido y no olvidado, el alma recoge sus alas de mariposa alegre, y el espíritu concentrándose en sí, se da a recordar las cosas que fueron y a reflexionar sobre los acontecimientos en que le tocó en suerte tomar parte.       
Y efectivamente, suele ser un hecho frecuente,  pues cuando el hombre deja a sus espaldas los sesenta de la edad, siente algo así como la necesidad de expansión de su pasado y revestirá con nueva vida las impresiones de su existencia  que parte del puerto llevando a su bordo a seres queridos hasta confundirse en el horizonte, el hombre queda donde la escala del tiempo, continúa viendo con los ojos del espíritu lo que ya nadie ve , lo que veloz se ha deslizado sobre la ondas del pasado; porque como ha dicho un poeta:  Sin poder sepultarla en el olvido,
La visión del pasado desespera,
Y no llega jamás la edad primera,
Ni las horas que rápidas se han ido
      Al traer a  la mente mis impresiones pretéritas, rejuvenecidas, seleccionadas y con su traje de gala, para lanzarlas al viento de la publicidad, siento un goce verdadero y me parece tener algo así como un sueño paradisíaco, como un renacimiento a la vida, en el que recorro las etapas de mi existencia, pasando de la infancia a la pubertad, de la pubertad  a la adolescencia y de ésta a la edad viril a la que alcanzo la cumbre, y después, dando la espalda al sol y con el fardo de los años a cuestas comienzo a descender paso a paso, y a perder paulatinamente con las fuerzas orgánicas, el calor juvenil de la sangre, las esperanzas, las ilusiones rosadas, todo aquello que pudiéramos llamar el baño de oro, la envoltura preciosa, que da brillo y belleza a las edades ascendentes en la escala de la existencia humana; el soplo de Jehová valiéndonos del leguaje alegóricos del Génesis, sobre la figurilla de barro de la creación bíblica.      Sucede también que los viejos nos encariñamos con la juventud y tomamos empeño en que nos conozca nos quieran hasta más allá del sepulcro; en procurarle nuestra experiencia para que se guíe en su camino y en hacernos presentes ante ella con amoroso tesón.  Únase a éste, el aparecimiento inevitable de un día en que se vive sólo de recuerdos, en que no siento pasión por ellos y en que se despierta, a modo de instinto, el deseo vehemente de hacerlos conocer, día en que también el horizonte comienza a nublarse, las brisas a sentirse frías, los fuegos volcánicos   deseados  de la adolescencia a convertirse en cenizas, y en que el hombre, semejante al viajero fatigado que se detiene a descansar en la cima del camino donde vuelve la vista hacia atrás y contempla emocionado el panorama que deja a su espalda.   Es entonces cuando se desarrolla y acentúa el atavismo característico de la edad madura, verdadero propulsor que levanta el espíritu abatido por la falta de ilusiones, así como también las energías agotadas por el desgaste orgánico, y cuando la pluma llevada por mano trémula, puede aún correr sobre el papel con bríos de marcado, reviviendo viejos recuerdos que yacían relegados en los osarios del olvido.      La gente moza suele hacer poco caso del pasado y aun del presente, al que apenas aprecia como paso inevitable para el porvenir, que es lo único en que acierta a fijar la vista y en que la detiene con agrado, pues como el ave que comienza a volar no quiere mirar hacia atrás y pone todo su empeño en elevarse y avanzar, fijándose en lo que está por delante, que es solamente lo que le preocupa.  Creo, sin embargo que mis jóvenes compatriotas no tendrán la misma indiferencia para mis narraciones, porque los países como el nuestro, en que  la transición social ha sido rapidísima, pasando el del país estado medieval a otro relativamente de civilización moderna, los recuerdos de ayer reproducen con bastante semejanza los de las edades pretéritas del antiguo mundo de que son un apéndice, o una verdadera prolongación en miniatura;  porque de las personas, los usos, costumbres y sucesos de ese nuestro pasado, que refleja todavía los tiempos coloniales en Nicaragua, se habla o se escribe accidentalmente cuando lo pide la ocasión y son pocos los que deliberadamente se proponen recoger y ordenar sus recuerdos, dejándolos consignados para el servicio de las historias nacional y también para la utilidad práctica de la juventud que viene empujándonos y a la cual se le presentan innumerables hechos e innumerables nombres completamente olvidados por mala suerte común, de la que no se libran ante  la historia, sino los grandes acontecimientos y las personajes que han sobre salido del nivel ordinario.  Pudiera tal vez objetarse que es poco lo que se pierde con no rescatar del olvido la memoria de las cosas menudas y de cada época; pero eso no es exacto.   En el hombre es natural y hasta vehemente el deseo de conocer todo lo pasado, porque le procura experiencia, o sea luz y guía para su camino, la cual no puede adquirir sin ese conocimiento, ni la sociedad en conjunto, ni los individuos aisladamente.      Además, como dice un autor; “en los tiempos modernos se lee a la historia más de lo que solía exigírsele en los antiguos. No nos satisface hoy la relación de funciones de imperios, de conquistas, de guerra, de cambios de gobiernos o de dinastías y de sucesión de soberanos, que han salido ser la única materia de la Historia.  Actualmente queremos saber cómo han sido y como han vivido los hombres de quienes hace mención y también cómo eran y cómo vivían los que ella no menciona; queremos no ignorar el modo, la forma y los incidentes de cada uno de los acontecimientos que narra; queremos penetrar en los aposentos, no sólo de los palacios, sino de las viviendas comunes, queremos conocer a nuestros antecesores, como conocemos aquellos contemporáneos nuestros con quienes vivimos en intima familiaridad.  De aquí, pues, " el interés con que se buscan y se estudian documentos y monumentos que den luz acerca de las particularidades de los pueblos antiguos.” Pudiera, sin embargo, suceder ahora que yo estuviese alucinado por el amor propio por los impulsos de la vanidad senil, y que mis «RECUERDOS DEL PASADO» no tengan el interés ni la importancia que me imaginé.  Válgame entonces, el contingente que puedan aportar a la formación del proceso histórico de la sociedad nicaragüense y sea como ciertas piedras sin pulimento o cual las conchas de la madre-perla, que buscan y aprecian, no obstante, su pobre apariencia; porque las memorias, por humildes que parezcan, suelen ser para la historia, tales como esa piedra sin pulimento y esas conchas sin abrir, cuando se sabe el modo de aprovecharlas.
«José Dolores Gámez»
                                             Puntarenas, Costa Rica, Enero de 1912                                                                                                                                

Capítulo I
En el principio

     Nací en la ciudad de Granada, el 12 de Julio de 1851, a las doce en punto de la noche, y se me ha dicho que mi primer grito de recién nacido se confundió con el primer campanazo de aquella hora cumbre del reloj vecino.  Vine pues, al mundo a mediado del siglo, del año, del mes y del día, y debido tal vez a esa circunstancia, he resultado intolerante con todo término medio en las cosas de la vida.  Las libres brisas del gran lago de Nicaragua, mecieron mi cuna y en su playa crecí al arrullo de las olas, probable me parece ser, que aquel ambiente de mis primeros años haya influido en algo para la formación de mi carácter impetuoso y del que se puede decir que es de aquellos que se quiebran antes de doblegarse.
     Pasaba Granada en la época de mi nacimiento por ser su población la que marchaba a la vanguardia del progreso social del Estado, que, dicho sea de paso, no era gran cosa a pesar de la famosa León, sede entonces del saber profesional, en donde cabían a puñados los bordados con borla y cápelos todavía de la enseñanza colonial.   Debo traer en auxilio de mi afirmación respecto al relativo mayor adelanto social de Granada, por si se me creyese apasionado, el recuerdo de que en su población fue siempre el centro del comercio regional y que su puerto llegó a ser el más concurrido y de más movimiento de envío de cargas hacia el extranjero. Sus ricos comerciantes fomentaban el lujo por conveniencia, lo desplegaban en sus hogares por vanidad, hacían gala de refinadas costumbres y mantenían trato frecuente con el elemento extranjero con el cual procuraban asimilarse; mientras León Metrópoli y antigua Capital del Estado que contaba además con una célebre Universidad, tenía escaso comercio y vivía de la industria pecuaria.  Nada exigente en materia de lujo, a la sombra de lo que pudiera decirse, de la curia eclesiástica, de su empobrecimiento retrógrado, que mantenía el antiguo ambiente e imponía a la sociedad leonesa ese tinte medieval característico hasta hoy de la gente de iglesia y sacristía.
     Desde los primeros años de la fundación de la colonia en tierra nicaragüense, León y Granada fueron poblaciones rivales por disposiciones de sus conquistadores, maestros inimitables en crear y fomentar divisiones entre los pueblos hermanos del Nuevo Mundo, con objeto de debilitarlos para mejor asegurar su dominación.  León sobresalía principalmente por sus calles rectas y empedradas, por las edificaciones uniformes y de antigua apariencia, por los monumentales templos y por la numerosa población, mientras Granada, que parecía reclinada sobre la falda del volcán Mombacho, situado a su lado sur, y que abandonaba sus extremidades orientales a las caricias de las olas del lago atraía con su movimiento mercantil, con su puerto siempre concurrido, con la belleza topográfica de sus contornos, con sus costumbres expansivas y animadas y con ese benéfico de sus contornos y bienestar permanente que le procura la riqueza en la circulación; haciendo pasar así desapercibido los desperfectos de sus polvorientas calles, la irregularidad de sus edificaciones, la pobreza arquitectónica de sus templos y la desigualdad de su terreno.  
     Cuando yo vine al mundo encontré todavía en mi pueblo las rancias preocupaciones de la nobleza colonial, náufraga en 1823, pero que se conservó por algunos años más en las ciudades de Guatemala, San Miguel y Granada con algo más de orgullo y /o mayores pretensiones en fuerza de su reducción.  Era aquella nobleza un producto híbrido del coloniaje, sin pergaminos ni rentas, una especie de caricatura del noble que se alimentaba de recuerdos y vivía con la mente en un pasado fantástico de leyendas y de emblemas heráldicos.  Se basaba en la Sangre Azul”, la cual se comprobaba con la piel blanca, semejante a la de los conquistadores españoles.  El negro africano, el indio y los de la raza mixta, vivieron siempre menospreciados de la sociedad y excluidos de los cargos públicos, así como de las órdenes sacerdotales, pues para los conquistadores españoles valieron siempre algo menos que la plebe feudal de la Edad Media, y para los criollos tanto como si hubieran sido siervos manumitidos, considerándolos, unos y otros, nacidos solamente para el tributo y la encomienda.
     En el período de mi niñez había, sin embargo, cambiado un poco la cuestión de la sangre distintiva, debido a que habían  emergido hombres de color que, a la sombra de las nuevas instituciones políticas llegaron a mucha altura en fuerza de personales méritos;   porque aunque se les consideraba y atendía por respeto a su posición elevada, no por eso se les dejaba de mirar con marcada prevención, al extremo de que cuando tenían que nombrarles, les anteponían el calificativo de indio, negro o zambo” respectivamente en lugar del "Don”  que se prodigaba a los criollos. Fue si no estoy equivocado, hasta después de la campaña contra los filibusteros de Walker, cuando se extinguió en Granada mucha parte de esa prevención contra la gente de color, en la que se suprimió la calificación despectiva de raza que antes le aplicaban unida al nombre de las personas, se les concedió con alguna frecuencia el tratamiento de don y hasta hubo familias de buena sangre que admitiese, eso sí excepcionalmente, que sus hijos se unieran con ellos en legítimo matrimonio.  Posible es que para tal cambio haya valido mucho el odio sañudo contra los filibusteros yanquis, enemigos acérrimos de los hombres de color, y quizá también el respetuoso cariño a las memorias de don Pedro Rivas, don José María Estrada y Ponciano Corral, morenos todos de sobresalientes méritos en la vida pública, que perecieron trágicamente al pie del pabellón granadino durante las últimas contiendas.
   Tuve la buena suerte de que mi familia perteneciera a la raza regional privilegiada, y que por tal motivo y sin otro mérito ni cosa que pusiera de mi parte, fuese desde mi cuna “gente decente”, gozando por ese hecho de los fueros y preeminencias sociales dispensadas a los criollos de buena sangre, fui además el primogénito del matrimonio y el mimado de mis padres, y los parientes de ambas ramas me prodigaban caricias a porfía y se disputaban las mías con empeño. A decir verdad  (y aquí entre aquellos de las vanidad), creo que realmente debí ser un chiquitín distinguido, pues con mis ojos zarcos de mirada plácida, los largos bucles rubios que caían sobre mis hombros, mi vestido de mameluco liliputiense y mi gorrita garibaldina de terciopelo azul con trencilla negra, parecía un extranjerito hechizo de muy distinguida catadura por cierto, los demás niños de la localidad solían mantenerse descalzos y usar por todo vestido un camisón de tela que les llegaba al tobillo.
     Mis padres tenían una educación especial, superior a la de la generalidad de sus contemporáneos. El uno hablaba el inglés y la otra el francés con alguna perfección, poseían ambos, además, muchos conocimientos gramaticales del idioma español, que escribían con soltura y buen gusto, nociones de historia y geografía, conocían al dedillo la Biblia católica y muchas obras religiosas y de propaganda cristiana; eran fuertes en aritmética comercial y se consagraban a la lectura de libros modernos en el tiempo que les dejaban libres sus ocupaciones.  Ambos tenían también un trato suave y jovial, conversación agradable, modales distinguidos, algún esmero para vestirse y bastante celo para la higiene personal y doméstica.
     El autor de mis días era un buen hombre de mediana estatura, más bien alto que bajo, de buena presencia, de color trigueño parecido al de los árabes, de ojos expresivos y brillantes, nariz aguileña, cabellos y espesa barba negra, músculos vigorosos y con muchos vellos en el cuerpo.  Su andar era violento, su palabra reposada y sonora, su carácter retemplado y su actividad extraordinaria. Decidor, risueño y chispeante se hacía simpático a todo el que lo trataba; desde muy joven se dedicó al comercio en el cual hizo regular fortuna, viajó mucho y residió algunos años en Europa.  Observaba costumbres inglesas en el hogar, las cuales adquirió en Londres; pero en su trato familiar sacaba a relucir, sin darse cuenta de ello, su genialidad andaluza, cuentos, narraciones y anécdotas llenos de gracia que él acompañaba con movimientos expresivos y de alegres risas que provocaban el contento de los que le escuchaban.  Fue primogénito de un capitán español, oriundo de la ciudad de Sevilla, que había sido enviado a la Habana como subteniente de infantería, a prestar servicios militares; de allí pasó después, no sé de qué manera a Costa Rica, donde contrajo matrimonio con una viuda de Cartago de apellido Torres, con la cual se trasladó a Granada en fecha próxima a la proclamación de la Independencia Nacional.  Se decía que Don Francisco Gámez (éste era el nombre de mi señor abuelo), descendía, sin saberse a qué distancia del célebre descubridor portugués Vasco de Gama, que vivió algún tiempo en Sevilla; lo cual a ser cierto, no quitaban que él con todo su noble origen fuera un ser humildísimo por sus cuatro lados, y además muy modesto, muy pobre de fortuna.   El aserto de que fuera descendiente de Gama se basaba en que el apellido castellano en su origen se formaba del nombre provisto de una de las terminaciones ax, ex, iz, oz, yz”, siendo la terminación ez”. La que predominó en la formación de los apellidos modernos, según el decir de la Gramática de la Real Academia”, pues cuando el nombre terminaba en una vocal que no era letra  "o”, se suprimía esa vocal y ocupaba su puesto la mencionada sílaba, indicadora de descendencia y de este modo: los hijos y descendientes de los que se llamaran Gonzalo, Fernando o Hernando, llevaran los apellidos de González, Fernández o Hernández, respectivamente, para distinguirse del padre e indicar al mismo tiempo su origen de familia.  De allí también que en Sevilla donde imperaban las antiguas costumbres castellanas, fuesen Gámez los descendientes del famoso marino portugués o de cualquier otro Gama natural o importado que hubiese dejado retoños en Andalucía.
     Mi madre era una mujer de baja estatura que gozaba de fama de belleza.  Su tipo correspondía al de la criolla americana de raza céltica; blanca y muy rosada, a pesar del clima abrasador de la tierra de su nacimiento, unía a la perfección del conjunto, un rostro perfilado, una boca chica y sonriente, cabellos negros lacios, afabilidad en su trato y dulzura y gracia en la expresión.  Fue la hija única de un notable jurisconsulto y hombre público de El Salvador, criollo de raza blanca, perteneciente al núcleo de las familias que formaban la pretendida nobleza colonial de San Miguel, ciudad de su nacimiento, a quien mis contemporáneos designaban con el expresivo nombre de Pico de Oro”, por su elocuencia tribunicia, y al que también elevaron sus coterráneos más tarde a la cumbre del poder público, eligiéndolo Gobernante de El Salvador para el período constitucional de 1842 a 1844.   Como puede suponerse el ídolo de mi hogar paterno tuvo que ser él, y fue mi entusiasmo.  Mis padres y parientes soñaban con que yo me pareciera a él y en su loco desvarío, me sugestionaban hasta el extremo de encontrar en todos mis actos y palabras, indicios seguros de la herencia abolenga. Tanto hablar de esto que acabé por creerlo; y como al mismo tiempo celebraban mis simplezas de niño mimado dándoles un alcance imaginario, llegué también a creerme un muchacho de chispa y pensar a que llegaría con el tiempo no sólo a tener un pico tan grande y dorado como el de mi ilustre abuelo, sino que podría alcanzar su misma altura política con mayor brillo se entiende, porque yo no corría, sino que volaba en alas de la imaginación. Parecía mentira, pero es muy cierto, que aquellos castillos en el aire que llenaban mi cabeza de niño, pudieran tener influencia en mi vida posterior y contribuyeran poderosamente a hacer de mí un nene distinto de los demás a cuyo lado crecí.  Repleta la mente desde la infancia con tales ensueños, traté en muy tierna edad de ser persona adulta; prefiriendo estar solo antes que juntarme con niños alborotadores que hicieran poco honor a la circunspección y mesura que yo quería mostrar en todas las ocasiones.
     La madre de mi madre, mi abuelita inolvidable fue para mí el ser más querido.  Ilustrada y de buen talento me proporcionaba pláticas sabrosas tanto de deleite como de instrucción, me quería entrañablemente y tenía fe ciega en que su Josecito (así me llamaba) sería el orgullo de la familia.   De allí que, al caer la tarde, en que ella descansara de sus fatigas cotidianas, me tomara en sus regazos cubriéndome de besos y caricias.  Queriendo contribuir a mi educación me refiriese unas veces cuentos morales al alcance de mi tierna inteligencia; en otras, pasajes de la biblia hábilmente preparados por ella, y más de las veces episodios lugareños y anécdotas de la historia nacional que se grabaron en mi mente, y que recuerdo hasta el día, con todos sus detalles y comentarios patrióticos.  Mi excelente abuela, con esa provisión de cariño maternal, depositaba en mi alma gérmenes que no se malograron y que me despertaron con los años mi pasión por los archivos, de los que pude extraer la historia moderna de mi Patria publicada por primera vez en 1889.
     Mi madre, a la que también amaba con delirio y vanidad, solía sentarme a su lado en una butaquita forrada con tafilete rojo, fijando éste con tachuelas de latón brillando sobre un listón angosto de seda verde.  Con voz dulce y amorosa que resonaba en mis oídos como si fueran los acentos de un cántico celestial.  Me refería pasajes de la historia de Roma o fragmentos de la vida de la Virgen María, del niño Jesús o de algunos santos de su devoción concluyendo con cuentecitos de color rosa y fabulitas escogida que me colmaban de contento.  En tales ocasiones me volvía todo oídos y era de vérseme con los ojos fijos en los de mi madre, con los brazos cruzados y sin perder palabra de aquella relación que tanto me interesaba.
Madre Mía, Tú no sabes
La tristeza que siento,
Cuando hastiado de la vida
Emocionado recuerdo
Las caricias que me hacías
En aquel dichoso tiempo
En que formaba mi encanto
La música de tus besos.
     También mi padre, a pesar, de ciertos resabios señoriales en el hogar, que entiendo pepenó en España, allegaba gustoso su contingente para la formación del primogénito.  A la hora en que solía reposar la cena, de siete a ocho de la noche, me llevaba a la hamaca que existía en el salón del dormitorio y allí recostándome sobre su pecho, me refería chascarrillos tan graciosos que me hacían reír convulsivamente; me contaba, salpicándolos con agudeza, lo que había visto en sus viajes, y me hacía repetir después lecciones del resumen de la historia de España, escrita en verso por don Tomás de Iriarte, que él sabía de memoria.  Paulatinamente se me iba instruyendo desde la niñez y me procuraban conocimientos de que carecían entonces hasta muchos jóvenes adolescentes, y en el modo de conducirme en el hogar, en la mesa y en el trato con mis semejantes; todo con arreglo al "Manual de Urbanidad” de Don Antonio Carreño que se reputaba el mejor texto para los colegios y escuelas.  Aquella existencia feliz de mi hogar me cautivó tanto que renuncié gustoso a los juegos de trompos” (peonza), (semillas de anona), cometas voladoras de papel, bolitas cuepas” (piezas pequeñas circulares de cera), ladríllate y otras que forman el encanto de los nenes. Gozaba más con oír lo que me contaban que con las caricias que me prodigaban en el hogar.    
 Envanecíanse mis padres con mi comprensión y buena memoria y no con cierto orgullo me presentaban a sus amistades, excitándolas por lo bajo a que me dieran conversación y comprometieran a externar cuanto tenía aprendido. No necesitaba de mucho para mostrarme complaciente porque, debo confesarlo, participaba del mismo orgullo y vanidad de mis padres, creyéndome hasta prodigioso, sobre todo, cuando oía a los extraños admirar la precocidad de mi desarrollo intelectual, y a mis parientes exclamar con marcada satisfacción, “Va a ser otro don Juan José” pues me figuraba entonces que yo le tocaba los talones a mi preclaro abuelo y que de seguro le aventajaría en la vida pública cuando tuviese la edad legal.

     Observo, sin embargo, que llevado del entusiasmo por mi persona he avanzado mucho en mi relación, dejando en el tintero otras cosas que tienen prelación de lugar.
Capítulo II
Mis antepasados
     A fines del siglo XVIII, existió en Granada de Nicaragua, un caballero español llamado don Gerardo Reyes, rico propietario de fincas rústicas y urbanas, y tan acaudalado que su dinero no se contaba por el número de pesos plata, porque eran muchos, sino que se medía como los granos, por almudes y medios almudes que se guardaban en una cisterna como de ocho o diez varas de profundidad, la cual alcancé a conocer, es la casa que es hoy de Doña Dolores Avilés y que antes fue la de mi bisabuelo, calle de por medio con la de la familia Arguello.  El señor Reyes estaba casado con una dama criolla, originaria de Nueva Segovia, perteneciente a la entonces distinguida y linajuda familia de Lanzas con la que procreó varios hijos entre los que se contaba doña María de Jesús, garrida doncella, que a los 13 años de edad le fue dada en matrimonio y fundó nuevo hogar.   Poco tiempo después del enlace de doña María de Jesús con Marcos Lacayo, sujeto acomodado, pariente del antiguo Gobernador de la provincia, don José Lacayo Briones y que gozaba de alta posición social en Granada, arrebató la muerte a don Gerardo Reyes. Su viuda doña Anastasia, quedó dueña del gran capital testamentario; pero como tenía pasión por el juego y entonces se jugaba en muchas de las casas principales, (la pobre señora en poco tiempo mermó su capital y quedó reducida a la pobreza). Don Marcos Lacayo, por medio de su esposa, estuvo ayudando a remediar las necesidades de aquel hogar miserable, aunque su generosidad no duró mucho, porque la muerte se interpuso llamándole a cuentas apenas llevaba cuatro años de casado.   Doña María se quedó viuda en plena adolescencia y aunque tuvo dos hijos de su matrimonio, que murieron antes que el padre, y la sucesión intestada de éste pasó a manos de sus parientes con exclusión de la cuota que correspondía a la viuda según lo prevenían las leyes españolas. Tuvo ella que regresar al hogar materno, en donde ya escaseaba todo; pero mujer de temple varonil asumió la jefatura doméstica, se procuró algún crédito con el comercio y puso una tienda de mercancías y abarrotes al por menor, con la que logró mejorar la situación económica de la familia y también sostener en León a su hermano menor Isidro, que cursaba leyes en la Universidad.
     Cerca de un año llevaba ya la joven viuda de tener a su cargo el hogar materno y de luchar vanamente con doña Anastasia, a la que ocasionaba demencia su terrible pasión por el juego, cuando el hermano estudiante regresó de León a pasar sus vacaciones, trayendo consigo un condiscípulo con quien había estrechado relaciones de amistad en las aulas universitarias.   Era el recién llegado a quien hospedaron un joven salvadoreño perteneciente a distinguida familia de la ciudad de San Miguel, acaudalado y de buena presencia, finos modales, conversación amena y con fama de ser en León el más talentoso y aprovechado pasante de jurisprudencia. Se llamaba Juan José Guzmán y estaba comprometido por esponsales solemnes a casarse en San Miguel tan luego terminase su carrera profesional.   Doña María de Jesús Reyes a quien familiarmente daban el nombre de “chusita” pasaba en aquel entonces por la hembra más guapa de la provincia nicaragüense, dándole realce a su belleza la blancura de su tez, lo delicado de sus perfiles, el azul de sus expresivos ojos, sus largas pestañas sombreadas por negras cejas y, sobre todo, su larguísima y espesa cabellera de color castaño, que le llegaba hasta los talones y con la cual se cubría como con un manto, cuando la llevaba suelta.   Sus formas corporales habían tomado mayor desarrollo, y la turgencia del seno y la amplitud de las caderas que daban testimonio de su pasada vida de esposa y madre, no sólo no le afeaban, sino que le daban mayor realce.

Lic. Juan José Guzmán
Presidente de El Salvador
(1842-1844)
Abuelo materno del Autor JDG     

      Don Juan José Guzmán se enamoró perdidamente de doña María, desde que la trató; ella a pesar de ser mujer de mucho juicio y discreción no pudo mostrarse indiferente al requerimiento amoroso del joven Guzmán con quien arregló enseguida su matrimonio sin tomar en cuenta los esponsales celebrados en San Miguel que constituían un verdadero obstáculo, un impedimento según las leyes y costumbres de la colonia.  El novio, sin embargo, discutió el caso con su futuro cuñado, y como ambos eran muy entendido en asuntos jurídicos y conocían bien las instituciones canónicas, no encontraron otra solución que la de celebrar un matrimonio clandestino, prohibido por la iglesia, pero al mismo tiempo declarado válido por ella en el Concilio de Trento.  Ese matrimonio pues para el cual bastaba una simple declaración verbal de los contrayentes ante el párroco y dos testigos, da libertad del estado de gastos, evitaba las informaciones y dificultades, y además anulaba “de facto” los esponsales contraídos. Aceptado que fue por doña María el plan concebido por los estudiantes, se metió en la cama, un día de tantos, fingiéndose enferma de gravedad, mientras don Isidro llegaba con el cura al que fue a traer para que la confesara.   Al entrar el párroco, acompañado de don Isidro y de un amigo de éste, don Juan, que estaba oculto, se lanzó a la puerta, le echó llave y poniéndose al lado de doña María, que ya estaba de pie, repitieron a dúo las sacramentales palabras del matrimonio clandestino, dándose las manos.  El párroco aterrado se llevó ambas manos a los oídos y corrió como un loco por el dormitorio, gritando que no había escuchado nada; mas como existían testigos presénciales y de nada le servía aquella farsa, tuvo que darse por vencido para que le abriesen la puerta, y regresó a su despacho hecho una furia. Desde allí proveyó un auto, que hizo notificar a los nuevos cónyuges, en el que les fulminaba sentencia de excomunión mayor por desacato a los mandamientos de la Santa Madre Iglesia.      
     Una excomunión en Nicaragua, en los tiempos del coloniaje español, tenía tanta gravedad y resonancia como las que tuvo en Europa en la edad media; era algo así como aquella pena romana “del agua y del fuego”, que prohibía a todos los ciudadanos dar al reo alimentos, socorro y auxilio alguno pues a los excomulgados en la colonia nadie podía tampoco proporcionarles techo, comida ni agua, ni hablarles, ni siquiera mirarlos sin librarse del contagio.   Los malditos por la Iglesia se veían condenados a morir como perros rabiosos, sus cadáveres excluidos también del cementerio, se llevaban de arrastrada al basurero, sin que fuese permitido sepultárseles. La Iglesia mantenía entonces íntimo consorcio con la Santa Inquisición y no podía ser menos severa que ésta.  Después de resuelta la pena de excomunión mayor,  se procedía a ejecutarla publicándola en la misa mayor del inmediato día festivo o en el que se señalaba al respecto con aparatoso ceremonial del templo enlutado y cirios encendidos, próximos a una pileta de agua bendita, en la cual se apagaban después entre cantos y músicas del oficio de difuntos y al doblar de las campanas diciendo al tiempo de sumergir las velas al agua: “así como se apaga esta candela en el agua así se apague su alma en los infiernos.” 
     No había pues que perder tiempo para librarse de aquella espada de Damocles.  Don Juan salió a uña de caballo para León a implorar gracias del Obispo quien se mostró indulgente impulsado quizá por el vínculo de familia, sin que por eso omitiese la severa reprimenda de palabra que recibió don Juan de cuerpo presente ni la conmutación de la pena por un mes de penitencia continua en los dinteles de la puerta mayor de la Parroquia de Granada, arrodillados ambos cónyuges, con grandes cirios encendidos en las manos durante la misa de las 10 de la mañana.   Apresurándose mis abuelos a cumplir con la nueva imposición, y una vez terminada, fueron devueltos a la gracia eclesiástica con grandes contentos de la familia y de sus amigos.  Pero el escándalo había sido grande y todos a una pronosticaban el mal fin de aquel matrimonio, en atención a que los contrayentes se “habían salado” con la censura canónica, y esa “sal” no se quitaba con nada, según el sentir general de aquella época de fe religiosa, y de santo temor a Dios.   Don Juan José coronó más tarde, con lucidez su carrera de abogado, y siguió viviendo en Granada al lado de su esposa hasta cosa del año de 1828. De carácter impulsivo y ardiente estuvo siempre metido en los movimientos revolucionarios de nuestros primeros años de vida independiente, figurando entre los criollos republicanos más exaltados de Granada.
     En septiembre de 1821 fue proclamada en Guatemala nuestra independencia de España.  Aquella proclamación que realizaba el sueño del patriotismo centroamericano, fue también hecha en Granada, jurándose con toda solemnidad el acta de Guatemala, el 3 de octubre de 1821.  El Capitán General Gaínza y la junta Consultiva, que desconfiaba de las autoridades de León, crearon previamente la provincia de Granada agregando los pueblos orientales de León y nombrando un Comandante General y una Junta Directiva para la nueva provincia, cuyos nombramientos fueron recibidos por el cabildo de la ciudad con el mismo correo expreso que llevó los pliegos y acta referentes a la proclamación de la independencia en la capital del reino.
     El Coronel Don Crisanto Sacasa Comandante Local de Granada fue ascendido a Intendente y Comandante General de la nueva provincia, y fue también con ese carácter oficial que se apresuró a cumplimentar las órdenes de Guatemala, haciendo que se jurase en su jurisdicción el acta del 15 de Septiembre próximo anterior, pero estaba todavía latente el recuerdo del año de 1811 en que los llamados chapetones, apoyados por el Gobernador y Obispo de León,  Fray Nicolás García Jerez, sacrificaron injustamente  la flor y nata de los criollos granadinos debidos a sus mezquinas rivalidades. Había hasta odio por todo lo que pertenecía a España excepcionándose de ese sentimiento la mayor parte de la nobleza local, eterna cortesana de los españoles.   Sin embargo, con la creación de la nueva provincia que elevaba a Granada al mismo rango político de León su eterno rival, y con la perspectiva del manejo independiente de los intereses regionales, se uniformó la opinión pública en favor del nuevo orden de cosas, proclamado en Guatemala.  Todo habría marchado bien si las autoridades de León no hubiesen intervenido enseguida, ordenando a las de Granada que, con todos los pueblos de su jurisdicción, hiciesen juramento solemne de reconocimiento y obediencia a la provincia de León que acababa de declararse independiente en absoluto de Guatemala para formar una entidad soberana.   La mayor parte de los granadinos estaban decididos por Guatemala, y era solamente el resto, formado de los antiguos chapetones o europeos españoles, y sus cortesanos criollos del año 1811 el que acogía gustoso la iniciativa de las autoridades leonesas encabezada por el comandante español García Jerez; pero Don Crisanto Sacasa y con él la Junta de Granada tenían la discordia interior, porque estaban vivos los antiguos odios entre chapetones y americanos y preveían consecuencias desastrosas. 
    El Coronel Sacasa pertenecía a la pretendida nobleza granadina y había sido cortesano de los chapetones desde 1811, en que éstos inmolaron injustamente a los criollos más distinguidos de la localidad en aras de sus odios y rencores, por lo cual ni era bien visto por el pueblo, ni por los criollos independientes.  Quedábanle es cierto, los europeos españoles y los otros criollos con los cuales conspiraba; pero tampoco era querido de ellos por su carácter preponderante y un tanto egoísta, y también por cuestiones litigiosas, de intereses privados. Su elevación a las alturas del poder político y mando militar de la provincia mejoró mucho su situación y lo hizo abrazar con buena fe y hasta ardor la causa de la independencia y ser enemigo de la preponderancia política de León que ya le perjudicaba. 
     “El Intendente de León Don Miguel González  Saravia dice  el historiador Marure, el obispo de la misma provincia y el Coronel de milicias Don Joaquín Arrechavala (todos tres españoles europeos y el primero altamente resentido contra los independientes, a cuyas manos había perecido su padre)  empleando el poder político y los recursos de la religión, habían impedido que Nicaragua se pronunciase abiertamente por la independencia absoluta; y en acta celebrada a principios de octubre de 1821 el ayuntamiento y la diputación provincial del mismo León, influidos por dichos europeos, se declararon separados de Guatemala, expresando, “que pertenecían independientes del gobierno español, hasta tanto que se aclarasen los nublados del día y pudieran obrar con arreglo a lo que exigen sus empeños religiosos y verdaderos intereses . Posteriormente acordaron adherirse al «Plan de Iguala”
      Sacasa contaba con el apoyo de Guatemala que, aunque distante, infundía respeto a las autoridades de León. Éstas, sin embargo, hacían públicamente preparativos de guerra para lanzarse sobre Granada, por lo cual Sacasa concentró las plazas veteranas del fijo que estaban en el fuerte de San Carlos y de acuerdo con él ayuntamiento de la ciudad, envió a Masaya 155 plazas milicianas y 26 de la compañía de morenos con sus respectivos oficiales, para que reunidas con las fuerzas de guarnición existentes en dicha plaza y con otros cuerpos que irían llegando,  establecieren un campamento de vanguardia a las órdenes inmediatas del Ayudante Mayor y Comandante interino de Masaya, a quien se dio instrucciones para contener el avance de las tropas de León, que se decía estaban próximas a llegar a Managua, y dar garantía a las propiedades vecinales. Las disposiciones anteriores alarmaron tanto en León que, al a ser conocidas, su ayuntamiento se dirigió por escrito al de Granda, en los primeros días de diciembre, suplicándoles impedir que las tropas de Masaya hicieran movimiento alguno de avance, y ofreciendo explicaciones para fecha próxima, cuando llegase el correo de Guatemala con el que esperaban cartas del capitán General Gaínza, que creían solucionaría las dificultades pendientes.
      En efecto se decía en León desde los primeros días de noviembre que a Gaínza debía llegarle el correo mensual de Oaxaca una carta de Iturbide, que decidiría la agregación del antiguo reino de Guatemala al imperio mexicano, según lo aseguraba don Francisco Quiñónez en carta privada al doctor Molina, que se publicó últimamente.  Gaínza que se entendía con Iturbide, primero por medio de don Mariano Aycinena y después directamente había solicitado que le fuese enviada una intimación capaz de precipitar la unión de Centroamérica al imperio de México y la esperaba con impaciencia. El ofrecimiento del Cabildo leonés tuvo efecto pocos días después a la llegada del correo de Guatemala que llevó a León y a Granada la anunciada comunicación de Iturbide, Presidente del Consejo de la Regencia de México al Capitán General de Guatemala en la cual exigió la agregación de las provincias del antiguo reino de Guatemala al imperio mexicano.  Dicha comunicación, aunque les llegaba en copia iba acompañada de otra circular de Gaínza para todos los ayuntamientos, ordenándoles que en cabildo abierto y a la mayor brevedad votasen si aceptaban o no aquel paso que el mismo Gaínza les recomendaba con calor. La agregación exigida por Iturbide sujeta a las bases del Plan de Iguala y tratados de Córdoba traían consigo la adopción del sistema monárquico, bello ensueño de los chapetones, de los clérigos y por consiguiente de los nobles cortesanos.  Fue pues, muy bien acogido en Granada por todos esos elementos sociales y con particularidad por Sacasa que a la sombra poderosa del imperio veía asegurada la existencia de la nueva provincia granadina y su alta posición en ésta.
      El 14 de diciembre de 1821 se celebró en Granada el Cabildo abierto convocado para explorar la voluntad del pueblo en conformidad con la comunicación del 19 de octubre anterior dirigida por el Almirante y Generalísimo don Agustín Iturbide, y resultó triunfante el pensamiento de la agregación a México por medio del gobierno provincial de Guatemala.  El 5 de enero de 1822 la Junta Provisional Consultiva de Guatemala celebró  y luego publico el escrutinio general de los votos de los ayuntamientos convocados para decidir de la agregación de las provincias a México, que fue el siguiente:  23 se abstuvieron de votar, diciendo que esa no era atribución municipal; 104 votaron por la agregación incondicional; 11 por la agregación con condiciones; 33 que remitieron su voto a lo que resolviese el gobierno de Guatemala, y el resto, compuesto de muchos ayuntamientos, no tuvo tiempo para emitir su voto pues hasta hubo varios de éstos que jamás recibieron la invitación de Gaínza.   En consecuencia, declaraba la Junta que las provincias del antiguo Reino de Guatemala, quedaban agregadas al imperio Mexicano. Esa declaración disipó en León “los nublados del día” y puso término a la tirantez de relaciones con Granada.
     Tanto el Gobernador Saravia como el Obispo García Jerez no estaban, sin embargo, contentos con la existencia de la nueva provincia de Granada, que constituía una disgregación de la de León, ni menos aún con que en ella mandase el Coronel Sacasa al que ya consideraban como tránsfuga de las filas que ellos acaudillaban.  Como mantenían correspondencia con los nobles de Guatemala y con los hombres del gobierno de México trabajaron activamente, hasta conseguir que Granada volviese ser agregada a León.  En tal estado de cosas el Generalísimo Iturbide escaló el trono imperial de México, en febrero siguiente, tomando el nombre de Agustín I, y con ese acontecimiento la situación de González Saravia y del obispo mejoró notablemente.  Eso, no obstante, nada de importancia pudieron lograr durante varios meses, debido a las dificultades pendientes con la provincia de San Salvador, que se negaba a reconocer al Imperio, oponiendo pretexto que eran verdaderas dilatorias, pero que se veían apoyadas hasta cierto punto por el congreso de México que recomendaba al Emperador se abstuviera de emplear la fuerza para reducirla.       El 31 de octubre de 1822 Agustín I por su soberana voluntad disolvió el Congreso que lo había proclamado Emperador nombrando en su lugar una Junta encargada del Poder Legislativo, Junta que en rigor no era otra cosa que un grupo de cortesanos sumisos a su voluntad omnipotente.  Sin la traba del Congreso para los asuntos de la América Central, ordenó el Emperador al Capitán General de Guatemala que atacase a San Salvador y la redujese por la fuerza en caso de no rendirse incondicionalmente y de no agregarse al Imperio. Luego, mal aconsejado por elemento español-europeo, expidió el 4 de noviembre inmediato, un decreto imperial en que dividía el antiguo Reino de Guatemala en tres comandancias generales; Chiapas, Sacatepéquez y Costa Rica; debiendo ser capital de la primera, Ciudad Real; de la segunda la nueva Guatemala; y de la tercera, León de Nicaragua.   En el mismo decreto se nombraba Comandante General de Sacatepéquez al General Don Vicente Filísola y de Costa Rica al General don Miguel González Saravia.
     Aquel decreto fue conocido en Granada en el mes de diciembre inmediato, con gran disgusto de Sacasa y de la mayor parte de los granadinos, que no sólo veían obscurecido para siempre su porvenir político, sino que volvían a quedar sujetos a las mismas autoridades coloniales de León, de la cuales tenía entonces Sacasa mucho que temer.   Además, según refiere el Dr. Pedro Molina en su “MEMORIAS”, la tribulación del Coronel Sacasa se aumentaba con la circunstancia de hallarse sentenciado a reintegrar una gruesa suma, cuyo pago evadía al amparo de su posición. Nada, sin embargo, se llevó a la práctica debido a las dificultades pendientes en la provincia de San Salvador que se negaba a reconocer la agregación a México, alegando la ilegalidad de la forma y exigiendo que fuese la obra de un Congreso General; por lo cual ordenó Iturbide que la redujesen por la fuerza de las armas y que el Capitán General Filísola dirigiera las operaciones de la guerra, como he dicho antes.
     Existía en Granada un artillero bastante aventajado, hijo de la que entonces llamaban plebe, mestizo y hombre atrevido, de gran valor buen talento, aunque escaso de ilustración.  Llamábase Cleto Ordóñez, y acaudillaba el barrio de los morenos de Santa Lucía de Granada y era el hombre de la confianza del Coronel Sacasa, que lo consideraba enteramente suyo, no obstante que Ordóñez hacía gala de un republicanismo exagerado, Sacasa se puso de acuerdo con Ordóñez para que éste asaltase las armas de Granada y desconociese al Gobierno Imperial, manteniendo la separación de Granada de la Comandancia de León, ya que él, por honor militar no podía aparecer defeccionando públicamente. Este convenio que da a conocer el carácter del Coronel Sacasa nos lo ha conservado la tradición. Habla de él su biógrafo don Jerónimo Pérez, de quien se decía ser hijo clandestino del propio Sacasa. 
     El Dr. Pedro Molina, dice en sus “MEMORIAS”: “En breve sucedió un acontecimiento bien aciago…  Desmoronábase ya el Imperio mexicano, cuando el caballero de Granada imaginó evadirse del pago de una gruesa suma, suscitando una conmoción popular a efecto de que se persiguiese a su acreedor.  Al efecto se confabuló con un hombre atrevido y de talento que deseaba, por motivos más nobles, arrebatar su patria al yugo imperial, para que se echase sobre el cuartel de la guarnición, tomase las armas y se declarase contra el gobierno imperial. Sucedió así, y los cabecillas de la conspiración lograron sus fines, escondiéndose el primero y poniéndose al frente el segundo.  Este fue Cleto Ordóñez que de cabo de primero de artillería pasó a ser Comandante de las Fuerzas Granadinas”.  Conste que el prócer don Pedro Molina vivió algún tiempo en Granada ejerciendo su profesión de médico a principios del siglo pasado y fue muy amigo del Coronel Sacasa, su colega, con el que se trataba hasta con familiaridad.
      El 16 de enero de 1823 asaltó Cleto Ordóñez el cuartel de Granada, cuya guarnición fue reducido previamente a sólo 15 hombres escogidos adrede, y después de apoderarse de las armas, desconoció oficialmente a Iturbide y proclamó la república. Tan luego como se supo en León el pronunciamiento de Granada, dispuso el intendente Gózales Saravia, de acuerdo con el obispo García Jerez, hacer marchar mil hombres, a cuyo frente se puso él primero, con objeto de someter a los rebeldes granadinos. Ordóñez que apenas contaba con unos pocos reclutas aumentó el número de éstos con levas de toda la provincia, fortificó la plaza con barricadas, emplazó su artillería en puntos dominantes, organizando activamente las tropas de la defensa y puesto al frente de las operaciones, dio aliento y valor a todos.  No tardó González Saravia en presentarse en Granada ocupando con su lucido ejercito al barrio de Jalteva, que es la parte más elevada de la ciudad, desde donde rompió sus fuegos sobre la plaza en la mañana del 13 de febrero de 1823, pero los sitiados hicieron buen uso de sus armas que le obligaran a replegar a Masaya su cuartel general, después de una corta refriega y con pocas pérdidas por ambas partes.    Entre las del ejército invasor se contó la del Segundo Jefe Coronel Ibáñez que era el verdadero caudillo militar de la expedición.
     Había en Granada una tradición popular que todavía alcancé yo, en la cual se atribuyó el éxito de la jornada del 13 de febrero, a un pobre hijo de la plebe de Jalteva, llamado Julián Vejiga, cuyo apelativo era un apodo o sobrenombre que le daban por su enfermedad de hidropesía que lo mantenía hinchado de agua.  En aquel tiempo, como es bien sabido, todos sin excepción tenían algún apodo ridículo que sustituía a los apellidos.   En Granada había un verdadero mosaico de tales apodos: “machos”, “culebras”, “capanorias”, “secaplayas”, “tundicas”, “molinillos”, “chicharras”, “huicos”, “culo viejo”, “millones”, “caballos blancos”, “zorros”, “condesos”, “chelines” “iguanodones”,” macuquinos” , “cuapes”, “chorejas”, “canchiches” “zancudos”, “chivos”, “chanchequieros”, “yuyas”, “bailones” y no recordamos cuanto más sobrenombre ofensivos que se usaban con preferencia al verdadero nombre de la personas.
      Julián Vejiga era un cazador que solía pasar por las noches velando sobre las ramas de los árboles y los días durmiendo en cualquier rincón público que más le acomodaba.   El 13 de febrero había regresado del campo entre 5 y 6 de la mañana y se había tendido a dormir sobre el suelo de un portal de la placita de Jalteva, cuando fue despertado por el ruido atronador del combate.  Imposibilitado de reconcentrarse en la plaza en donde estaba el Jefe querido y sus amigos de causa, optó Julián por ocultarse, parapetándose detrás del objeto más próximo y desde su escondite hizo puntería con su fusil sobre un bizarro oficial vestido de uniforme, con sombrero de pluma, que se pavoneaba en la reserva del ejército invasor y que creyó fuese Saravia.   Su tiro fue certero y el oficial cayó muerto del caballo, produciendo su caída gran confusión en las filas asaltantes.   Aquel oficial no era, sin embargo Saravia, sino el segundo el Coronel Ibáñez, cuya falta resultó irreparable para la dirección del ataque, que Saravia bastante inepto y con la tropa desmoralizada no pudo llevar a efecto. Desde aquel tiempo y como una remembranza del suceso, el bajo pueblo de Granada cantaba en tono zumbón una canción mal hilvanada, que concluía con este estribillo:
Y vino Julián Vejiga
Y mató un oficial
Estribillo que andando el tiempo, llegó a convertirse en refrán popular de la localidad.
     Los granadinos tuvieron varios heridos que fueron llevados durante la acción a un hospital de sangre que se improvisó en una casa esquinera de la Calle Atravesada de la Estación, conocida antes por casa del General Corrales y más tarde con el nombre del Hotel de la Gran Vía.   Ese hospital, que se hallaba en la propia línea de defensa al norte de la plaza, fue asaltado por un pelotón de soldados imperiales, que pasaron a cuchillo a todos los heridos. Varios años después, visitando sus ruinas, podían verse en algunos trozos ruinosos de paredes blanqueadas las huellas de manos ensangrentadas que resistían al tiempo y la inclemencia, como una protesta contra la barbarie de aquella época.
      Como he dicho antes, González Saravia se replegó a su Cuartel General de Masaya y de allí solicitó auxilios del Capitán General Filísola que acaba de entrar con su ejército triunfante a San Salvador, para dar un nuevo ataque a la plaza de Granada.  Por supuesto obtuvo la trascripción del decreto del 29 de marzo expedido por Filísola desde Guatemala en el que se convocaba al Congreso Constituyente de que hablaba el acta de independencia del 15 de septiembre de 1821, y se daba cuenta de haber terminado el imperio mexicano.  Eso fue bastante para producir la disolución del ejercito de Saravia, que quedó solo y tuvo que retirarse a Guatemala, de donde se le llamó después haber sido depuesto en León, durante su permanencia en Masaya, y sustituido por una Junta Gubernativa que le prohibió su regreso.   A raíz de su triunfo Ordóñez se proclamó General en Jefe del Ejército Protector y Libertador de Granada, y quedó mandando como Comandante General de la Provincia, asociado de don Juan Arguello, Jefe Político Revolucionario, al que remplazaba algunas veces el Alcalde primero de la ciudad, que era mi abuelo materno, el licenciado don Juan José Guzmán, amigo y consejero íntimo de Ordóñez.  Existía, además una Junta Gubernativa, compuesta de personas honorables, tales como los Presbíteros Don José Antonio Velasco y Don Bernabé Montiel, Don F. Venancio Fernández y Don Nicolás de la Rocha, Don José León Sandoval, tenido por el hombre más probo de la provincia, se encargó de la administración económica de las rentas y lo más distinguidos de los criollos rodearon a Ordóñez con entusiasmo ferviente. El Coronel Sacasa que había huido desde la noche del 16 de enero, regresó muy tranquilo a Granada cuando estuvo bien despejada la situación; pero Ordóñez ordenó su prisión, lo mantuvo con grillos y en la cárcel de Granda y después lo remitió engrillado bajo custodia al Fuerte de San Carlos.
      Los conservadores de Nicaragua han execrado a Ordóñez por la prisión del Coronel Sacasa, que se creía inmotivada y que la tradición no explicaba satisfactoriamente.  Sin embargo, en el archivo del Prócer Don Pedro Molina, que he tenido la ocasión de leer, encontré documentos que dan bastante luz para poder apreciar ese hecho.  Doña Paula Parodi de Sacasa, madre del expresado Coronel, escribió al Doctor Molina, Miembro entonces del Poder Ejecutivo Nacional en Guatemala, una carta, fechada en Tolistiagua el 6 de junio de 1823, de la cual copió los tres primeros párrafos: “Ya sabrá UD. Que nuestro Crisanto se halla preso en un calabozo y privado de toda comunicación desde el 22 del último de abril por orden del general que está en armas Don Cleto Ordóñez, que no ha quedado hacienda que él mismo no nos haya embargado.   La causa de tan extraños procedimientos no es otra según se dice públicamente, que  al haberse salido Crisanto de Granada la noche que tomaron el cuartel en el próximo pasado enero y haber dado al Gobernador Saravia, que se hallaba acantonado en Masaya, treinta hombres de las milicias de Chontales, que había podido recoger y no le era posible negar sin haberse expuesto a sufrir las mayores violencias de un hombre que como UD. sabe, es enemigo capital suyo, desde que Granada siguió a Guatemala y se separó de León.”    “El motivo porqué mi hijo salió de Granada la noche que proclamó ésta su absoluta independencia, fue porque consideró que en un lugar tan pequeño no era posible que pudiese resistir el poder del resto de la provincia, que como sucedió vendría inmediatamente contra ella, al mando de Saravia y que mejor era esperar que la cosa viniera como la vez de marras y no hacer un esfuerzo inútil, y que si Guatemala no se hubiera movido, hubieran corridos arroyos de sangre, y la última ruina de Granada  como sucedió a San Salvador.” “En fin, ya UD. sabe cuál ha sido y es la opinión de Crisanto, y no ignora lo mucho que ha tenido que sufrir en su mismo país por ser secretario de UD.   En esa virtud, y la de que estoy satisfecha de su cariño, me tomo la libertad de incluirle esas dos memorias que de prisa y con mil trabajos ha podido hacer mi nieto político, para que me haga favor de presentar el que mejor le parezca.”     
     Después en otra carta de 7 de julio siguiente, fechada en Managua decía la señora Parodi al Dr. Molina: “No crea UD. que los padecimientos de mi hijo los han causado los cuarentas hombres de tropa que a la fuerza le hizo dar a Saravia; vienen sí de que don Juan Arguello, uno de los vocales de la Junta Gubernativa de Granada, es su antiguo enemigo, por dos pleitos que tiene con él , uno de la hacienda de San Pablo y el otro de cierta herencia de las monjas Arguello, sobre que podrá imponer a UD. Don Francisco O´Conor, y finalmente, los ha causado el miedo y el terror que le tienen a mi hijo Ordóñez y Rocha y la insaciable sed de devorarle su caudal; porque se han figurado que sí a Crisanto se le pone en libertad, son ellos perdidos inmediatamente porque se les opondrá a todos sus desordenes.”
      De esas cartas y de lo que dice el Doctor Molina en sus “MEMORIAS” parece deducirse que el Coronel Sacasa, cuando lanzó a Ordóñez a la toma del cuartel de Granada y el pronunciamiento subsiguiente, esperaba la intervención súbita de Saravia y con ésta la pérdida segura de los revolucionarios entre quienes se contaba en primer término el caudillo Don Juan Arguello su temible acreedor; Sacasa se escondió los  primeros días para pasar ante las autoridades imperiales de León como una víctima del movimiento revolucionario; pero que tan luego como llegó el Intendente leonés con su lucido ejército a acantonarse en Masaya, se apresuró a presentársele con un auxilio de 40 reclutas que le llevo de Chontales.  Al ver frustrada la intervención de Saravia, concluido el imperio y triunfante a Ordóñez, el Coronel Sacasa volvió a Granada, lamentándose de haberse visto obligado por Saravia a dar sus reclutas al enemigo de su pueblo y muy confiado en la influencia que creía tener aún sobre su antiguo artillero.  
     Don Crisanto Sacasa, no sé con cuanto fundamento era mirado en Granada con mucha desconfianza.  Se le creía quizá por la pasión con que se le apreciaba, hasta insincero en los asuntos públicos en los que se decía no tener otro norte que su personal conveniencia; y en cuanto a su vida privada se le acusaba de muchas cosas.  Además del litigio con los Arguellos, a que se refiere la carta de la señora Parodi, tuvo otros, y entre éstos, el muy célebre con los Zavala que no se concluyó jamás y que todavía por los años 1870 y siguientes se continuaba ventilando en los tribunales entre los nietos del heredero y los del albacea. Sacasa estuvo mucho tiempo preso en la fortaleza de San Carlos, de la que logró fugarse auxiliado por el Comandante Militar y el Capellán de la misma, que le facilitaron una embarcación en la cual atravesó el lago y fue a desembarcar en las playas de Rivas.        
       De Ordóñez se ha escrito mucho en su contra por el Coronel don Manuel Montúfar y por otros de los partidarios del Imperio Mexicano en Centroamérica que le quisieron siempre mal.  También la tradición conservadora de Nicaragua lo presenta con sombríos  colores y habla de él como de un malhechor impuro y sin ideales; pero la tradición liberal habla, por el contrario, con entusiasmo en su favor, además le recuerda con cariño y admiración y pregona su honradez notoria justificada con la conocida pobreza en que vivió siempre, no obstante, haber ocupado más tarde altos puestos militares en el Gobierno Federal, y con su muerte ocurrida en San Salvador en un lecho miserable, asistido por la caridad pública.   Su conducta en Granada no pudo ser más correcta, pues rodeado de los Sandovales, Guzmanes, Selvas, Bermúdez, Reyes, Castillo, Álvarez, Rocha y otros tantos hombres honorables, procedió siempre de acuerdo con éstos sin haber ejercido aquellos actos de crueldad tan comunes en su tiempo, ni tenido otras acusaciones que el embargo momentáneo de los bienes raíces del coronel Sacasa, en consonancia con las prácticas españolas o tal vez a solicitud del señor Arguello, y la confiscación del cargamento de mercancías de la barca “Sinacan[1]”  que llegó en aquellos días a San Juan del Norte, tomándolas como botín enemigo por ser nave española y estar vigente la declaratoria de guerra a España hecha por Iturbide cuando gobernaba a la Nación la cual hizo a favor del fisco cuyos caudales administraba Sandoval.          
      La siguiente carta del Doctor Molina, tantas veces citadas, datada en Guatemala a 22 de Julio de 1823, y publicada en la colección de documentos del Prócer pone de manifiesto el alto concepto que él tenía del caudillo popular de Granada. Tengo el honor de ofrecer a UD., le decía, el cargo que la nación ha puesto a mi cuidado. Soy, por nombramiento de la Asamblea, uno de los miembros que componen el Supremo Poder Ejecutivo y su actual Presidente.”   “Mis ardientes deseos por el bien de la patria me inspiraron siempre el de corresponderme con los hombres beneméritos que como UD., han trabajado por libertarla. El Gobierno necesita ideas puras y francas, suministradas por los que ven y palpan de cerca las necesidades de los pueblos; y que, por otra parte, tienen bastante patriotismo para no intentar engañarlo guiados por su propio interés y ambición.”
     “Granada ha sido muchos años el lugar de mi residencia y, por tanto, sin olvidarme jamás de la buena acogida que tuve en ella, la amo y me intereso muy particularmente en su prosperidad.  Créame UD., me hallo dispuesto a hacer en beneficios suyo, cuanto dependa de mi actual influjo principalmente aquello en que pueda afianzar su libertad.” “Siento entre tanto observar la división entre las autoridades de Granada y León, y el descontento de muchos vecinos.   Conozco a algunos de ellos y sé muy bien cuales han sido sus siniestras opiniones; pero creo ha llegado el tiempo de consolidar nuestra libertad por medio de la unión, haciendo desaparecer las rivalidades de uno u otro pueblo y alzando la mano a los castigos que merecen los que han deseado la esclavitud de la Patria.   Usted sin duda, Señor General; tendrá los mismos sentimientos que yo, y podrá suministrarme ideas que conduzcan a este fin.   Suplico a UD. me las suministre como buen patriota”. 
     He referido el episodio histórico de Ordóñez y Sacasa para hacer alguna luz en lo que respecta a esos bastidores hasta hoy poco conocidos, y por la participación que en ellos tuvieron mis dos abuelos; el materno Don Juan José Guzmán como colaborador y consejero de Ordóñez contra la proclamación del Imperio, el paterno Don Francisco Gámez, como libertador del Coronel Sacasa, a quien ayudó a fugarse de la fortaleza de San Carlos, de la que fue comandante militar.
     El abuelo Guzmán, político y soñador, continuó tomando lugar en todas las convulsiones siguientes de aquel terrible periodo de revoluciones sangrientas, al lado siempre del bando que se llamaba liberal de Nicaragua, hasta que vencido en 1828, huyó para El Salvador y no regresó más.  Allá continuó agitándose en la vida pública y fue llevado, en 1842, al elevado puesto de Jefe del Estado, de donde fue botado por el General don Francisco Malespín, en 1844.  Después de esto se retiró a San Miguel a su antiguo hogar de los primeros años y allí murió tres años más tarde, lejos de su esposa y de su hija.
      Reseñada a grandes rasgos mi rama materna, pasaremos a la otra, paterna de la cual nada he referido aún.  El Capitán don Francisco Gámez era el Comandante Militar de la fortaleza de San Carlos, en la cabecera del río San Juan allá por los años de 1822 a 1823.  A él le fue remitido de Granada, como prisionero muy recomendado, el Coronel don Crisanto Sacasa, a quien Ordóñez envió preso y con grillos, después de su proclamación, como jefe superior militar.   El Capitán Gámez fue muy pobre y no tuvo nunca otra renta que su sueldo, con el cual se mantenía él en unión de su esposa doña Margarita Torres y cuatro hijos pequeños.  Sucedió para mayor abundamiento de dificultades de su hogar que en los días en que custodiaba al Coronel Sacasa, cayó enferma de gravedad doña Margarita, y temiéndose por su vida, hubo que ocurrir a Sacasa que era médico. Este no se hizo rogar mucho y con su pericia logró salvar a la enferma.  Aquel servicio médico, prestado con la mejor voluntad y sin aceptar retribución dejó comprometida para siempre la gratitud del Capitán Gámez, hombre de una hidalguía exagerada.  Bien pronto le llegó la hora de comprobarla. Estaban de Capellán de la Fortaleza de San Carlos, el Presbítero granadino don Miguel Gutiérrez, partidario acérrimo del Coronel Sacasa, con quien se puso pronto de acuerdo para hacer que se evadiese en una embarcación, contratada para ese efecto.   Se le dio parte al Capitán Gámez, y éste no tuvo valor de oponerse, limitándose a solo salvar las apariencias.   Sacasa fue a desembarcar a las playas de Rivas en su hacienda de cacao Los Palmares de donde se internó a caballo hasta Managua residencia del cura Irigoyen caudillo de aquella localidad, con el que se entendió inmediatamente para levantarse en armas e iniciar la desastrosa guerra civil del año 1824, la más cruenta y terrible que registran los anales de nuestra historia de los primeros días de la independencia nacional y la cual concluyó con el sitio y rendición de León, ocurrido unos días antes de la muerte del infatigable Sacasa.
     Ignoro si por su complicidad en la fuga del Coronel Sacasa o por otro motivo fue separado de su puesto el Capitán Gámez.  Sólo sé que se vio obligado a trasladarse a Granada y que allí fijó su residencia.   Al llegar se encontró con que el sable le estorbaba por motivo de su edad, y tuvo que resignarse a colgarlo y a buscarse la vida por otros medios que se le dificultaron más cada día.  La pobreza invadió su hogar y entonces, imitando a Job buscó preferentemente a Dios y se volvió parroquiano de la iglesia en la que rezaba con fervor por la mañana, al mediodía y por la tarde, tocando con su ascetismo exagerado las cumbres del ridículo.  Sus compañeros de rezo le tomaron el pelo inventándole que al rezar el rosario solía decir: “Dios te salve María Santísima, hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, esposa de Espíritu Santo, hermana de mi mujer, tía de mis hijos, cuñada mía, etc.”  La esposa, como se comprende pertenecía a una hermandad de la Virgen.   El anciano Don Francisco animado por su fe religiosa cada día mayor daba a Dios como a las beatas lo que el mundo despreciaba; aunque sin remuneración porque la miseria fue creciendo hasta obligar a doña Margarita, que era niña morena de pelo en pecho a hacer frente a la situación económica, (dedicándose a oficios muy humildes inclusive el de planchar ropa para poder subsistir a las necesidades del hogar).
     Dejamos a mi abuelo al que encontraremos adelante y pasemos a otros asuntos.

Capítulo III
MIS PADRES
       El primogénito de los hijos del Capitán Gámez, nació en Granada a fines del año de 1814 y se le dio en la pila bautismal el nombre de José Dolores Gámez.  Llevó este nombre femenino o más bien de gallo-gallina, porque desde su nacimiento había sido ofrecido, según las practicas piadosas de aquellos tiempos, a la Virgen de Dolores, bellísima imagen con cara y mano de alabastro, de la Merced de Granada.   Se tenía fe ciega en esa imagen que era para el pueblo granadino algo así como la MADONA para los hijos de Nápoles.    De allí también que el autor de estos “Recuerdos” cuando recién nacido fuera llevado como una ofrenda a los pies de la misma imagen y favorecido por igual motivo con su santo y femenino nombre, previa promesa hecha por mi madre de vasallaje espiritual mío y devoción constante a la que debía ser divina protectora de mi existencia en este valle de lágrimas.       El culto católico en España y en todos los pueblos americanos que le pertenecieron, es sustancialmente una grosera idolatría, la misma idea pagana de la antigüedad con distinto nombre solamente.  Se adora a las imágenes o esculturas, no por su valor representativo, cual dizque[2], sino por ellas mismas, por lo que son en sí como materia de arte u objeto de particular cariño; y es tanta mayor esa idolatría, cuanto que no obstante, de que algunas veces representan las esculturas a un mismo santo, valen en el sentido religioso más unas que otras y tienen también distinto méritos divino, según su forma, tamaño,  pulimento, pintura o cualquiera otra particularidad material. Así, por ejemplo, un Cristo negro de Esquipulas es más milagroso y merece más culto que otro que sea blanco o amarillo, aún cuando se trate de Cristos de marfil u otro; un San Antonio chico supera a otro que sea grande; y en cuanto a la Virgen de Dolores de la iglesia de la Merced de Granada, no hay para que decirlo, porque es muy sabido de todo su pueblo, supera como divinidad a las demás imágenes de la misma Virgen, que veneran en las otras iglesias de la propia ciudad.  Su clientela ha sido por tanto, muy numerosa y en ella fui inscrito desde mi nacimiento, llevando para mayor consuelo y aliento el nombre que me dieron.    Volviendo a José Dolores (primero de la serie), crecía y se desarrollaba entre las dificultades penosísimas del hogar paterno, en el que, a pesar de todo, se dispuso dedicarlo a las letras, así que hubo terminado su aprendizaje de la escuela pública, por ser el primogénito y el heredero del nombre y de las obligaciones del Capitán Gámez.  Catorce años contaba José Dolores, cuando ingresó a la escuela de gramática latina, primer peldaño obligatorio para toda carrera literaria.  Estudiaba con tesón, lleno de ilusiones y animado del deseo de levantarse en mejores condiciones; pero las circunstancias de su hogar no mejoraban y vivía preocupado, pareciéndole indigna que un joven vigoroso como él,  viviera a expensa de aquella pobre madre que con tanta dificultad ganaba el sustento diario; y fijo en esta idea, resolvió poner término  a semejante situación, saliendo de Granada a correr por el mundo o a “rodar fortuna”, como se decía en los cuentos infantiles que había leído.  Una vez resuelto, abandonó los estudios y dio aviso a sus padres de que marcharía a León a buscar trabajo honrado que le permitiese subsistir por sí y aún remesarles algo para ayudarles en sus necesidades. Vanos fueron los ruegos de aquellos padres amorosos para detener al hijo predilecto: tenía éste un temple acerado y no fue posible hacerlo desistir.
    Con un pequeño lío a la espalda, que constituía su mísero equipaje, el peregrino de la fortuna se presentó ante sus padres, les pidió su bendición que recibió arrodillado, les besó la mano abrazó efusivamente todos y enseguida, con el corazón oprimido y los ojos anegados de lágrimas, tomó precipitadamente a pie el camino para León, a Principios del año 1829. A fines de 1830 comenzó a recibir, el capitán Gámez, las primeras remesas de dinero que le enviaba su hijo.  Cortas eran, en verdad, pero para aquel anciano tenían un valor inapreciable. Cinco años después, en 1835, don Francisco Gámez bajaba a la tumba en Granada, sin haber vuelto a ver al primogénito de su hogar.   El descendiente de los orgullosos Gamas de Sevilla, moría en la mayor pobreza, tal vez hasta careciendo de un ataúd que encerrara sus despojos.   Las hadas del santísimo, a cuya congregación pertenecía debieron conducirlo al cementerio y dejarlo para siempre en la humilde fosa, que no fue señalada a su descendencia por monumento ni piedra alguna, que facilitara su reconocimiento.
          Por lo que hace a mi padre, a quien dejamos saliendo de su hogar de Granada, cuando llegó a León frisaba en los quince años de su edad; y ya pueden imaginarse los lectores, cuantos sinsabores y amarguras tuvo que superar en los primeros días aquel desheredado de la fortuna.   Por fin y al cabo de muchas vueltas y revueltas, logró colocarse después de varios meses de rodar como tipógrafo en la primera imprenta que llegó a León en 1830[1], El joven Gámez aprendió pronto aquel arte y fue uno de los primeros jefes impresores que tuvo el país. Ganaba ocho pesos mensuales, suma exigua, pero que en aquel tiempo y en sus condiciones le permitía vivir económicamente con la mitad y enviar el resto a sus padres que bien lo necesitaban. Pasaron cinco años de aquel relativo bienestar, que fue interrumpido por la noticia del fallecimiento del anciano padre en Granada; acontecimiento que lo constituía en jefe y cabeza, de la familia Gámez al joven tipógrafo y que lo obligó a pensar en la necesidad de levantarse algo más en el camino de su existencia para poder llenar mejor sus nuevos deberes de padre de familia con su madre y tres hermanos menores que residían en el hogar paterno.
     En la fecha que se verificaban los sucesos que voy refiriendo, era la ciudad de San Miguel en el estado de El Salvador el emporio del comercio Centroamericano.   A sus grandes y famosas ferias concurrían ricos comerciantes hasta del Perú y otros pueblos sudamericanos, y se hacían transacciones por sumas fabulosas.   El año que producía en abundancia  El Salvador, la grana, los artículos de lana y algodón y las demás manufacturas de Guatemala, los ganados, las bestias mulares y los quesos de Nicaragua y Honduras, el oro y la plata en barras de los minerales centroamericanos, los sombreros de jipijapa, los mantos  de burato de la China; los artículos de lujo y fantasía, las telas de uso y consumo importados de ultramar, y por último, todos los productos naturales e industriales de los pueblos inmediatos tenían por principal y preferente mercado en Centroamérica a la opulenta ciudad de San Miguel, en donde  además existían grandes depósitos de mercaderías inglesas de las que se proveía el comercio de los cinco estados hermanos.
        La ciudad de San Miguel ha decaído mucho en los tiempos modernos, en tal extremo, que en la hora presente no puede dar una idea de lo que fuera su apogeo.  San Miguel debió su fundación al adelantado don Pedro de Alvarado, conquistador de Guatemala, cuando este determinó extender sus dominios a lo largo de la costa del sur de los países ocupados por él.  Para éste efecto envió al Capitán Luís Moscoso, investido con sus poderes, quien el año de 1530 puso los fundamentos de la que llamó Villa de San Miguel de la Frontera en el centro de la provincia indígena de Chaparrastique, que se extendía desde la margen izquierda del río Lempa por el occidente, hasta confinar con el Golfo de Fonseca hacía el este y por el norte desde el territorio de las Higueras hasta el mar Pacifico.  Después, fue elevada por el gobierno colonial a la categoría de ciudad, siendo entonces capital de las extensas provincias de su nombre, que se gobernaban por un alcalde mayor dependiente al principio del Capitán General de Guatemala, y después, inmediatamente, de la Intendencia de San Salvador, en el año de 1783.   Proclamada la independencia de Centroamérica, continuó siendo capital el gran departamento de San Miguel y fue entonces cuando alcanzó mayor auge su comercio y adquirieron mayor celebridad y opulencia sus ferias.  La ciudad de San Miguel tenía un atractivo poderoso para los jóvenes aspirantes, abandonados de la fortuna, que la representaban en la imaginación, cual una ciudad encantadora de los cuentos árabes. 
      El Joven Gámez decidió probar fortuna en ella, y con el producto de las primeras economías que hizo después de la muerte de su padre, se embarcó en el Realejo en un “bongo” y se dirigió al puerto de la Unión desde donde se encaminó a San Miguel, que dista 12 leguas las cuales recorrió probablemente a pie. Existía en aquella ciudad un rico comerciante nicaragüense el señor Marenco de Granada, el más rico emprendedor del gran mercado migueleño dueño de importantes almacenes y exportador en grande escala.  Llamábanle el “Ciego Marceno” porque estaba privado de la vista, lo cual no le impedía manejar por sí mismo y con mucho acierto sus negocios mercantiles.  A su casa para la que llevaba buenas recomendaciones de León, se presentó mi padre a solicitar trabajo y tuvo la buena suerte de hallarlo.         Poco tardó el nuevo dependiente en abrirse campo en la casa donde servía: Su honradez, su actividad en despejo y, sobre todo, la pericia que muy pronto adquirió en la calificación de las calidades del añil y en la contabilidad mercantil, lo elevaron a la categoría, de comprador de la casa y agente vendedor de mercancías de la misma en los pueblos republicanos de El Salvador y Honduras, que recorría frecuentemente con una variada colección de muestras.  Su sueldo aumentó progresivamente y pudo entonces hacer mejores remesas a la anciana madre para la cual comenzó una existencia nueva, llena de reposo y comodidades, pues la vida en todo Centroamérica era tan barata que con un real diario se alimentaba holgadamente una persona.
     A San Miguel llegaron en aquellos días dos jóvenes granadinos a los que mi padre ayudó a colocarse en la casa del ciego Marceno.  Eran estos Rosario Vivas y Leandro Zelaya, (sujetos de humildísima alcurnia), que salieron a buscar en otros lugares la fortuna que lograron alcanzar más tarde, siendo después personajes de alta posición social en Nicaragua y fundadores de familia distinguidas y hoy linajudas de la ciudad de Granada.  Vivas más despejado e instruido que su compañero. (Principió como mozo de tienda y dependiente y vendedor al menudeo), mientras Zelaya, (hijo clandestino del cura Irigoyen, de Managua), se concertaba como arreador de las recuas de mulas que la casa tenía en servicio activo entre San Miguel y los Puertos de Omoa y Trujillo, por donde hacía sus importaciones y exportaciones exteriores. Las recuas salían cargadas con añiles y demás productos exportables y regresaban con los cargamentos de mercancías que a dichos puertos llegaban por las vías marítimas de Belice y Jamaica, estaciones de tránsito del comercio europeo.  Vivas y Zelaya fueron siempre leales amigos de mi padre y varias veces oí a aquellos tres viejos, tutearse y rememorar episodios de su juventud en San Miguel echando de menos las alegres impresiones de aquellos días.   Entre éstas contaban el chasco que sufrieron una vez en cierto baile de “tacón de hueso “que, en unión de otros dependientes, costearon en uno de los barrios de la ciudad, la noche del sábado en que principiaba la vacación semanal del domingo. “Tacón de hueso” equivalía en el decir jocoso a talón desnudo, pues se trataba de muchachas descalzas, de las llamadas “mengalitas” a las que se convidaba y festejaba con propósitos poco honestos.  Acostumbraban en tales bailes preparar las bebidas por medio de un colega boticario, que formaba parte de la alegre directiva, y él cual ponía opio en unas botellas y cantáridas en otras para el servicio respectivos de las viejas y las jóvenes de la concurrencia, sucediendo por descuido, en aquella vez, que las botellas se cambiaron y que las muchachas resultaron profundamente dormidas antes de medianoche mientras las viejas excitadas hasta la locura los hacían huir a todo escape.
      Mi padre en su calidad de agente comprador y expendedor de la casa Marenco, tenía caballeriza especial para el servicio de buenas bestias de sillas en la que viajaba con frecuencia unas veces a Trujillo al despacho y recibo de la carga de ultramar, y otras a  la ciudad de San Vicente, centro mayor de producción añilera  En esta población conoció a una joven llamada Enriqueta Hoyos y de sus amores con ella resultó un hijo en 1845 al que pusieron el nombre de Francisco, en reposición de su abuelo el veterano español.        No sé si por evitarse de las responsabilidades que necesariamente le traía su conducta con la señorita Hoyos, que estaba emparentada con personas pudientes o por haber ocurrido en esos días la muerte de doña Margarita Torres, Don José Dolores Gámez se trasladó a Granada, poseedor de un capital modesto producto de sus economías y también de pequeñas transacciones mercantiles que hacía por su cuenta y con permiso de la casa Marenco.  Ignoro los detalles concernientes al regreso de mi padre al seno de su antiguo hogar, en el que solamente existían sus hermanos Juan José y Nicanor y la que seguía a estos en edad, llamada María Luciana, a quienes quería entrañablemente. 
     Algunos días después se viajaban todos a El Salvador, radicándose la familia en San Vicente con preferencia a San Miguel cuyo mortífero clima gozaba entonces de temible reputación. A fines de 1845 supongo que a raíz del suceso de la señorita Hoyos, apareció mi padre en la sierra de Managua ensayando un cultivo de café en su finca, según me han dicho, es la misma que hoy se conoce con el nombre de Alemania la cual fue ampliada y enriquecida con buenos edificios, en años posteriores por la casa alemana Eizenstuck,  el padre Zelaya y don José Dolores Gámez fueron los primeros plantadores en haciendas, del precioso grano en Nicaragua. Mi padre regresó nuevamente a El Salvador, dejando encomendada su finca a no sé qué persona, y en San Vicente continuó negociando como comprador y clasificador de tintas de añil por cuenta propia y también por comisión de comercio de San Miguel.  Sus Negocios marchaban muy bien; pero tuvo que volver a Nicaragua a mediado del año de 1850 y llegó hasta Granada en donde ya se le conocía ventajosamente de nombre y donde también produjo impresión favorable por su buena presencia, su trato afable y su vestir elegante. Hubo un baile de alta sociedad al cual fue invitado, y allí conoció a mi madre, de la que se enamoró perdidamente. 
      La señora Leonor Guzmán había nacido en Granada en 1827, un año antes de que su padre, el licenciado Guzmán, hubiera regresado a El Salvador.   Su madre María Reyes, mujer de talento y de alguna ilustración se dedicó a educarla con todo esmero.  Aquella niña, por otra parte, constituía en único amor en su vida, pues de su esposo don Juan José Guzmán, no quería ni recuerdos, sabiendo, como sabía que estaba en concubinato en San Miguel con una barragana llamada Tula Méndez.   Hay que decir en honor a la verdad, que el licenciado Guzmán llamó repetidas veces a su esposa para que fuese a reunírsele; pero ella se negó siempre a complacerlo, enviándole repuestas categóricas que no dejaban lugar a dudas.  Creía doña María, y estaba resignada, de que se cumplían las maldiciones de la iglesia por su matrimonio clandestino y, que por lo mismo, ya no podría renacer jamás la felicidad perdida en aquel hogar “salado”.   No era posible, pues ni pensar siquiera en el amado de su corazón y, conforme con su mala suerte, vivía solamente para su hija dechada de perfecciones, con la que logró identificarse tanto, por el cariño que no podía separarla de su lado.  Conocida por Don Juan José Guzmán la firme resolución de su esposa, le señaló una pensión alimenticia que tampoco le fue aceptada.  Asignásele entonces, a su hija y aún cuando no fue rechazada, exigió doña María que le fuese enviada a uno de sus hermanos para que la recibiera como intermediario. 
     Mientras tanto, crecía la niña y toda la familia tomaba empeño en que su educación fuese lo mejor posible, a fin de cuando la viese su padre se sintiese envanecido con tener tal hija.  Doña María persona entendida en toda clase de labores de mano, en escritura y en conocimientos de historia y religión, fue la primera y más constante maestra de su hija; pero cuando más tarde necesitó de mayor aprendizaje, pudo conseguirle para profesor a don Alejandro Carrascosa, hijo del ex fiscal español de la antigua provincia, y persona de variada instrucción que enseñó a su joven discípula a hablar bien el idioma francés, a escribir con corrección gramatical en español, proporcionándole, además, nociones de historia, geografía y dibujo. Pudo así mi madre adquirir un caudal de ilustración superior, enteramente desconocido de la antigua mujer nicaragüense y aún de muchos hombres titulados de aquel tiempo de oscuridad en que se consideraba perjudicial para la mujer hasta el enseñarle a escribir. Madrina de pila de mi madre fue doña Carmen Chamorro, respetable dama que se hallaba al frente de la familia del mismo apellido y que fue muy apreciada por la sociedad granadina.   Profesaba particular cariño a su ahijada y la instruía y aconsejaba con solicitud de madre, haciéndola pasar frecuentes temporadas en su casa, en la cual vivía don Pedro Joaquín Chamorro su hermano entonces muy joven que acompañaba a mi madre en todas las ocasiones en que iba y venía de un hogar a otro, y ese trato constante resultó que el amor hiciese de las suyas, convirtiéndolos en novios con agrado de ambas familias.
        Corrían tranquilos y felices los días de la existencia para la joven Guzmán, cuando ocurrió en su hogar un curioso caso de telepatía, que la conturbó y entristeció por mucho tiempo.  Soñó, en la madrugad del 19 de octubre de 1847 que se hallaba en presencia de un cadáver, que se velaba entre cuatro cirios encendidos.  Algo le decía en el sueño que aquel cadáver era su padre, no obstante, no encontraba parecido con un retrato al óleo que de él conservaba, pues no lo conocía personalmente, y en el cual se destacaba la joven y arrogante figura del licenciado Guzmán, adornada la cara con dos grandes y espesas patillas negras, que faltaban al rostro demacrado del cadáver que contemplaba con corazón oprimido.  Se despertó sobresaltada y anegada en llanto, en momentos en que una luz que parecía animada, corría cual un bólido por sobre las paredes del extenso y oscuro dormitorio, deteniéndose momentáneamente con titilaciones, cada vez que pasaba frente del lecho de doña María, como queriendo llamar la atención. La hija se trasladó violentamente a la cama de su madre, quien la encontró fría y muda de estupor, la estrechó en sus brazos y le dijo con voz doliente y sollozante: “Mi padre ha muerto; acabo de verlo velándose con un vestido de tela amarillenta y con la cara demacrada y sin barbas, pareciéndose a un anciano”.  Doña María hizo esfuerzo sobre sí misma y simulando una tranquilidad de la cual se hallaba distante, trató de calmarla, haciéndole presente con voz reposada, que aquello no era más que un simple sueño sin valor efectivo y que, aún cuando quisiera concederle alguno, el cadáver que había visto no podía ser el de su padre, porque éste tenía pasión y vanidad por sus patillas, de la que jamás se había despojado, y en cuanto a la luz que habían visto ambas y que había desaparecido ya, debía ser efecto  de los faroles encendidos que acostumbraban llevar los destazadores que pasaban todas las madrugadas para el rastro.  La hija le objetaba que las patillas pudieron ser quitadas a su padre después de muerto y que la luz no podía ser producida por el alumbrado de la calle, porque no se agitaba sobre la pared que daba frente a ésta, sino en rededor del salón del dormitorio, deteniéndose y titilando precisamente sobre la pared opuesta, que daba espaldas a la calle. Pasaron así, en aquellas pláticas las horas restantes de la madrugada, y al amanecer tomó doña María la pluma y consignó por escrito la fecha de aquel extraordinario suceso y todos los detalles del sueño de su hija
     No habían, en 1847, telégrafos, ni vapores, ni ferrocarriles, ni siguiera líneas de diligencias y las comunicaciones postales de Centroamérica se hacían como en la época del coloniaje español, por un correo a pie, que llegaba cada mes, recorriendo el trayecto de Guatemala a Granada y tocando diferentes poblaciones de importancia del tránsito hasta esta última, desde donde regresaba, llevando las cartas, porque no se había inventado aún las estampillas postales, una marquilla, cuadriculada en negro con una inscripción en el centro que indicaba el lugar de franqueo aunque sin expresar su valor que era el de dos reales de plata (25 centavos).  Llegó a Granada al inmediato correo mensual de los estados vecinos, llevando de San Miguel una carta en la que le participaba a doña María el fallecimiento de su esposo, ocurrido en la noche del 19 de Octubre de 1847. Única y Universal heredera suya fue su hija Leonor, siendo la testamentaría bastante, llamadas “Corlantique” y “Condadillo”, era una extensa casa en la ciudad de San Miguel y en algunos otros valores efectivos y créditos a cobrar. La viuda envió a un abogado que fuese con plenos poderes a recibir la herencia, que se calculaba en cien mil pesos; pero de éstos sólo entregaron tres mil pesos, única suma que llegó a sus manos o que tuvo a bien darle el representante a quien se hizo la entrega, después que realizó todo, hasta las propiedades raíces sin tener facultades para ello.   El abogado llevó también encargo de averiguar todo lo concerniente a la muerte del licenciado Guzmán y los detalles de cómo había sido expuesto el cadáver antes de su enterramiento.  Sus informes coincidieron con el sueño de mi madre, agregando que se buscó a un barbero para que le arreglase la barba y que éste lo hizo sin dejarle las patillas ni pelo alguno en la cara. 
       Los amores de mi madre con el Señor Chamorro se formalizaron con el tiempo y el matrimonio fue concertado para verificarlos en uno de los meses del año 1849.  Era el novio un hombre hermoso físicamente considerado; de elevada estatura, fisonomía simpática, ojos zarcos y tez blanca, ligeramente rosada recordaba el esbelto tipo de los antiguos castellanos de raza pura; aunque visto por el lado de su inteligencia, dejaba mucho que desear sin que pudiese disimularlo con el brillo de una ilustración de la cual también carecía.  Dedicado a la administración de las propiedades rurales que constituía el patrimonio de su familia, su roce constante con los jornaleros le habían quitado la corrección a su lenguaje en tal extremo que era frecuente oírle decir “naide” por nadie, “ayó por mí, “punche” por ponche, y otros barbarismos por el estilo, que formaban notable contraste con su porte aseñorado y su buena presencia.  Eso, no obstante, no influía en nada para disminuir el gran aprecio que mi madre hacia él, y poco faltaba ya para que se cumpliera el plazo señalado, cuando el novio cometió la calaverada de raptar en Nandaime a una joven de apellido Guadamuz.   Al saberlo mi madre se llenó de indignación y rompió su compromiso con el señor Chamorro, sin que valiesen los ruegos del interesado, ni los empeños de los parientes y amigos para hacerla desistir.  Su resolución fue inquebrantable y la mantuvo con energía, llorando en silencio con amargura la muerte de sus mejores ilusiones y de aquel primer amor que siempre deploró. 
       Algunos meses después de aquel incidente llegó a Granda mi padre y se enamoró perdidamente de mi madre.  Esta no fue indiferente a sus amorosos requerimientos, y despechada como se hallaba, convino muy gustosa en un matrimonio para dentro de breve plazo, a despecho de la oposición de doña María y de toda la familia empeñada en reconciliarla con Chamorro.   En la madrugada del 19 de octubre de 1850 se celebró en la iglesia de la Merced, de Granada, ante el altar de la famosa Virgen de  Dolores, de la devoción de la familia, un triste y silencioso desposorio, sin más concurrencia que la del párroco y testigos probablemente también con la de algunos devotos, llegados por casualidad, que bendijo el presbítero Don Miguel Gutiérrez conductor de la parroquia , el mismo que estando de capellán en  la iglesia de San Carlos en 1824  facilitó la fuga al coronel Sacasa.  Aquel desposorio, celebrado justamente en el tercer aniversario de la muerte del licenciado Guzmán, era el de mis padres. 
       El 12 de Julio de 1851, a las 12 en punto de la noche, dio a luz doña Leonor Guzmán el primer fruto de su matrimonio, el que con su padre llevó el mismo nombre del autor de sus días, siendo sus padrinos en la pila del bautismo, el bachiller Don Nicanor Gámez, hermano menor de don José Dolores, y doña María de Jesús Reyes, entonces reconciliada con su hija y contentísima de ser abuela.  El segundo fruto del mismo matrimonio vino al mundo un año después, se llamó Lisandro y murió de un año de edad.


[1] Hasta en resolución del 14 de enero de 1830- dice el Sr. Pérez- se facultó al gobierno para contratar, con el cónsul don Pedro Miranda una imprenta, afianzando el valor de mil pesos que el Estado había pedido en préstamo a la compañía de Aycinena en Guatemala.

Capítulo IV
El tiempo nuevo

       Después de proclamada la Independencia Centroamericana de la metrópoli española cayeron nuestros pueblos en un período de anarquía sangrienta, cegados por efecto de la transición brusca de un régimen opresor a otro de vida democrática en su más libre forma que se prolongó hasta por los años de 1848 a 1849, en que hubo un ligero paréntesis de paz.  En el entretanto la sociedad nicaragüense permaneció estacionaria y con los usos y costumbres de la vida colonial.
 
         Las ciudades, aun las principales como León y Granada conservaban su aspecto de villorrios de la edad patriarcal y ese tinte medieval de la conquista española.  Sus grandes edificios consistían en los templos y conventos que se hallaban bien provistos en ambas poblaciones, aunque sin frailes los últimos en virtud de lo dispuesto por las leyes federales que prohibían en absoluto la existencia de las comunidades religiosas en el territorio nacional.  Dichos templos y conventos eran edificaciones relativamente enormes con altas paredes de calicanto, monumentales frontispicios que remataban con perillas, algunas de éstas en forma de cántaro embrocado y sin gusto artístico, sin sujeción de determinado estilo de arquitectura.   Los demás edificios públicos, así como los privados, guardaban tal uniformidad en sus formas y estructuras, que conocido uno de ellos, podía decirse que estaban ya conocidos también los otros.
      Por los años de 1850, fecha donde arrancan estas Memorias por haber sido aquella en que los autores de mis días se unieron con estrecho lazo para formar mi hogar, las ciudades precitadas de León y Granada daban la más alta nota social de cultura en el entonces Estado de Nicaragua, sin que por ello formasen un todo homogéneo, sino dos cabezas rivales, con pretensiones cada una al dominio exclusivo del país que, dividido en dos grandes porciones llamadas de Oriente y Occidente por su posición astronómica.  Vivían constantemente a la greña, rebosando de rencor y saña y recordando con sus odios a los güelfos y gibelinos de la antigua Italia.
           Mis recuerdos primeros son los de Granada, que me sirvió de cuna y en donde recibí mi educación y tuve las impresiones de la infancia.  El centro de la ciudad estaba formado por grandes casas en forma de cuadrilongos, con gruesas paredes de adobes y cubiertas por tejas acanaladas de barro cocido.  Mr. Paul Levy que escribió en 1873, cuando la edificación primitiva no había variado aún, dice lo siguiente: “la cumbrera descansa sobre las paredes de las extremidades, y como las paredes divisorias no llegan a mucha altura se acaban de sostener por medio de jambas y puntales; una solera espesa y ancha corona las paredes.  Sobre la cumbrera y la solera se colocan fuertes cabríos (alfajillas), separados por media vara o más de intervalo, y mantenidos por ensambladuras.  Sobre los cabríos se pone paralelamente a la cumbrera una cubierta de grandes cañas muy juntas, y amarradas de dos en dos, con un bejuco fino, a otra caña colocada debajo y paralela a los cabríos; no hay riostra ni carriola alguna, estando mantenido el empuje de las paredes solamente por tirantes macizos, ensamblados con la solera en cada extremidad.   Sobre las cañas se ponen las tejas.  “Las aperturas de las puertas y ventanas son anchas como conviene en un país caliente; no son más que vanos, encima de las cuales se coloca un atravesado espeso de madera, que sostiene la pared de arriba y se llama en el país “umbral”. Nunca las ventanas están guarnecidas con vidrieras...y por fuera están siempre cerradas con una reja de hierro que avanza a veces en forma de balcón”. Estas casas eran por supuesto, las más lujosas y arrancaban del tiempo de la colonia, pudiéndose ver todavía algunas en León y otros pueblos centroamericanos y con más especialidad en Cartagena de Indias donde existen aún sin modificaciones.
       Los tirantes y soleras de las casas principales de Granada tenían doce pulgadas españolas en cuadro y los cuartones o alfajillas cuatro pulgadas en cuadro, todo de madera de color real que se conservaba durante siglos.   Las paredes de estas casas se enchapaban con una mezcla de arena de la playa y tierra suelta que se alisaba a punta de cuchara, y una vez seca se blanqueaba con una lechada de cal que se le aplicaba dos veces con una brocha gruesa.  Las puertas eran numerosas y para la mayor ventilación se mantenían abiertas, así como las ventanas que eran otras tantas puertas por lo regular a tres pies de altura del piso interior resguardadas con rejas de madera, torneada y rara vez con varillas de hierro.   Las ventanas de mejor gusto y más lujosas eran las voladas o semicirculares que salían de la pared de la calle sobre lo que debía ser acera, porque no siempre existían éstas y como con tres cuartas de vuelo en la parte más ancha de su curva, descansando sobre una base exterior de calicanto que tenía la forma de una copa dividida perpendicularmente, por la parte de afuera, y la de dos poyos en su interior que servían de asientos.  En algunas casas existían antiguas aceras elevadas y estrechas, abrigadas por el alero, que descansaba en caños de madera, que salían de las paredes, luciendo esculturas en sus extremidades.  El piso de las habitaciones se elevaba con terraplenes sobre el nivel de la calle, muchas veces a seis y más pies y se subía por gradas hechas en la acera, sin duda para prevenir una inundación de las fuertes corrientes que se desprendían de las faldas montañosas al sur de la ciudad y que los españoles desviaban por medio de cauces profundos, que existen hasta el día con el nombre de “arroyos”. Cada gotera o corriente del techo, como en el día aún caía aisladamente sobre la vía pública, sin que hubiese canales ni tubos para conducir el agua y saliendo la que caía en los patios por albañales que la llevaban a la calle.  Los edificios de que vengo hablando se dividían en piezas o salones que medían de 8 a 10 y media más varas castellanas de longitud por siete de ancho, y los cuales servían para salas y dormitorios, protegido por los corredores que corrían a lo largo de las paredes y su rededor, formando el cuadro del primer patio al estilo andaluz.  Los salones; cuando eran muy extensos, que solían ser lo más frecuentes, se dividían con tabiques de madera que subían hasta el tirante del marco, bien cepillados y cubiertos sus juntares con reglas molduradas, las cuales también se pintaban con cal disuelta o mezclada con agua mucilaginosa.  En las salas de recibo era de rigor una repisa de madera a ocho pies de elevación, poco más o menos, algunas veces doradas o pintada al óleo en la que se colocaban las imágenes de los santos o esculturas de la devoción de las familias, y aún cuadros de los mismos santos estampados en colores previamente bendecidos por un cura que sólo dispensaba ese favor a las imágenes de madera y a las estampas y pinturas en colores.
         Me figuro que, como Nicaragua era país de paludismo y anemia los curas debían alejar toda idea de contagio en las divinidades celestes, y de allí la exigencia de representarlas bien coloradas, aunque no tanto como el diablo, la suprema divinidad infernal, al que pintaban siempre en cueros, con cuernos y cola de torete, alas de murciélago, nariz de judío, boca prominente y que dejaba al descubierto formidables colmillos, cascos de burro por pies, garras por manos y más rojo que un camarón cocido. También los adornaban con barbas y muslos de macho de cabrío, los cuales le daba aspecto más horrible y eficaz para producir pánico en los fieles devotos, especialmente entre los niños y las mujeres; y formaba contraste con la imagen del Niño Dios de la Gloria, modelada por la del bello y mitológico Cupido, aunque sin alas, ni llevando arco ni flechas, pero si, haciendo como él, ostentación de desnudez, hasta en sus detalles viriles, pintado por lo regular con un colorcito de fresa medio madura que le daba más belleza objetiva.
       Había en las buenas casas puertas de lujo formadas con tableros y esculpidos caprichosamente.   En la obra “Nicaragua” de Mr. Squier, escrita en 1849 se reproduce en lámina especial la copia de una hoja de puerta esculpida en una casa de Granada, que representa a un caballero español, acaso un conquistador, montado en su bridón de campaña y con una espada corta en la mano, tal cual como las de un caballero de espadas del naipe francés.  También las había de tablas lisas de cedro, con vistosos clavos de cabeza circular, de una pulgada de diámetro colocadas en líneas simétricas y a distancias unas de otros. Estas puertas, de las que no hay actualmente, tenían en su parte superior una ventanilla con reja de varillas de hierro, que se abría por la noche para la ventilación de las habitaciones cuando no había enfermos en éstas, porque entonces se tapaban hasta las hendiduras por temor al tétanos que creían llegaba a acometer con las corrientes del aire.
       Los piso de las habitaciones y corredores se pavimentaban con ladrillos de barro cocido, sin que los cubriera alfombra ni estera alguna; y cuando había en las salas cielos rasos, que era gran lujo, revestían las mismas formas que los tabiques, pues se hacían con tabiques anchos clavados a los tirantes del marco del artesón, se cubrían las junturas con reglas molduradas y se pintaban con cal, salvo los cielos de las iglesias y de los grandes edificios eclesiásticos, que ostentaban pinturas de aceite y dorados.  En las alcobas no había tocadores, ni espejos.  Verse con frecuencia en éstos constituía un pecado de vanidad, y se hacía por la noche, la cosa tenía, además, sus bemoles, pues se corría el riesgo de encontrarse “vis a vis” con el diablo, mondando los dientes a espaldas del mirón, lo cual no era una broma, porque aquello se creía como si fuese un artículo de fe católica.
     El mobiliario de un dormitorio decente se componía de uno que otro armario barnizado a brocha o simplemente lustrado con una resina vegetal que llegaba de Segovia y llamaban “ago”, de algunas alacenas incrustadas en las paredes con puertas rústicas de madera y un cerrojo de hierro, varios baúles en sus banquillas respectivas  o en una banca común y algunas camas, haciendo juego todo esto con una hamaca, mueble que se colocaba  a la vez en todas las habitaciones sin exceptuar la sala de recibo, en donde se ofrecía a las visitas  como asiento de honor.  Las camas se componían invariablemente de un cuero crudo, extendido por su revés y clavado sobre un marco cuadrilateral de madera, que descansaba sobre cuatro pies elevados, a los que correspondía un pilarete, sosteniendo un toldo de cortinas, por lo general de tela rameada de color, que envolvían la cama entera, cruzándose por el frente y haciendo veces de mosquitero. Este toldo conocido con el nombre de pabellón, no era solamente un artículo de lujo sino también de necesidad, pues daba protección contra los alacranes, escolopendras, salamanquesas, culebras y otras sabandijas que andaban en las cañas del techo y que, en sus movimientos nocturnos, solían caer sobre las camas de los dormitorios.  Las cortinas delanteras de los pabellones se abrían durante el día, suspendidas por garabatos de plata, que sujetos por anchas cintas de seda con grandes lazos en las extremidades, pendía del extremo superior del pilarete respectivo.  La cuestión del cuero crudo de res para forro de la cama, era más bien una preocupación legada por la sociedad colonial, basada en consideraciones de higiene y en lo agradable que resultaba la temperatura siempre fresca del forro de piel hasta en las estaciones de mayor calor, temperatura que solía atenuarse con el uso de vaquetas (piel curtidas), petates (esteras) o mantas dobles para cubierta de forro.  El catre de tijeras, o cama con forro de lona, empezó a usarse en Nicaragua, después del año 1851 importado por los pasajeros americanos que pasaban en tránsito de Nueva York a San Francisco y viceversa.
     Completaban el ajuar de un “aposento” nombre del dormitorio, un porrón de barro lleno de agua colocado en un plato sobre una mesa que servía de peinador y de escritorio a la vez tapado con su respectivo “guacal labrado” (media calabaza esculpida) que hacía de único vaso para la bebida; uno o varios bacines primitivos de madera sin pintar o de arcilla coloradas , tapados con “guacales lisos “ o de orinar, (porque las bacinillas de china eran muy raras y más aún las de plata, que sólo se usaban para ser vistas, por los prelados y altos funcionarios coloniales que ya no alcancé yo a ver); sin que hubiese tocadores ni lavatorios, por ser desconocidos los unos y usarse los otros solamente en los corredores en número de uno para toda la familia.   El tocado de las personas del bello sexo se reducía por lo general a lavarse la cara y los brazos con agua fresca sin jabón y a peinarse con tuétanos de res cocidos y blanqueados al sol y al sereno, haciéndose con el cabello dos trenzas que caían sobre las espaldas o que llevaban recogidas sobre la nuca y adornadas con vistosas flores naturales.
       Como dije antes, las casas principales tenían corredores espaciosos en su interior y alrededor de los patios.  En un tramo de ellos se improvisaba el comedor sin paredes ni telones, poniéndose una mesa con dos bancas laterales que servían para sentarse y un sillón rústico con brazos y forrados de cuero destinado para el jefe de la familia.  La mesa se cubría para el servicio diario con un mantel blanco de algodón, que se cambiaba en los días de gala con otro bordado con hilos de colores, fabricado en los telares del país.  No se usaban flores ni adornos para el comedor, ni tampoco se hacía uso de cubiertos, por ser poco conocidos antes de la fecha del tránsito americano por nuestro suelo, sino de una cuchara, aunque generalmente se comía con el auxilio de los dedos y se servían las viandas en las cazuelas, tiznadas aún de hollín que llevaban de la cocina, en lugar de fuentes de china para que conservaran el calor. En algunas casas se conservaban restos de vajillas de plata abolenga importada de España en el período colonial consistente en platos, pocillos, cucharas, saleros, salvillas etc., toscamente fabricados al martillo y los cuales se sacaban a relucir, bien limpios con arenilla, sal y ácido de limón en los grandes días de fiesta para los hogares.
       Los manjares que ordinariamente se tomaban en Granada en la época de mi niñez, eran casi los mismos que se tomaban en las demás ciudades de la antigua provincia y entonces República de Nicaragua.  El almuerzo se servía de ocho a nueve de la mañana y se componía de huevos, frijoles, hilachas de carne fritas y sazonadas con tomates, algunas veces arroz y chocolate sin leche, que se tomaba a sorbos con cada bocado de la comida que se llevaba a la boca; la comida se tomaba entre dos y tres de la tarde y constaba de sancocho, o sea olla de carne cocida con verduras, arroz frito colorado con achiote, algunas veces carne asada, un pocillo de caldo y un postre cualquiera , seguido de un vaso de agua  que se tomaba siempre al fin, haciendo enjuagatorios antes de levantarse de la mesa. Después de esos dos tiempos venían otros adicionales: el de la siesta, entre 4 y 5 de la tarde, consistente en una jícara de “tibio” (chocolate sin dulce mezclado con pinole de maíz)  que se tomaba en cualquier lugar donde uno estuviese, es decir fuera de comedor con plátano maduro horneado y queso o cuajada o bien solamente con marquesote vidriado, hojaldra o cualquiera otra cosa de la repostería nacional; consistiendo la cena después del toque de oraciones  (las 6 y media de la tarde) en una jícara de chocolate dulce (tibio endulzado con una tortilla de maíz y un trozo de queso , o bien con una “revuelta”( tortilla de maíz amasada con queso molido) o con una “rellena” (tortilla de maíz rellena de queso molido y tostada después al fuego) y no faltaban personas viejas que en lugar de todo eso, prefiriesen un “pan blanco” (pan de harina y huevo sin dulce), revolcado en aceite de olivos y sazonados con sal.
     Tales eran las comidas más usadas, pero se variaban o intercalaban con otras que no eran de todos los días, tales como el “agiaco”, el “pobre”, los nacatamales, el mondongo en puchero , los jocotes machacados fritos y endulzados el ”picadillo”, llamado también “macho lerdo” o “indio cansado” en otras poblaciones vecinas, los  guisos de vegetales con masa de maíz y huevos, los chorizos fritos o revueltos con huevos,  los chicharrones (plato favorito del bajo pueblo), el arroz con “chancho” (puerco) o con pollo, las sopas de frijoles, de albóndigas, de rosquillas de masa y queso (plato de cuaresma), las costillas de puerco fritas con plátano maduro, los pescados, cangrejos, y tortugas del lago, las iguanas de la costa, guisada con pinole blanco, la carne de venado asada al asador, los patos, piches y sarcetas (aves del pantano llamado Charco de Tisma),  las cecinas de res (carne gorda secada al sol y salada) que se cocía al vapor con plátanos, y otras viandas enteramente regionales que conserva hasta la fecha la cocina nicaragüense. El contacto de numerosos inmigrantes americanos, que pasaban periódicamente por nuestro istmo, introdujo modificaciones en las comidas.   En 1873, escribía Mr. Paul Levy, residente en Granada, lo siguiente:
       “Los caracteres generales de la alimentación nicaragüense, son: La sobriedad y la uniformidad; la cocina tiene por base universal la manteca de cerdo, y, en fin, salvo la gente más pobre, se come generalmente sentado a una mesa cubierta de un mantel, pero el uso de la servilleta es muy poco conocido. Hay algunas irregularidades en el uso de la cuchara, el tenedor y el cuchillo; sin embargo, sólo la gente muy común come con las manos.  Un gran número de personas ha aprendido de los americanos del Norte la costumbre de llevar los alimentos a la boca con la punta del cuchillo.  Muchos comen sin beber y sólo después de comida beben agua; otros beben chocolate o café.  “Los tiempos por lo regular están distribuidos como sigue; de mañana el café o el chocolate; a las nueve el almuerzo; a las tres o las cuatro la comida, y a las siete o las ocho la cena.  Por café se entiende siempre café con leche, por chocolate se entiende siempre una mezcla en proporciones variables de cacao y maíz tostados.  El cacao sin maíz se llama “puro” el almuerzo comprende casi inevitablemente, huevos, carne asada, frijoles y queso que se acompañan con café o chocolate.  Cualesquiera que sean los platos que se le añadan, el almuerzo comprende siempre los que acabamos de mencionar, que son, por decirlo así, fundamentales.   La comida comprende: una sopa con arroz y carne cocida que ha servido para hacer el caldo acompañada de las hortalizas del momento; después un plato de carne compuesta o pescado o ave; una legumbre de las que se han podido hallar y los postres.  El arroz aparece tan obligatorio en la comida como los frijoles lo son en el almuerzo.
       En la comida no se bebe más que agua, y esto casi siempre al levantarse de la mesa.  “Entre el almuerzo y la comida y por consecuencia en el mayor calor del día casi todo el mundo toma una bebida refrescante cualquiera o come algunas frutas, se llama eso el “fresco”. La cena es muy frugal, se acompaña de un chocolate o de un “tiste”.  “El tiste” que pudiera llamarse la bebida nacional de Nicaragua, es una mezcla de cacao y maíz, tostada y molida y después batida en agua fría, con azúcar por medio de un molinillo.  El cacao y el maíz se venden preparados de antemano, en pequeños cilindros llamados “panecillos”. “El pan de trigo se hace con harina importada y cuesta demasiado cara para que su uso sea bien general.   Además, la rutina hará siempre que muchas personas prefieran la tortilla de maíz, y aún no se puede negar que muchos serían incapaces de comer sin ella.   Para preparar la tortilla se hace hervir el maíz con ceniza o cal para ablandar la materia “cornea”, y después se muele a la mano y lo más fino que se puede, sobre una piedra grande y plana.   Una vez que la masa se separa en pequeñas bolas por la mujer encargado de esta fabricación, aplasta entre sus manos, bordándolas cuidadosamente con los dedos, hasta formar un disco delgado que se expone a un fuego claro sobre una placa de barro llamada “comal”, donde se cuece en algunos minutos.
       “En varios puntos el pan de trigo está siempre azucarado y considerado como pastelería; se llama entonces pan dulce y se toma con el café o el chocolate.  El pan propiamente dicho, lleva el nombre extraño de “pan francés”, sólo se hacen panes pequeños, en forma de bollos puntiagudos de ambas extremidades. La tortilla no deja en muchos lugares de ser considerada como un objeto de lujo y es reemplazada por el verde o plátano verde cocido”. Las anteriores noticias de Mr. Levy son rigurosamente exactas, pero concretadas a Granada, que iba a la vanguardia del adelanto social en aquella fecha.  En León según me refería en la misma fecha el joven Horacio Guzmán, que vivió en casa de don Juan Bautista Sacasa, reputado entre los primeros de la alta sociedad leonesa, la comida se servía amontonándole porciones de las diferentes viandas a cada persona sobre la tortilla de maíz, como de una cuarta de diámetro que se utilizaba también para plato. Hay sin embargo, en el relato de Mr. Levy dos ligeras equivocaciones: la primera es llamar “tiste” y bebida nacional de Nicaragua a la mezcla de cacao y maíz tostados y molidos y después batidos en agua azucarada, porque esa bebida la más usada en Granada, lleva el nombre de “tiste de panecillo”, cuando se le pone “panecillo” triturado y el de “tiste de pinolillo” o simplemente pinolillo cuando se hace con harina o pinole de maíz tostado molido y mezclado con cacao crudo, humedecidos con agua, la cual se bate con azúcar como los otros tistes y forma espuma.  Se conoce también en Granada otra bebida de la familia de los tistes, muy colorada con “achiote”, compuesta como el pinolillo, pero tan finamente molido como la harina de trigo y hecha además con maíz morado muy suave y farináceo, que lo distingue con el nombre de “pujagua” llevando por nombre dicha bebida el de “tata-pinol”.  La segunda equivocación, es decir que en Granada llamaban puro al chocolate de cacao sin mezcla; la llamaban y lo llaman aún “chocolate puro”, para distinguirlo del otro mezclado.   Puro simplemente sin otro agregado, quiere decir en toda la América española cigarro de hoja de tabaco.
       Continuando con la descripción de las casas llamadas del centro, tenían éstas por lo regular, dos patios, enclaustrado el uno y el otro cercado con tapias de adobes.  En un extremo esquinero de este último, había siempre un rincón cubierto con un pequeño cercado de tablas o de cualquier otro material que ocultase a la vista el encierro, del cual se servían para usos personales muy privados y cuyo aseo dejaban a los cerdos y aves de corral que tenían adrede.  Los retretes no se usaban, salvo raras excepciones. Los guacamayos, llamados “lapas”, los loros y las aves canoras, ocupaban el lugar bajo los corredores del primer patio, en que existía el jardín sembrado de flores vistosas; pero sin que por eso faltasen los jazmines, los nardos a los que daban el nombre de lirios, las rosas, las mosquetas y las azucenas que eran de rigor.  Los cerdos, los perros, los gatos, la cabra de leche, las aves de corral y el caballo de silla, cuando lo había, permanecían en el segundo patio o “trascorral”, en que estaba también el pozo con su pileta respectiva.
         No había cañerías, ni carros vendedores de agua; ésta se extraía de algunos pozos que resultaban dulce (potables), o se llevaba del lago en cántaros de barro que cargaban las sirvientas sobre su cabeza y los mozos sobre el hombro; pero en la estación lluviosa se recogían las aguas pluviales en grandes cántaros que llamaban tinajones, en botijas, en damajuanas o garrafones, en cajones o en pilas de piedra, según la comodidad de cada uno de los que lo hacían.  El agua del lago además se enferma periódicamente, no recuerdo en que mes, cubriéndose de una capa de materia vegetal verde y roja que parece ser una especie de hez pulverizada de la misma materia, aunque otros la suponen descomposición del agua; pero sea lo que fuere, en esos días no puede tomarse de esa agua, y era entonces cuando se concurría a los depósitos de agua de lluvia y a los pozos de agua dulce que eran poquísimos.
         El baño lo tomaban las señoras en un cuarto o pieza cualquiera de la casa, colocándose sobre una batea circular de madera y echándose el agua de un balde por medio de un “guacal” ordinario que llamaban “guacal de mandar” para distinguirlo de los otros.  También solían tomarlo en el lago una que otra vez, yendo por la madrugada en grupo.   En cuanto a los hombres, montaban entre seis y siete de la mañana, bajaban a la playa y se desvestían a la sombra de grandes árboles de espino negro y de elequeme, que quedaban al frente del desagüe del riachuelo de “Sacuanatoya” en el bajadero de la calle real, que llamaban entonces de la Loma del Mico, pasando enseguida a meterse al lago completamente desnudos y llevando del diestro su caballo que bañaban también con amoroso cuidado.  Los hombres solían peinarse con algún aceite perfumado con rosa, bergamota o canela, afeitarse la barba cada domingo y cortarse el pelo cada tres semanas; pero todo eso, así como el baño, si no había catarro, porque con éste ni cortarse las uñas era permitido.   Cuando alguno excepcionalmente aseado quería lavarse estando acatarrado, era llamado al orden con aquello: “vale más tierra en cuerpo que cuerpo en tierra”, que era como una especie de regla para bien vivir.

CAPÍTULO V
Continuación del tiempo viejo

       Volviendo a las casas principales de Granada, éstas terminan  su salas de recibo, tales  como dije en el capítulo anterior; pero fueron así antes de la fecha en que comenzó el tránsito interoceánico por Nicaragua pues las posteriores que alcancé yo, no tenían ya la tradicional repisa de santos, que pude conocer todavía en Masaya y en otras poblaciones de segundo orden, aunque las de Granada se mantuvieron siempre con sus antiguas paredes lisas y blancas de cal desde arriba hasta abajo, sin cielo raso y con sus muebles rústicos de antaño, que consistían en numerosos  “taburetes” (sillas cuadradas, sin brazos y con forro de suela), colocados a lo largo de las paredes, uno o dos  “butacas” de las señoras (banquillas forradas con tafilete rojo), una mesa cuadrada en el extremo, o bien redonda en el centro, una guarda brisa sobre ésta, un espejo mediano colgado de la pared transversal, dos o cuatro estampas encuadradas, por lo regular de santos formando juego con el espejo; una hamaca de fibra torcida y un farol de vidrio, colgante de una viga central, en que se colocaba la vela que alumbraba por la noche.  Hasta en 1858 se introdujeron silletas extranjeras con forro de junco entretejido, siendo mí casa una de las primeras que pudo lucirlas. El alumbrado con petróleo se introdujo hasta cinco o seis años, después que las silletas, en quinqués y lamparitas para salas; fue tomando rápido incremento, de tal modo, que en 1871 se hizo extensivo a las calles de la población por esfuerzos e iniciativa de don Emilio Benard.
       Las cocinas de las mismas casas principales ocupaban piezas grandes del segundo patio, quedaban cerca del pozo que proveía de “agua de mandar” o sea agua del servicio doméstico, distinta del “agua de beber”, que se colocaba por lo general a la derecha, se ponían los “tenamastes” o sean piedras grandes colocadas en triangulo y con espacio suficiente para poner entre ellas las rajas de leña con que se hacía el fuego para cocinar.  Sobre los “tenamastes” se calentaban los cómales, las ollas y los demás trastos de cocina, casi todos de barro, y como no había chimenea, el humo corría libremente en todas direcciones, cubriendo de hollín las paredes, el techo y hasta los corredores y cuartos inmediatos.   Sobre el “cocinero” existía a dos o tres varas de altura el “tabanco” o tapanco, montado sobre horcones y cubierto con varillas que dejaban pasar el humo, en el cual se guardaban los quesos y cuajadas, la sal en cajones, la carne salda y hasta el maíz en mazorca para librarlo de la polilla.   El mueble principal de la cocina cerca del “cocinero”, era el “molendero” o sea el banco de tablones, o de varas gruesas en que se mantenía la piedra de moler maíz, bien cocido y usado hasta hoy en Nicaragua, y en la cual se trabajaban las tortillas que servían de pan para la comida, y el pinol “(pinole) y pinolillo “para el “tiste” y el “tibio” de uso constante.  En el interior de la cocina, y con más frecuencia en el corredor inmediato, estaba el “tinajero, banco movedizo de madera labrada, algunas veces con cubierta y forrado con reglas a derredor, en el cual se colocaban las tinajas de barro llenas de “agua de beber” y tapadas con “guacales” blancos que servían de vasos, teniendo un espaldar con estaquillas para colocar las jícaras y los molinillos de la fabricación del “tiste”. La vasija de la cocina se componía de un comal, algunas ollas, cazuelas y jarrillas de barro, un jarro de hoja de lata para el agua cocida, un caldero grande y otro pequeño de hierro colado, un asador de hierro, algunos cucharones de jícaro (calabaza) un juego de bateas ovaladas de madera de “pochote” o cedro espino”.
     He hablado de las casas principales, que son las que pueden dar una idea aproximada del estado de adelanto de la época pasada.  Las casas de los barrios, así como de las poblaciones de segunda orden, diferían bastante de las que he descrito, pues se levantaban sobre horcones con paredes de cañizo embarrado y con techos de tejas, trabajados con menos formalidad o bien de palma o de paja sin piso de ladrillos y con diferentes arreglos interiores, según la calidad de las personas, que la ocupaban. Todo eso existe aún y no necesita ser recordado para conocerse.  El alumbrado de las casas se hacía con velas de sebo en las salas y los aposentos, y con candiles de manteca de puerco o de aceite de coyol en los corredores y cocinas.  Se usaban en ocasiones la vela de estearina, que llamaban “candela de esperma”, para las recepciones y fiestas. Estas velas se repartían también sin encenderse y eran obligatorios en los entierros de las personas ricas, o acomodadas, y formaban el aliciente de la concurrencia.   Estuvieron en rigor hasta 1884, que se suprimieron por primera vez en los funerales de mi abuela doña María Reyes.
        Las iglesias se alumbraban con cirios sobre los altares y candiles en vasos de vidrios en pantallas colgantes de las paredes sin perjuicio de la lámpara de aceite vegetal, del Santísimo, que vivía constantemente encendida, y de los faroles de vidrio que colgaban de las arcadas interiores del techo, y de las arañas de hoja lata y espejitos, en forma de dos conos unidos por sus bases respectivas, con fondo de telas de color y unas cuantas palmatorias en rededor, que se usaban en los días de las grandes solemnidades.   Supongo, sin embargo, que antes del incendio de Granada por los filibusteros de Walker, debió haber habido también arañas de cristal venecianas, porque en los escombros solían encontrarse después, algunos prismas de distintas formas que denunciaban su origen.  El alumbrado de las calles se hacía por los vecinos a los que se obligaba poner en sus puertas, desde las 7 a las 9 de la noche, un farolito con una vela encendida, farolito que no siempre era de vidrio, sino de pellejo de res, pegado sobre un cuadrilongo de reglas de madera.  El uso de cortinas en las iglesias y en las salas de recibo, sólo existía cuando se trataba de recepciones o solemnidades. En las iglesias se usaban damascos con grandes fleco o tela remendadas y vistosas para los días de festividades del culto, o paños neutros para los oficios fúnebres; y en las salas particulares, cuando había bailes o grandes recepciones y fiestas, se ponían también cortinas, por lo regular de gasa blanca o limón cambray, orladas con encaje de algodón del mismo color y atadas en su parte media con lazos de listón de seda celeste o color rosa.
       Los vestidos, tanto de hombres, como de mujeres, se hacían siguiendo bastante lejos de las modas europeas, con telas de algodón y algunas veces de lino, debido esto al calor de la temperatura y también al menor precio a que se conseguían.  Los trajes de lana para hombres o de seda para las señoras se reservaban para los grandes días y festividades. Un vestido de paño o de casimir se guardaba cuidadosamente, se usaban por varios años por su lado derecho, otros por el revés; y cuando llegaba a su decrepitud, era cortado para los muchachos, a quienes iba sirviendo a medida que crecían a la altura del primero que lo heredaba.  Otro tanto pasaba con los trajes de seda y pañolones de burato de las señoras que vivían sin modificarse nunca y servían a todas la descendencia femenina y ramas colaterales, durante muchos años.   En las casas habían, además, un cuarto que llamaban de los baúles o de la ropa lavada, en el cual se archivaban la ropa usada de las mayores.  Allí se proveían los menores de los elementos para su vestido ordinario o sea de los días de trabajo.  Los camisones viejos de raso desteñidos y los demás rezagos de la ropa blanca se transformaban en camisas; los calzones de dril o de cotí se recortaban a la medida del heredero, si el crecimiento era precoz, se le añadía lo necesario o se le adjudicaban al hermano menor; adoptándose el mismo procedimiento respecto a la chaqueta, cuyas botonaduras eran de hueso. Estas prendas del vestido se llevaban a rejo pelado porque los calzoncillos y las medias eran superfluidades, buenas solamente para las personas de respeto.  Las camisetas, que llamaban “camisolas”, cuando eran para hombres, no se usaban de punto, por lo general, sino de tela blanca de algodón o de manta lisa cruda, y aun los calcetines eran sustituidos por algunas personas por sacos de tela blanca que estaban sobre las piernas.  Don Salvador Sacasa, hijo del coronel Sacasa, al que conocí por el año 1866, no usaba otras medias.
          El calzado, generalmente usado era el conocido con el nombre de “polainas”, para los hombres, y de zapato bajo para las mujeres.  Las polainas eran zapatos orejones, muy semejantes al conocido zapato de campo de los labriegos americanos, aunque menos gruesos y sin clavos en las suelas, pues se las estaquillaba con ”espiches” (estanquillas) de madera de mangle.  La “capellada” (el forro superior) era de cuero “topetado” negro o bien de color ruibarbo, hecho con piel de venado, curtida con tanino, o de “cuero de lustre”, que era el mismo cuero topetado envuelto por su parte lisa, pintado de negro y lustrado con cera y tinta de añil, o bien, y éste era excepción, de cuero de becerro inglés importados.  Las “polainas” tenían dos orejas semicirculares en sus extremidades, en cuyos ojetes se pasaba una tira fina del mismo cuero del zapato, que hacía las veces de un cordón, y con ella se amarraban sobre el empeine del pie.  Los clérigos usaban zapato bajo con hebilla, sobre media negra alta hasta la rodilla que llevaban al descubierto con los calzones arremangados.  Los “gamonales” (señores honorables), usaban botas comunes de becerro, con tacones altos hasta de una pulgada a bajo de la rodilla, que llevaban siempre bajo los calzones de dril militar (blanco de lino) que era distintivos de las personas ricas. Los elegantes usaban botas de charol con calzones de tafilete celeste o rojo.  En cuanto a las damas, su calzado era siempre bajo, a la altura del juanete; de boca cuadrada, ribeteada con cinta, cocido y sin tacones, los usaban de raso, bordados con seda de colores para el vestido de gala, y de pana negra o de color terciopelo de algodón para las demás ocasiones.  Se usaba para andar en casa, y también por las mujeres de la clase pobre, para la calle, zapatos de “topetado”, de casimir y hasta driles.  Los calzones de la gente elegante llevaban siempre peales, o sea una fajita del mismo género que los sujetaba al calzado, pasando por debajo de la curva del pie.  La moda en lo relativo a los calzones tardaba muchos años y fluctuaba entre calzones apretados y calzones flojos, llamados “rifles” los unos, y “suaves” los otros, y entre calzones de mandiles y calzones de bragueta.  Un anciano, don Francisco Lacayo, alto y enjuto de cuerpo, que vivía en la calle del Consulado, detrás de la iglesia de la Merced, era el campeón de los calzones rifles de mandil, que jamás dejó de usar; y otro señor, viejo y robusto, a quien decían por mal nombre “Fundica”, era el campeón de Xalteva el de los calzones nuevos de bragueta.  En lugar de levita o americana, se usaba la antigua chaqueta corta, que imperó hasta 1851, en que hubo inmigración extranjera.
         En lo que respecta a los señores de la clase pudiente, usaban éstos como traje de gala el “túnico “de seda (saya con corpiño emballenado de la misma tela) sobre mucha ropa interior bien planchada, se cubrían los hombros con el pañolón o mantón de la China bordado en colores y los perfumes de moda eran el patchoulí y las aguas de tocador.  El sombrero lo usaban las señoras solamente para montar a caballo pues para salir a la calle se cubrían con un pañolón doblado diagonalmente en dos mitades, echado sobre los hombros a modo de manto, llevando la cabeza descubierta y adornada con flores naturales.  Solamente cuando entraban a la iglesia o durante las procesiones y ceremonias religiosas se cubrían la cabeza con el pañolón.  Las demás mujeres usaban “rebozos” (chales) de fábrica especial, manufacturados en los telares del país con hilo de algodón, o con seda, o con hilo y seda mezclados, y se vestían con una falda sin talle sobre las enaguas de tela blanca, y una camisita escotada y muy corta de mangas, cuya tela transparente dejaba adivinar, y a veces ver, todos los contornos del busto. Las indias usaban una manta rayada, que envolvían sobre las canillas, cruzándosela por la cintura, en lugar de saya, y el “güipil” tradicional en vez de camisa, que se quitaban al regresar de la calle, permaneciendo en la casa con el busto enteramente desnudo.  Los artesanos y los obreros andaban descalzos, vestían calzones de dril de algodón y camisa cerrada de zaraza o de indiana, sin chaqueta ni blusa encima.  Los calzoncillos anchos de manta cruda que llevaban arrollados hasta cerca del tronco de los muslos, se cubrían la cabeza con sombreros de palma de anchas alas y se calzaban con caites.
          La fiesta más solemne, rumbosa y alegre, con la cual pasaban soñando todo el año, hombres, mujeres y niños, era la de Semana Santa, para la cual se compraban los vestidos nuevos y se reservaban las preciosidades de la indumentaria abolenga.   La semana Santa principiaba en Granada, desde el Sábado de Ramos, en que también comenzaba la vacación general de escuelas y talleres y en cuya noche bajaban toda la población a la playa a recrearse con la vista del lago, a gozar de la luna y de las frescas brisas, a bailar con música, a jugar juegos de prenda y sobre todo a comer frutas, que se vendían escogidas y en abundancia, en montones escalonados a lo largo de la costa.   El Domingo de Ramos, lo mismo que sucede hogaño, era llevada la imagen de Jesús al templo, con hábitos morados, sombrero verde de teja, a horcajadas sobre una burra de orejas doradas y rodeado del clero y del pueblo, todos con ramos, a palmas tejidas, más o menos adornadas, a su encuentro iban los munícipes de frac y chistera a entregarle las llaves de la ciudad, incorporándose a la procesión hasta su entrada a la iglesia de la Parroquia.  Los días lunes, martes y miércoles, aunque se celebraban con procesiones y oficios eclesiásticos, no eran en rigor más que los preliminares de los dos grandes días culminantes, jueves y viernes santos, en los que hasta otra brisa parecía soplar, tal era el respecto, la grandeza y la solemnidad de aquellos celestiales días, en que la sugestión bíblica se hacía sentir y saturaba la atmósfera.  En esos días preliminares había en todos los hogares una buena provisión de rosquillas de manteca (maíz cocido amasado con sal y manteca y puesta al horno) y de “pinolillo”, con la cual se obsequiaba a los visitantes y se regalaba a las familias.  Desde el miércoles por la tarde se apagaban los fuegos en las cocinas y se guardaban comidas frías, sin nada de carne para la alimentación, durante los grandes días, que eran de ayuno y paseo, y en los que se prohibía toda ocupación, porque “estaba el Señor en el suelo”.  El jueves Santos era el día clásico para dejarse ver en las calles, luciendo “estrenos”, visitar los monumentos, hacer las estaciones, desde Saltea hasta San Francisco, ver los huertos y pasear con la luna la Procesión del Silencio.  
       Mi padre, cuando yo era niño todavía, se vestía de riguroso paño negro desde muy temprano del Jueves Santos, con un frac, bajo de talle, de solapas anchas y mangas estrechas; chaleco de raso negro brillante con bordados palmeados de seda azul turquí; calzones “rifles” también negro; corbata de medio pañuelo, de tafetán negro y botas de becerro muy lustrosas, cubriéndole la cabeza una monumental chistera, que supongo haya sido contemporánea a las gloriosas Cortes de Cádiz de las que confisco Ordóñez en la barca “Sinacán”  Mi madre amanecía también de veintiún alfileres, luciendo su gran traje de gró negro, bordados con realces de terciopelo, adornados con nueve vuelitos de barbas deshilachadas, cerrado y con un cuellecito de pequeñas cuentas blancas, tejido como encaje, que le caía sobre el nacimiento de los hombros. Llevaba mitones de punto negro, hasta medio brazo, que dejaban ver los anillos de piedra preciosas que adornaban sus dedos, y echada sobre los hombros una manteleta transparente de seda, igualmente negra y rameada con aplicaciones de gró.  Vestidos así, mis padres, salían del brazo para la iglesia de la Merced, que hacía de parroquia, desde el incendio de Granada, a oír los divinos oficios y a comulgar mi madre solamente. Regresaban a almorzar con comidas frías y sardinas en conserva y se dedicaban después a recibir y atender a las numerosas visitas que llegaban a ver pasar las estaciones, porque nuestra casa quedaba en la Calle Real; y era entonces cuando salían a relucir los platitos con “curbasá”, las blancas rosquillitas y las aseadas jícaras de espumante “pinolillo” sin azúcar, que se tomaba a sorbos con cada cucharada de mermelada.  A las tres de la tarde se celebraban los oficios del Lavatorio anunciado por toques de matraca en lugar de campanas, porque era prohibido que sonaran éstas antes del sábado, y a ellos concurrían, tanto los magistrados y jueces, como los munícipes, los “gamonales” y las damas del “centro” (alta sociedad), vestidos de ceremonia, los militares de gran uniforme y el clero con sotana  y manto de seda, zapatos de charol, sombrero de teja del brazo izquierdo “capocete”  (solideo) en la cabeza; y un paragua de seda color púrpura o rojo, o verde, en la diestra. 
     Terminado el Lavatorio, que correspondía hacerlo al Gobernador Militar, auxiliado de otros dos altos funcionarios, salían la concurrencia en cuerpo, presidida por el clero rezando las estaciones por las calles del trayecto. De la iglesia de la Merced tomaba el cortejo la Calle Real con rumbo al occidente y entraba a la iglesia de Xalteva en donde se arrodillaban todos durante algunos minutos.  Salían después de regreso sobre la misma calle, entraban de nuevo a la Merced, iban en seguida a la Parroquia y después a San Francisco, lugar de la 5ta. estación y término de todas las comidas y poco después se daba principio, en traje menos riguroso a la visita de los monumentos y de los huertos en todas las iglesias.  Los primeros constaban de una gradería semicircular de tablas pintadas, o forradas con papel tapiz, que ocupaban todo el presbiterio y terminaba con un tabernáculo debajo del cual se colocaba la urna en que se depositaba el copón de las hostias consagradas, hasta el Sábado de Gloria.  Las gradas estaban cubiertas con macetas de flores artificiales y con numerosos candiles de aceite en copas de vidrio blancas y de color, que irradiaban matices de luz.  En cuanto a los huertos se formaban con cercados de caña, forrados con hojas verdes y flores de corozo, a la entrada de las naves laterales, entre los cuales y sobre un lecho de frutas tropicales se colocaba una imagen de Jesús. Cuidaban del huerto, para que no se robaran las frutas, los “mayordomos” y sus dependientes, armados de “chipotes” que consistían en una pelota de cera amarilla pegajosa, sujeta la extremidad, de una cuerda que llevaban empuñada, y con la cual asestaban golpes a la cabeza de los roba frutas, trayéndose mechones de pelo, adheridos a la cera.
        Era el Jueves Santos como dije antes, el día de los estrenos, en el cual amanecía toda la población “nuevecita”, pues hasta los más infelices lucían alguna prenda nueva del vestido, que salían a ostentar por las calles y templos, desde la mañana, hasta altas horas de la noche y aún de la madrugada inmediata, en que entraba la Procesión del Silencio, o del Prendimiento, que salía a las doce y en la sacaban la imagen del Nazareno, vestida con alba túnica, maniatada y con los ojos vendados.  La procesión recorría lentamente la mayor parte de la ciudad, al toque de un clarín que tocaba silencio en cada bocacalle, seguido de un canto en voz de pregón, que entonaban los músicos, en que anunciaban que Pilatos “mandaba azotar al Inocente Cordero”.  En el día siguiente continuaban luciendo los estrenos.  Desde temprano de la mañana la concurrencia era numerosa en los templos, presenciando los oficios del viernes Santo.  Después se hacía el rezo del Vía Sacra en el interior del templo, se regresaba almorzar; y luego, a la 12, se asistía a la procesión del Vía sacra, llamada también de los judíos. Tornaba a salir la imagen del Nazareno, vestido con una túnica morada galoneada de oro; la tradicional corona de espina en la cabeza, la cruz sobre el hombro derecho y el rostro y las manos convertidas en verdadero mosaico de rojo y azul, para representar heridas y magulladuras fantásticas.   Del cuello pendían dos cuerdas que llevaban asidos los judíos en la procesión o sea la turba de mocosos, vestidos extravagantemente, con los pies descalzos, los calzones arremangados, la cara pintada con achiote y hollín, y armados de lanzas y látigos. Los judíos eran numerosos, corrían adelantándose y golpeando a los que encontraban al paso, y volvían al lado de la imagen a insultarla con vociferaciones groseras y a descargar golpes sobre ella, y más especialmente, sobre un infeliz que llevaban maniatado y vestido de Jesús, al cual escupíanle el rostro y maltrataban a como se le ocurría.  En cada estación o cruz, había un tablado al descubierto en el que se representaba bastante, profanamente, algún episodio de la pasión, que concluía con vociferaciones contra Jesús Nazareno, gritos descompuestos y zurriagazos al Cristo vivo.
         Entre dos o tres de la tarde se concurría al templo a oír el sermón de las Siete Palabras y a presenciar en seguida el descendimiento de la cruz, o sea la quitada de la imagen del Señor del Sepulcro, de la cruz en que se le colocaba en aquella hora.   Durante los oficios y ceremonias del culto en la iglesia, tanto las damas como los caballeros, por empingorotados que fuesen, no tenían más asiento que el suelo, en el cual se hincaban y paraban los últimos, mientras las señoras se hincaban y sentaban de plano, aunque haciéndolo algunas sobre pequeños “petates” que tendían en el suelo para salvar del polvo y manchas sus vestidos de lujo.  La procesión del Santo entierro se hacía dos veces en el mismo día: una por la tarde, que salía de la iglesia a San Francisco, entre 4 y 5 entraba de regreso a las 8 de la noche, y otra que salía del Calvario de Xalteva a las 9 de la noche, y entraba de regreso después de las 12 de la misma noche.  A las dos procesiones se asistían luciendo nuevos trajes, pero se exceptuaban los “gamonales” y las grandes damas que llevaban siempre sus trajes de ceremonia y luto del día anterior y se colocaban en filas separadas ambos lados del sepulcro, llevando en la mano “candelas de esperma”, o cirios los que se encendían hasta en la procesión de la noche.  Los caballeros tenían mucha honra cargar sobre sus hombros las andas en que iba colocado el Santo Sepulcro, de vidrios transparentes, con junturas doradas y vistosas ramilletes de flores blancas artificiales.  Para alcanzar ese honor y ganar al mismo tiempo indulgencias se pagaba un impuesto a favor de la iglesia, debiendo alternarse los cargadores en cada cuadra o boca calle.  La procesión de la tarde era sin disputa la más solemne, la más lujosa y la más concurrida de todas las conocidas, y cerraba su marcha un batallón cívico con el pabellón enlutado, las caras destempladas y las armas a la funerala.  En la tarde del viernes se acostumbraba colgar de un asta un muñeco vestido de clérigo, que representaba a Judas ahorcado.  Otras veces se le colgaba de la baranda de la torre.  Aquello era grotesco, pero alentaba la fe católica del pueblo, soliendo antaño para mejor lograrlo, ponerse al pie de la horca un papel con letreros “ad hoc”, de los que recuerdo todavía uno que decía así: 
Yo soy Judas Iscariote,
Aquel que a Cristo vendió
Cuantos de los que me miran
Serán más Judas que yo.
        El sábado se cantaban “gloria” en la iglesia principal, o en todas a la vez, y se anunciaba al pueblo por un repique general de la campana, que era correspondido en todas las casas con disparos de bombas, cohetes, triquitraques, etc.  Encendíanse entonces los hogares apagados desde el miércoles, se mataban reses, cerdos y aves para el consumo y se  entraba de nuevo a  la vida ordinaria, que se iniciaba con el “Testamento de Judas” pasquín muchas veces indecente en que se hacían legados de especies desagradables a lo mejor de la sociedad.  Los “estrenos” continuaban hasta el domingo y se lucía en las dos procesiones del Resucitado que salían, una por la mañana y las cinco, y otra por la tarde a la misma hora. En la primera se acostumbraba un acto infame, que fue abolido en 1863 por el Presidente Guzmán.  A la salida y entrada de la procesión, el batallón que hacía los honores militares se arrodillaba, rindiendo las armas con la cabeza descubierta, y luego tendían en el suelo  el pabellón nacional para que sobre él pasara pisoteándolo el clérigo que llevaba la custodia.  La Semana Santa, a pesar de su aparato religioso, era más bien una festividad pagana de jolgorio y ostentación social, y se observaba con frecuencia, que nueve meses después de su fecha había un aumento de nacimientos ilegítimos bastante notable, siendo muchos de estos producto de diezmos y primicias que algunos eclesiásticos dicen solían cobrarles a casadas y doncellas, respectivamente, decir que se conforma con el hecho de que todos los clérigos de Granada procreaban y mantenían en sus hogares a hijos espurios que llevaban el apellido paterno y ocupaban lugar en la sociedad, como si hubieran sido legítimos.
         Ya que he hablado de fiestas religiosas, me referiré también a otras, bastante solemne y alegres de celebración periódica, que formaban el contento de la población y la llenaban de orgullo. Las fiestas de Navidad ocupaban un lugar preferente entre las más alegres y populares.  Precedíanlas con los novenarios al Niño que se rezaban en todas las casas en que había alguna imagen de madera que lo representaba.  Para esto se improvisaba un altar en la sala de recibo, se invitaba a los vecinos y amigos que ocupaban asiento en los escaños y “taburetes” que a modo de lunetas, se colocaban de previo, y luego se daba principio a la conocida y popular novena, escrita en décimas castellanas, cada una de las cuales terminaba con este estribillo, que se cantaba en coro por toda la concurrencia.
Ven dulce amado mío
No tardes en venir
“Nazca” nuestro Emmanuel
“Para con El vivir”

         Al mismo tiempo que una muchedumbre de mocosos, que recorría la población en grupos, invadiendo las casas de rezo, hacía dúo con la algarada atronadora de pitos, cuernos y conchas marinas, que tocaban a todo pulmón en honor al Santo Niño.  Concluido el rezo se repartían alfajores de pinoles con miel gorda, vasos y aguas frescas, copitas de ponche de leche y huevos, rajitas de caña dulce y golosinas.  En la Noche Buena había cena en todos los hogares, compuesta de “nacatamales” y “sopa borracha”, la cual se tomaba después del repique de las doce de la noche, que anunciaba el término de la vigilia del día 24, en el que no se podía comer carne, y después también de haberse oído “la misa del Gallo”, que se celebraba a las once con el mismo ruido atronador de pitos, cuernos y conchas del público devoto, que soplaba tanto más duro cuanta más fe religiosa tenía.   El “nacatamal” o sea “tamalnahualt” o tamal de los nahuales, según Thomas Gage, era el mismo de nuestros días; una empanada hecha con masa de maíz cocido, batido con manteca de puerco, colorada con achiote y muy condimentada a la que se le incorporaba arroz, trocitos de carne de puerco con tocino, envolviéndose todo en paquetes de hojas de plátanos, atado con fibras de las mismas, para ponerlos a cocer a fuego vivo, durante seis horas.  La sopa borracha se preparaba con marquesotes con caldo de agua azucarada, mezclada con vino dulce.  En la Noche Buena había también “coloquio” o sea sainete público con pastorela, en un tablado que se levantaba en la plaza y sobre el cual se representaba desde los preliminares del santo parto, hasta crucifixión de Cristo, la cual se verificaba entre 4 y 5 de la madrugada.  Durante el primer acto salía José y María, tocando de puerta en puerta en solicitud de un lugar para el nacimiento, hasta dar con el establo de Belén en el que se acomodaba la Señora y nacía el Divino Niño.  Aparecían enseguida los pastores, vestidos de Arlequines danzando a diestra y siniestra y cantando en coro:
Venid pastores,
Vamos a Belén,
A ver a María y
Al Niño también
       Después llegaban los reyes Magos, “los tres reyes de Oriente, frío, mojado y caliente” (según gritaba el pueblo) y se iba avanzando progresivamente en la representación de la vida de Jesús, hasta llevarlo al Calvario y dejarlo en el suplicio, hora en que caía el telón y el respetable público se retiraba bostezando.        En la Noche buena, además principiaban las “entregas” que continuaban en las demás noches de pascuas. Consistían en una procesión  de carácter festivo de la imagen del Niño, a la que iban a sacar de la iglesia, después de habérsele dicho una misa especial, llevándola debajo del palio o simplemente debajo de un paraguas a la casa del “nacimiento”, paseándola por las calles con música, entre mechones y cirios encendidos, juegos de pólvora y el indispensable acompañamiento de pitos y sonajas hasta ser entregado por la madrina en manos de la dueña del Niño, la que obsequiaba con dulces y refrescos y muchas veces con una “chapandonga”   (baile de confianza).   A las doce de la misma noche se abrían los “nacatamalitos”, en las casas en donde los había. El nacimiento, según el decir de un centroamericano, “no era un altar", ni tampoco un monumento, sino una obra de arte, sin rito, sin antecedentes ni consecuentes”.   Se colocaba en el centro o en uno de los ángulos del salón, sobre un tablado, y tenía por fondo telas engomadas y llenas de quiebres, cubiertas con arenillas negras del lago y aserrines de color, semejando riscos y montañas en cuyo centro y en una concha se colocaba al Niño entre San José y la Virgen, el buey y la mula, que constituían la sagrada familia, del recién nacido.  En la cúspide de la montaña se veían chozas rodeadas de indios, árboles y una vía sobre la cual se destacaban los Reyes Magos a caballo y seguidos de cielo lucían un sol de papel dorado y la luna y las estrellas de papel plateado, desprendiéndose de estas algunos hilos también plateados que semejaban reflejos luminosos, entre los cuales flotaba un ángel con una cinta en las manos, en la que se leía: “Gloria in Excelsis Deo”.  Sobre la mesa del escenario había un mundo de muñecos, o figuras de toda clase, y con especialidad de barro cocido, imitando estas últimas a los indios en el mercado y a personas del vecindario,  muchas veces caricaturándolas,  aunque todo ello entre paisajes distintos, bien a orillas de lagos formados con vidrios de espejos, cubiertas sus orillas con arena, bien entre calles interminables de espejos combinados, bien a las sombras de portales, bien entre jardines o  paseos o presenciando juegos de gallos o circos de toros, o procesiones religiosas. El nacimiento de mayor nombradía en mi mocedad era el de los “YUYAS”, en la calle del Palenque, cuyas figuras, hábilmente trabajadas en barro y pintadas lo suficiente en el nacimiento terminaba el 6 de Enero, día en que se cerraban los nacimientos y se abrían de nuevo las escuelas.
          Otra fiesta de renombre era la del 8 de diciembre de la Virgen de Concepción, patrona de Granada que duraba ocho días. Tres días antes salía de casa de la mayordoma el “cartel” o procesión carnavalesca de anuncio, con carretas alegóricas de algún suceso público y seguido de una muchedumbre de enmascarados de la plebe, vestidos ridículamente con harapos de “gamonales” y grandes damas, a los que caricaturaban en sus personas y costumbres, bailando al compás de una alegre música de viento y golpes al tamborón, entre el constante ruido de los cohetes y bombas y saludos por los gritos del pueblo.  El día 8 comenzaba la solemne función de iglesia con su Majestad, patente, vísperas y visitas de altares por la tarde y noche; solemnizadas estas últimas con repiques y también con sartas de bombas, palmas de cohetes y disparos de “cámaras” o sea morteros de hierro atascados con pólvora y ripios de ladrillo, que sonaban con disparos de artillería.  La celebración del dogma de la Inmaculada Concepción se hizo por primera vez en Centroamérica en 1855, época en que en Nicaragua no había paz ni menos fiestas; pero la celebración de la Virgen de Concepción, Patrona de Granada, se hacía en esta ciudad desde los tiempos del coloniaje español.   Refiere la tradición que en aquella época de imágenes aparecidas, bajadas del cielo, divisaron un día los frailes de San Francisco, con el auxilio de un telescopio, un gran cajón de madera, que bogaba sobre las olas del lago con rumbo a Granada y contra viento y marea, indicando desde luego algún suceso milagroso. Persuadidos de éstos los benditos padres se apresuraron a dar parte al Muy Noble Ayuntamiento de la ciudad, y éste hizo salir en el acto, varias embarcaciones que fueron hasta las isletas, a cuya altura flotaba el gran cajón, y le dieron caza.  Llevado que fue al Cabildo, entonces en sesión permanente, fue abierto por los mismos frailes en presencia de casi toda la población que había concurrido, llevada por la curiosidad, y en su interior se encontró otra caja de hoja de lata, dentro de la cual apareció la bellísima imagen de la Virgen de Concepción que fue llevada a la Parroquia, bendecida, colocada en el altar mayor y declarada Santa Patrona de Granada.  Después de algunos años de haber sido declarado en dogma de la Inmaculada se estableció en Granada, llevada de León la costumbre de “gritar la Purísima”, que subsiste hasta el día, en la noche del 7.  Ya que hablo del dogma de la Inmaculada, debo hacer presente que su invención no data del pontificado del papa Pío IX., según asegura Guerrazi, autor italiano, la iglesia de Lyon instituyó ese dogma en el año de 1184.   San Bernardo envió una epístola, amonestando severamente por esa novedad (epístola 174), y el concilio de Oxford la condenó en 1222.   Los dominicos fueron partidarios de San Bernardo y contrarios a los frailes franciscanos; pero Juan XII prohibió a los fieles, bajo pena de excomunión, ocuparse en tales controversias. 
         Es más que probable que, no obstante, la prohibición papal los frailes franciscanos de Granada persistieron en el tema de la concepción sin mácula y de allí que antes de la declaración del dogma de Pío IX establecieron la devoción de la Inmaculada Concepción, haciendo Patrona de la ciudad a la imagen. La procesión de la Virgen mencionada, salía en la tarde del día 8, en la cima de una elevada nube cónica, formado con tela blanca engomada y cubierta con numerosas flores y adornos brillantes, la cual se montaba sobre el camastro de la carreta, de la que tiraban los devotos y era paseada solamente por las calles con sus correspondientes séquitos eclesiástico, musical y militar.   En ese día había recepciones en las casas de las Conchas y Conchitas, a quienes se daban los días, llevándoles algún regalo, acompañado con música y cohetes. Durante las fiestas de Concepción y también durante las de la Virgen de la Asunción, de Xalteva, el 15 de agosto, solía haber corridas de toros en las plazas fronterizas de los respectivos templos.  
      El circo llamado “barrera” se improvisaba con una cerca de taquezales  “(estacones de varas gruesas), o “sañas bravas” (bambúes), colocándolas horizontalmente hasta cierta altura.  En el centro de la plaza así cercada, se fijaba un horcón  llamado “bramadero” el cual se amarraba el toro para ser ensillado con una albarda de “sabanero”, sobre la que se acomodaba el jinete provisto de fuerte espuelas y con un buen látigo que aplicaba incesantemente al cuerpo del toro, durante sus corcovos, hasta hacerlo balar, desesperado y buscar alguna manera de romper la barrera, momento que aprovechaba el jinete para apearse fácilmente, asiéndose a ésta, si había tenido la felicidad de no ser derribado.  El juego de toros en Nicaragua, tanto antaño como ogaño, poco ha tenido de sangriento y cruel, y ha sido muy distinto del que se acostumbra en España. Se traían los toros de las haciendas del llano de las de Chontales, escogidos entre los menos mansos, y a las puertas de la ciudad les iba a encontrar una cabalgata de jinetes con los caballos adornados con flores y cintas en la cabeza y la cola respectivamente, precedidos de la música y el tamborón y disparando cohetes por todo el trayecto hasta llegar a la plaza siendo entonces saludados por los repiques de las campanas que no faltaban en ninguna fiesta y las ruidosas aclamaciones de la muchedumbre.  Aquello se llamaba el “tope” y formaba parte de la festividad tan importante, como que no quedaba señor ni señorita que no fuese o caballero en su “penco” a tomar lugar en el “tope”.  El toril estaba contiguo a la barrera y de esta pasaba a la plaza, de uno en uno, para ser jugados al compás de un alegre fandango música por el estilo con golpes del tamborón y redobles de platillos.  Las suertes se sacaban al toro después de ser desensillados por sorteadores escogidos entre los “sabaneros” o campesinos, que habían llegado con el ganado.   Se presentaban éstos vestidos en carácter, de cotón (jaquetilla) de jerga rayada, calzones de cotí, calzas hasta medio muslo de cuero de venado curtido, abrochadas con nudos que terminaban en cordones de cuero de cuatro pulgadas o más que caían a modo de flecos laterales, sombreros de palma de grandes alas con barbiquejo negro, una “tajona” (fuete colgante del cinto y una manta de color en el brazo o sobre el hombro derecho, con la cual toreaban durante varios minutos.  En seguida montaban a caballo y, puya en mano, hacían de picadores por uno
s diez minutos más, sin vendar las caballerías, que eran robustas y fuertes.  Y allí terminaban el juego, sin banderillas, garrochas, espadas, muerte del toro, ni caballo destripados, siguiendo un toro a otro hasta que el sol se ocultaba y la concurrencia se despedía, dando gritos y silbidos en señal de contento.
         En la época del coloniaje español, según refiere la tradición local, se levantaban palcos y tablados paralelos a la “barrera”, que eran ocupados exclusivamente por la nobleza de la localidad, la cual cuando se retiraba, aventaba puñados de moneditas de plebe, que se lanzaba a recogerlas, pelándolas y arrebatándoselas.  En la plaza, además, ocupaba lugar céntrico “doña María de los Gatos” autómata vestido de mujer y con plomo en los pies, o sea en su base, de tal modo colocado, que haciéndole peso extraordinario los mantenía siempre parado.  El toro embestía a “doña María”, le hacía rodar por el suelo; pero ella se levantaba rápidamente y quedaba de frente con su cara de risas, burlándose del bicho, entre los aplausos y carcajadas del público, que celebraba con entusiasmo el “heroísmo” de la reina de la plaza.  Entiendo que “doña María de los Gatos” se despidió de Granada en 1821, pues de ella no quedaba recuerdo en los tiempos que yo alcancé.
          Celebrábanse también otras festividades alegres, tales como las del Corpus, La de la Cruz, en que se bajaba a la playa y había bailes al aire libre y al compás de animada música; la de la Virgen de la Asunción de Xalteva, que duraba hasta quince días y era sazonada con corridas de toros, bailes del “toro huaco” y de las “inditas”, coloquios etc. La del Rosario, en San Francisco, que se prolongaba por ocho días, con exposición del Santísimo, vísperas y visitas de altares en el interior del templo y salida de “diablitos” y de inditas en ese día y en los domingos siguientes del propio mes de San Juan y San Pedro en los días respectivos, que eran muy rumbosas y tenían, además de la función de iglesia y procesión de imágenes, “parejas” (carreras de caballos) corridas de sortijas y de pato colgante, gallo enterrado, baile de la “yegüita”, “palo lucio” (encebado) y otras diversiones por ese estilo, muchas de las cuales corrían a cargo de los Juanés, o Pedros, Pablos de la localidad, que celebraban su día onomástico con ellas, en la calle o plaza, inmediata a sus casas de habitaciones. Las carreras de caballos se verificaban por los regular en la calle Atravesada, partiendo de la bocacalle anterior de la del actual mercado y llegando hasta la casa del General Corral, o sea la bocacalle del Hormiguero, a una distancia de cuatrocientas varas castellanas.  Los jóvenes de la buena sociedad y algunos otros propietarios de bestias caballares, reunidos en el punto de partida se desafiaban de dos en dos para correr la distancia señalada, ganando quien llegase primero.  Era costumbre que los jinetes se echasen el brazo y se lanzaran a la carrera agarrados uno a otro del cuello del contrario, y así continuar hasta que separados por la distancia se veían obligados a desasirse; sucediendo muchas veces que no lo hicieran así y que el jinete de atrás arrastrase de espaldas al de adelante, sacándolo por las ancas de su caballo, o el de adelante hiciese igual cosa con el de atrás, sacándolo de la silla por el cuello de su respectiva caballería.  También sucedía a veces que, por la precipitación de la salida de las parejas, éstas chocasen con los que iban de regreso y hubiese con tal motivo desgracia que lamentar.
      El baile de las “yegüita” se componía de dos grupos de gañanes, armados de garrotes con empuñaduras de espada, que se arremetían con bríos, bailando al compás del pito (caramillo) y el tamboril, hasta que llegaban a separarlos la “yegüita”, repartiendo cabezadas y bailando a saltos.  Era esta una concha de bejucos gruesos forrada en tela; con un pescuezo y cabeza de caballo de madera pintado, en uno de sus extremos, y la cual era llevada colgante de los hombros de un hombre que ocupaba un hueco central de la concha a modo de minotauro y la movía con las manos.  El gallo enterrado quedaba en media calle, sepultado vivo hasta el cuello, y tenía que ser muerto a machetazos y por uno que salía desde mucha distancia con los ojos vendados Si no acertaba y golpeaba con el machete en otro lugar, se le separaba enseguida entre la general rechifla y se vendaba a otro y otro, hasta que alguno daba con el machete en la cabeza del gallo, siendo entonces aplaudido y teniendo derecho al gallo.   El pato colgante pendía de una cuerda atravesada en la calle, a determinada altura, bien amarrado de los pies, y había que arrancarle la cabeza a tirones al pasar a todo escape y a carrera por debajo de él.
     Los “los diablitos” correspondían solamente a los domingos del mes de octubre y salían vestidos con calzones cortos y blusa cerrada de “sándalo” (rasete de algodón) de colores chillantes, ceñida la última con un cinturón y completando el traje una cápita de la misma tela, encintada.  Cada diablito llevaba un sombrero de fieltro de señora, de grandes alas y cubierto de plumas paradas, diversos colores, rasgueaba una guitarra y danzaba a brincos moviendo, constantemente la cabeza para que las plumas también bailasen. Salían enmascarados y en pandilla, con un acompañamiento de orquesta, llevando cada pandilla una guitarrilla y un “junco”, ambos vestidos con largas batas de indiana, abiertas desde el cuello, camisa blanca y calzones cortos de rasete de algodón. El uno rasgueaba una guitarra, al mismo tiempo que corría para atrás taconeando fuerte, manteniendo expedito el círculo de baile, mientras el otro hacía dúo a la música, sobando el palillo encerado del “junco” que dejaba oír un sonido parecido al del bajo, al mismo tiempo  con la mano izquierda daba golpes acompasados de sonaja sobre el instrumento, consistía éste en una especie de atabal de pellejo,  estirado sobre la boca de una “nambira” grande ( calabaza voluminosa y redonda) en cuyo centro se mantenía fijo un palito encerado y amarrado por su base, que se sobaba con tres dedos húmedos para producir el sonido.  El “junco” es de origen andaluz pues lo he visto en la morisca Granada, aunque con nombre distinto. Tanto el de la guitarrilla como el del “Junco”, iban con máscaras grotescas y llevaban en lugar de sombreros con plumas, altas gorras de cartón, forrado a estilo de polichinelas. Precedía a la pandilla de diablitos el “macho” que era un hombre que cubría su cabeza hasta el cuello con una mascaron de mulo y agitaba en su diestra una cadena larga que pendía de su cintura y con la cual cuando corría, despejaba el camino para los diablitos. Estos en su origen, que debe ser muy remoto, pudieron tal vez representar algo así como trovadores de la edad media; el junco y la guitarrilla, a dueñas, encargadas de mantenerles expedito el círculo de baile y el “macho” a una especie de centurión o soldado de caballería, que marchaba en desabierto, abriendo brecha entre la muchedumbre que les obstruía el paso. Las pandillas entraban a las casas principales y las recorrían de una en una, bailando en los salones por diez o quince minutos y pasando en seguida a los aposentos en donde a puertas cerradas se quitaban las máscaras, para hacerse reconocer de las familias y recibir en cambio vasos de refrescos; siendo esto último el mayor atractivo para los danzantes, jóvenes por lo regular de lo más apreciable.
      El día de San Rafael (24 de octubre), salían exclusivamente “diablitos chiquitos” o sean muchachos de diez a catorce años, vestidos exactamente como los diablillos grandes. Las “inditas” eran casi siempre pollitas escogidas en la clase media, vestidas con trajes indígenas de gala y enmascaradas, que iban de casa en casa como los diablitos, bailando acompasadamente una especie de danza en círculo y cantando al mismo tiempo.  Salían el día de San Rafael y también cuando celebraban otros santos y recibían dádivas en monedas de plata, que recogían en un “guacal” labrado que llevaban sobre el brazo. Los bailes de “toro huaco” de máscaras estrafalarias, se organizaban con hombres de ínfima clase social, vestidos de harapos de etiqueta de las clases elevadas, a la que caricaturaban saltando y corriendo por las calles, seguidos de la música de viento y del tamborón gritando chocarrerías y haciendo una algazara que se aumentaba con el estallido de los cohetes y bombas, de rigor, en toda fiesta.   Otras veces salían con el “toro huaco”, gigantes y enanos carnavalescos, tales como los tradicionales de España, y entonces se daba el paseo el nombre de “baile de la Gigantona”
       Todo granadino se creía obligado a concurrir cada año a Masaya a solemnizar con su presencia la fiesta de San Jerónimo el 30 de septiembre, salvo fuerza mayor o caso fortuito.  El movimiento comenzaba desde el día 29 a lomo de caballerías en carretas o a pie, según las condiciones económicas de los viajeros, siendo aquella fiesta una especie de feria muy concurrida y animada.  De ella trataré más tarde al referir mis impresiones de Masaya.  Había otra fiesta a la que también concurría mucha gente de Granada, la de Candelaria de Diriomo, en la que había toros, “chinamos”, inditas, diablitos, chinegritos, juegos de gallos, “parejas”, coloquios y otras diversiones de las que daré cuenta oportunamente al hablar de Diriomo, donde viví algún tiempo.  Como Diriomo se halla solo a dos leguas de Granada, la traslación se hacía en una, en dos o más horas, según se verificara, a caballo a pie o en carreta. Había otra fiesta a la que también concurría mucha gente de Granada, la de Candelaria de Diriomo en la que había toros, "chinamos” inditas, diablitos, chinegritos, juegos de gallos, "parejas", coloquios, y otras diversiones de las que daré cuenta oportunamente al hablar de Diriomo, donde viví algún tiempo.   El año se pasaba en continuas fiestas y como se explica bien en un lugar en que no había teatros, clubs, jardines ni distracciones profanas.  Sus únicos teatros, pudiera decirse, por ampliación que eran los ocho los templos que entonces había en Granada, tenían naturalmente que ser concurridos, pues había en ellos distracción honesta y se ganaba además la correspondiente indulgencia religiosa.   





CAPITULO VI
Siempre con el tiempo viejo

        Las fiestas religiosas, como he dicho atrás, constituían las diversiones de la sociedad abolenga; que vivían sedientos de goces y recreos en aquella época de estacionarismos y ocio. Sin vida intelectual, sin industrias ni comercio, los colonos tenían por necesidad que convertir los templos en puntos de reunión social, a los que se concurría, no tanto por ver imágenes, altares y clérigos, como por contemplar personas y cosas de más acá y la exhibición permanente de buenas mozas, de lujosos trajes y valiosas joyas, que allí se llevaban para honra de Dios y jolgorio de sus criaturas.  Ese estado de cosas se prolongó entre nosotros hasta muchos años después de nuestra independencia de España; y en mis impresiones, aquí consignadas, no obstante, de ser de ayer, puede observarse bien los reflejos de aquel modo de vida que quizás mañana esté olvidado.
       Había, sin embargo, en Nicaragua, o mejor dicho en Granada, lugar de mis referencias, de vez en cuando con motivos de bodas o de celebración de días onomásticos, o del cumpleaños de las personas, sus saraos rumbosos, o bailes de gran tono, que ya era otro cantar distinto del de las iglesias y procesiones, por lo menos en la forma.  Los bailes de la alta sociedad de daban en grandes salones, adornados con flores y guirnaldas que perfumaban el ambiente y alegraban la vista, y con cortinas blancas de linón en las puertas ventanas.  Las flores se ponían en sartas pendientes del techo o formando ondulaciones a lo largo de las paredes y las guirnaldas se sujetaban en estas por medio de clavos, alternando con las pantallas del alumbrado.  Lucía en centro del entrepaño que se escogía para el efecto, un espejo grande; y de las vigas, en cueras forradas con tiras de color, pendían faroles de vidrio de forma octogonal, con velas esteáricas, que eran entonces el alumbrado de más lujo y costo, y el cual se completaban en la sala con otras velas también esteáricas, en los candeleros de hoja de lata brillante que había en las paredes. Los corredores o galerías interiores del primer patio de la casa se decoraban con palmas de cocotero, tallos de plátanos, rollos de “papaya” y ramos de mamey.  Con las primeras se formaban arcos entrelazados y cruzados en cada tramo a modo de ojivas, y con los tallos y las ramas se cubría la base de los pilares y el pie de las palmas que estaban fijas en la pared opuesta, semejando una alameda fantástica, o la calle de un bosque encantado, al que esmaltaban además las sartas y guirnaldas de flores naturales y numerosas banderillas de papel calado, de varios colores, entonces de muy bien tono.
      Se bailaba sobre ladrillos in manteado, estera o alfombra, al compás de una orquesta de violines, guitarras y violón, y se tomaba, en lugar de licores, bebidas refrescantes de agua de canela, chicha de jengibre, horchata de arroz y también ponche de huevos y leche que hacía las veces del champán de nuestros días. Licores no se permitía, salvo el rosoli o crema italiana poco alcoholizada y vino de Málaga que se obsequiaban algunas veces a las señoras.  El uso de licores extranjeros nos llegó al país con los inmigrantes y pasajeros del tránsito interoceánico en 1857; y aunque la fabricación expendio del aguardiente de caña databa de fecha muy remota, en Nicaragua solamente entrar ebrios al combate, uno que otro viejo decrépito al acostarse, y los enfermos en aplicaciones externas.
     La invitación para los bailes y reuniones era verbal.  Una sirvienta vestida con su mejor traje y olorosa a flores de seda, de “sacuanjoche” o de jazmín con que perfumaba la ropa, iba de casa en casa de los invitados dando el recado, que había aprendido antes de memoria, poco más o menos en estos términos:        “Dice mi amo, (mi ama o mis amos, según el caso) que tenga su “mercé” muy buenos días y que como  está; que mañana los espera por la noche, a su “mercé” “las niñas”, sin falta, porque va haber un sarao (si era un baile serio), o una “chapandonguita” (si era de confianza); y que si puede prestar su “mercé” sus escaños y “taburetes” y también floreros y faroles para mandar por ellos “.   Sucedía que nadie tenía más mobiliario que el estrictamente necesario y de allí que para cada reunión social se pidiese prestado a los vecinos cuando faltaba.  Sobre una larga mesa cubierta con manteles blancos se colocaban las bebidas en una pieza inmediata a la del baile, depositadas en botellas de vidrio tapadas con ramilletes de flores en lugar de tapones, de las que se servía cada cual a su gusto.  No se acostumbraba cena; pero se repartían platitos con marañones y “nancites” encurtidos en aguardiente endulzado, “sopa borracha” y colaciones y golosinas. Como el pueblo se aglomeraba en las puertas del edificio, se colocaban de previo gendarmes armados de fusiles, que se solicitaban del comandante militar y los cuales no dejaban pasar más que a los invitados.  Los trajes de las “niñas” (señoritas) medianamente escotadas, eran de linón, muselina o gasa transparente labrada, que llevaban sobre ropa interior blanca muy planchada y engomada.  Llevaba por toda joya un par de aretes en las orejas, un collar de cuentas finas enchapadas, en dos hilos, una cadena y a veces pulseras, todo de oro pálido, sino pedrería.  Por guantes llevaban mitones bordados en colores y se adornaban la cabeza con flores naturales.
     Las señoras y las niñas mayores (solteronas) iban con traje oscuro, algo más llenas de alhajas y anillos se colocaban en los asientos mejores situados en la sala, teniendo estrechamente cerca de si a las “niñas” que vigilaban y celaban extremadamente.  Los niños (jóvenes) vestían levita negra de variado corte, según la edad de la prenda, calzones del mismo color o blanco, llevando por corbata un medio pañuelo de seda cortado diagonalmente, doblado a lo largo y formando al frente un enorme lazo que cubría el cuello de la camisa; no usaban guantes y llevaban gruesas cadenas o leontinas de oro, que a modo de dijes iban colgados del mismo reloj.
     Los “tatas” (padres) los solterones, vestidos de igual manera, formaban grupo separado en los corredores o bien se aglomeraban en las puertas interiores a presenciar el baile cuando tocaba la orquesta.  A las siete de la noche comenzaban a llegar los invitados.   Si entre éstos iba alguna familia, se componía por lo regular de padre, madre, hijos grandes y chicos, sirvientas que conducían el farol para alumbrar en la calle y la llave de la casa, que por sus dimensiones competían ventajosamente con la de San Pedro. Las hembras ocupaban los asientos de la sala a medida que iban llegando, después, de entregar sus españoletas en mano de la señora de la casa o de la recomendada de esta, y haber cambiado un abrazo con todas y cada una de las que habían llegado antes.   Los varones, después de haber dado la mano a los demás varones que se encontraban en la casa y de haber abrazado a las dueñas de está, ponían sus sombreros encima de una mesa destinada para ese servicio y permanecían de pie en los huecos de las puertas, esperando los acordes de la música para buscar pareja, porque no se conocía aún la costumbre de contraer compromisos anticipados.  Las sirvientas se acomodaban en los rincones de los corredores formando un grupo especial.   
     Se bailaban cuadrillas, contradanzas, valses, fandangos.  Las cuadrillas eran las mismas del antiguo baile español que se diferenciaba poco de las modernas; la contradanza pertenecía también al viejo repertorio castellano, habiendo de ella poco recuerdo, por lo que cederemos la palabra a un autor contemporáneo, que la describe así: “El arreglo y disposición de una contradanza exigía conocimientos estratégicos. Apenas sonaba la orquesta se apresuraban los galanes a tomar su pareja, situándola convenientemente, es decir próximos a la “cabeza”, si eran duchos en la materia, o “hacía cola” si eran chambones, pues se consideraban como falta grave equivocarse al bailar contradanza.  “En toda la extensión de la sala formaban, de un lado, las señoras y del otro los hombres, frente a su respectiva pareja.  El que ponía la contradanza, por lo general personas de respeto, daba a los danzantes las órdenes, e instrucciones conducentes a la buena ejecución del plan de operaciones y, al grito de una, empezaba el enredo del cual consistía en hacer y deshacer “cadenetas, o “espejos alas arriba”, “alas abajo”, “molinetes”, etc., en una palabra, durante dos o tres horas de tiempo se entretenían tejiendo la tela de Penélope; el pináculo de la contradanza consistía en que en cierto momento, los hombres de un lado y las señoras al frente, se aproximaban entrelazados formando una gran ala al grito de arriba.   Esta clase de baile era muy socorrido porque lo mismo que la “olla podrida” española, admitía en su seno toda clase de comestibles, allí se desquitaban todos y todas del forzado ayuno de baile, cuando éste provenía de pavorosa antigüedad en la fe de bautismo.  Los valses que se bailaban eran acompañados y de “chases[3]” muy asentados, tal ¿----- ?  baile francés.  Las parejas se tomaban de los dedos de las manos por un lado y apenas tocándose el cuerpo por el otro (hombro y talle respectivamente) y separados convenientemente el uno de la otra, porque la honestidad alejaba hasta las apariencias de cosas que fuera abrazo.
     Después, o entre pieza y pieza de baile, venia los “solos” o sean bailes por el estilo de fandangos y jarabes. El fandango, muy conocido aún era saludos desde que los preludiaba la orquesta con ruidoso palmoteo y alegres aclamaciones.  Durante se bailaba había interrupciones en que se callaba la música momentáneamente, para que los danzantes “echasen bombas” o sea coplas graciosas y ocurrentes, en las que lucían su genio y su chispa a estilo andaluz. La dama con un brazo en jarras, caídos el otro sosteniendo la falda rompía el baile avanzando sonriente y magnifica y luego de detenía.  El  galán se apartaba un poco y entonces empezaba los movimientos vivos y agitados de la danza, que al  decir de un escritor, “parecía representar en pantomima la historia eterna de amor con sus anhelos y esquiveces.” Principiaba el galán avanzando hacia la dama, como para invitarla; ella cedía y se iba en pos; continuaba él avanzando y zapateando y ella provocadora y esquiva retrocediendo, y así, atentos al compás de la música, ora se retiraban desdeñosa, ora se acercaban, aunque al encontrarse allí la mujer, seguida del hombre que iba en pos de ella, zapateando con viveza.  De cuando en cuando uno de ellos se paraba y gritaba “bomba”, acto continuo callábase la música y el “bombero” con entonación festival, recitaba alguna copla graciosa.  Recuerdo dos de esas coplas, entre las muchas que oí en bailes y paseos de confianza, que pueden dar una idea aproximada de ese género de composiciones especiales.  (Amorosa) bomba, bomba, cohete, cohete:   Ayer por tu casa, me tiraste un limón, el limón cayó en el suelo y el sumo en mi corazón.  (Desdeñosa) Bomba, bomba, cohete, cohete: Del genio que antes tenías, según mi propia opinión es cuando el violín queda sola perilla.  En los intermedios de las piezas del baile, cuando la orquesta descansaba, cantaban las “niñas” que sabían hacerlos después de hacerse rogar y acompañadas por alguno de los “niños” que punteaban y rasgueaba la guitarra, sentado al lado de la cantora o bien se decían brindis, sirviendo de tribuna un “taburete” sobre el cual servía un doctor, un licenciado o un bachiller que eran los llamados para discurrir.  El orador, puesto en pie y con el vaso en la mano a la altura del rostro, “improvisaba” poesía para cada una de las “niñas” y hasta par las señoras; poesías por lo regular copiadas y adaptadas previamente, con las modificaciones del caso: pero no obstante se llamaban improvisadas. 
      Recuerdo a cierto doctor y maestro “in u troque juris” al que todavía alcancé en todo su apogeo, personaje candoroso, sin talento, pero dotado de prodigiosa memoria, que fue por muchos años dueño exclusivo del “taburete” de los brindis, desde 1857, hasta 1869, sus “improvisaciones”, cuando por algún motivo no asistía al baile, tenía el gusto en repetirlas al día siguiente en las casa de sus amistades y en los corillos, tenía también la costumbre del buen doctor de recitar antes de  sus improvisaciones, que pudiera llamar especiales, una de orden preliminar que se refería al amor, y la cual concluía con un cuarteto que de tanto oírlo aprendió el público de memoria y decía así:  Brindo, pues, por el amor, por esa cosa tan pura, que el corazón fulgura como a medio día al sol.  Sucedió en una de tantas veces, allá por el año de 1871, en el recibimiento de abogado de don David Osorno que fue llevado al “taburete” · nuestro doctor y maestro, y después del consabido brindis preliminar, o mejor dicho al terminarlo exclamó con fuerte voz: “brindo, pues, por el amor; y la concurrencia de jóvenes, quitándole la palabra continuo con tono de mofa: “por esa cosa pura…” a la que el doctor, sin desconcertarse, replico en voz más alta: “que el corazón fulgura…”  Y el coro riendo a carcajadas y palmoteando añadió “Como a medio día al sol…” También los oradores de los bailes y reuniones solían brindar sobre otros temas.   Entonces era de rigor hacer citas de la historia antigua de Grecia y Roma y salpicar el discurso con latinajos que ni el mismo orador entendía y que todos los presentes, sin embargo, aplaudían para demostrar lo contrario.
      Llegaba la media noche, hacían presentes los padres de familia que era muy tarde para seguir bailando, y no había modo enseguida, de que se contuviera el movimiento de salida, que reiniciaba desde ese momento.  Las mujeres, arrebujadas en sus “pañolones de seda” o “rebozos” de los mismos que usaban muchas señoras, se despedían con repetidos abrazos diciendo mil cariños melosos y recomendando recuerdos y saludos para los demás de las respectivas casas, y al mismo tiempo que las sirvientas rompían la marcha, llevando los faroles encendidos para alumbrar el regreso a los hogares.  Los niños mientras tanto no desperdiciaban la oportunidad de acompañar a las “niñas” de su devoción que caminaban a la par de la mamá y del “tata”, enseguida del núcleo de sirvientas que llevaban  en los brazos o sobre el pecho a la chiquerilla dormida; y el dueño de la casa del baile, mientras tanto, bostezando, y dando orden de cerrar las puertas, se frotaba las manos satisfecho del éxito de la jornada y que los “tambos y venados” (alborotos y peleas) de los “niños”, no hubieran tenido mayor consecuencias. Al día siguiente circulaba verbalmente la crónica del baile con todas las peripecias de éste; y esa crónica repetida y comentada formaba por muchos días y hasta semanas el platillo más sabroso de las conversaciones en los hogares.
      Como no había periódicos noticiosos e independientes, o mejor dicho, como no existía el periodismo, estaban en su apogeo las “ensaladas” que circulaban manuscritas de mano en mano y aun eran aprendidas de memoria para repetirlas a los que no las había visto.  A este género de producciones se dedicaban solamente las personas que se consideraban con aptitudes bastantes, pues además de ser en forma versificada, debían tener su sal y pimienta al sabor de la localidad. Dichas “ensaladas” se remontaban al tiempo del coloniaje y tuvieron vida hasta 1870, aproximadamente, en que la luz de la civilización las eclipsó perdiéndolas en las sombras del pasado.
      He aquí algunos fragmentos de una “ensalada” de los últimos tiempos, que aún conservo en la memoria:   “Esta ensalada es picada--- en una hermosa vivienda--- que bien estoy con tienda---dice Fernando Mongalo--- Que bueno darle un palo---a Nicolás de la Rocha---Que bien que maneja el coche aquel Francisquito Leal---Siempre anda pidiendo real--- de los Aranas Manuel---Póngale parches de miel a don Francisco Quezada---Tiene cara de empanada---Que bien que mastica el freno---el doctor Julián Canales---Que bien que le asienta un yugo –del los Arguellos a Luís—Que buena venta de cómales  tiene la Luisita Lugo--- Que bien que le sienta un yugo---de los Arguello a Luís--- Tiene cara de güis---de las dos Souza de Estela—Tiene ojos de boscoleta---el tísico de Lejarza---“Pero ya me dieron las doce---dice el patrón Gaussén—y todo esto es obra de mi cabeza de comején”.   Los autores de las ensaladas se dieron la mano por muchos años, con los de los “testamentos de Judas” que también en importancia tuvieron en nuestra sociedad antigua,  y con los “pone-nombres”, gremio de chuscos desocupados, que salían las más de las noches, cuando todos se entregaban al reposo, a motejar por medio de apodos, injuriosos e infamantes las más de las veces, a todos los vecinos sin distinción de sexo ni edades.  Para esto, disfrazaban la voz y tomaban precauciones, a fin de eximirse de responsabilidades. 
     Sucedía con frecuencia a los “pone nombre”, que cuando más distraídos estaban en sus infames guasas, se abría una ventana inmediata, desde la cual les arrojaban líquidos nada aromáticos, o bien una puerta por la que salía a paños menores algún mata siete, “guacalona” en mano (espada antigua con empuñadura de taza de hierro), desfaciendo el entuerto a cinturazón sobre cada lomo que quedaba a su alcance.  Los “pone nombres” estaban en acción, llegando sigilosamente a las puertas de la casa, escogida, dividiéndose allí unos a un lado, y otros al opuesto, y sosteniendo con voz aguda y chillona un diálogo poco más o menos por este estilo: ------ Ay, ayayay compañero, compañerito…Que quiere compañero…Quiero …quiero que me diga. ¿Qué nombrecito le ponemos por ahí a…?... ¿A quién compañero? ---¿Al señor Fulano (o “ñ” zutana o la menganejita, según el caso), compañerito de mi alma… ¿Pues pongámosles compañero…pongámosles cara, cara de…? ¿Cara de que, compañerito? Pues cara de… (Aquí el apodo); y una carcajada general, y la más sonara rechifla de todos los “pone-nombres acogía el chiste.  Y los apodos continuaban para todos los de la casa, en son de bofa, encostrándose sus defectos físicos haciendo alusiones infamantes a la reputación de las personas. Los pone nombres desaparecieron con la guerra de 1854.  Su último caudillo fue un tal Aranita, que dicen tenía un talento especial para los apodos y que hacía reír a todos con sus carcajadas, al menos por supuesto los que le servían de blanco.  Su recuerdo vivió por muchos años en Granada.
      El mayor lujo que tenían los granadinos consistía en la posesión de buenos caballos de andadura.  Paseábanse en ellos mañana y tarde por las calles y los arrabales de la cuidad, ya solos o de dos en dos; pero el paseo de la ciudad se hacía después de haber tomado un baño en el lago, tanto jinete como su caballería. Por la tarde solían también pasear a caballo las señoras y señoritas, acompañadas de un caballero.  Vestían un traje especial de marino negro, azul y verde que les llegaba más debajo del pie y se cubrían la cabeza con un sombrero de fieltro negro de alas, una de las cuales iban orlada con una pluma de avestruz, también negra. Las mujeres del vulgo no montaban solas, sino que eran llevadas por delante del jinete, sentadas a través, sostenidas por el brazo del compañero que rodeaba su talle, sin ningún vestido especial.
      No había mercados tales como hoy los tenemos.  Las ventas de granos y comestibles se hacían en la plaza principal de cada población al descubierto y bajo el sol por los indios, y bajo pequeños toldos de “petate” (estera) por las revendedoras ladinas.  Esos mercados llevaban el nombre indígena de “tiangues “ y el de Granada era servido por indios de Diriomo, Diríá y  Catarina, que llegaban a pie, temprano de  la mañana llevando pesadas redes sobre las espaldas, o en la cabeza, y regresaban a las dos en punto de la tarde con las redes vacías o con lo que no habían podido realizar de su contenido , y se alojaban en el mesón municipal, donde vendían sus cargas, midiéndolas en medios almudes, cuartillos y medio cuartillos, si eran granos, o pesándolas en romanas, cuando se trataba de azúcares y panelas, arroces y almidones. 
  En todos los hogares se conservaba cuidadosamente un manojo de palmas benditas, que tenían la virtud particular de librar de rayos y centellas a los que se amarraban una de ellas en la cabeza, en los días de tempestad.  El crédito de la palma bendita era muy grande, pero comenzó a perderse desde que un obispo de León tuvo la falta ocurrencia de poner un pararrayos en la iglesia catedral, en lugar de cubrirlo con palmas.  Hombres y mujeres, llevaban también consigo a modo de amuleto santo y bajo la ropa escapularios, rosarios y camándulas para librarse del enemigo malo (diablo), que vivía en acecho de los fieles devotos, y ponerse en gracias de Dios  .Había sobre todos esos amuletos, cierta panacea meritísima, consistente en una oración que se llamaba de “La verdadera sangre de Nuestro Jesucristo”), la cual escrita en cuartillas de papel y fijada con engrudo, detrás de las puertas, ponía en panera al diablo y libraban de la peste del pecado y de todo mal a cuantos Vivian en la casa.   No se conocía entonces la antisepsia, ni se usaba el desinfectante, pero la oracioncita que ha valía por todo, y nuestros abuelos, ayudándose, eso sí, con el “tiste” y el “mondongo”
    Cuando había temblores de tierra, que tomaban por una expresión manifiesta de la cólera de Dios por motivos de los pecados de los hombres, todos se arrodillaban en las calles y patios y, golpeándoosle pecho en señal de contrición, entonaban en coro y a grito partido el “Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, líbranos Señor de la peste, del pecado y de todo mal”.   Y era muy creído y lo confirmaba la tradición, que con aquel canto piadoso se aplacaba la ira del Señor y dejaba de temblar.
   En el mes de Mayo, en que principiaban la estación de lluvia, toda la población, recorría devotamente en procesión por las calles del pueblo, encabezada por el clero y cantando en coro las letanías de la Virgen, para que el invierno fuera bueno, lo cual lograban casi siempre por aquel medio; y como sucedía a veces que en la canícula o sea durante la sequía del mes de agosto, aparecía en los campos un gusano u oruga voraz, que llamaban  langosta y que como ésta asolaba los cultivos, concurrían al cura para que lo conjurase, y esto solo bastaba para el buen éxito, sobre todo si el conjuro se hacía en un día nublado o cargado de la electricidad, que era el preferido, y el cura sabía por qué; y era de verse como morían todas aquellas orugas infernales, tan luego las exorcizaba el Ministro del Señor.
   Para los entierros había solemnidades religiosas, siempre que el difunto hubiese dejado con que costearlas o tuviese parientes, dispuesto a hacerlo.  Salía el féretro de una de las iglesias, presidido por un cura, revestido de capa pluvial, y un acompañamiento de músicos con los cuales cantaban responsos en cada boca calle, hasta llegar al punto en donde debía ser sepultado, que era por lo regular el pavimento de alguna otra iglesia.   A los adultos se les llevaba en féretro, forrado con paño marino o terciopelo de algodón negro que llamaban “pana”; pero cuando el confesor declaraba que el difunto o la difunta, había sido virgen el féretro se forraba en raso blanco y se adornaba con palmas y guirnaldas.  Cuando el día de la defunción aparecía el cielo con nubecillas blancas en forma de palmas, se tenía por un hecho cierto que el alma de aquel difunto acababa de entrar en la gloria de Dios, quien ponía de gala su hogar, empalmándolo exteriormente en señal de regocijo.  Si el finado era algún párvulo de padres acomodados o ricos, la casa mortuoria se ponía de gala, adornándola con flores y cortinajes blancos, se repicaban las campanas a la salida del entierro, se llevaba el féretro en brazos de los amigos, tres clérigos cantaban a todo pulmón, alegres hosannas a dúo un ángel más al cielo.   Se trataba de un niño hijo del bajo pueblo, la festividad se reducía a velarlo en el hogar, bebiendo chicha y aguardiente y bailaba alrededor del cadáver que permanecía expuesto en el centro de un salón, hasta la hora del entierro, que se verificaba entre repiques y disparos de cohetes.
    La navegación del Lago de Nicaragua y Río de San Juan se hacía por bongos y piraguas o pequeñas goletas de velas; pero con motivo del tránsito interoceánico tuvimos líneas de vapores en el Atlántico y el Pacífico, así como en el lago y río, y también una línea telegráfica de la Virgen a San Juan del Sur, desde el año de 1851 
   En cuanto a carreras profesionales, tan solo abundaban las de clérigo y abogado, Ingenieros no había y los médicos escaseaban, aunque se llenaba el vació con los curanderos que improvisaban.   Para ser clérigo se estudiaban rudimentos de gramática latina, se hacía un curso de éste o filosofía moral y se aprendía algo muy elemental de teología.  Venían en seguida los hábitos y la tonsura y el cura quedaba hecho.  Los abogados estudiaban teóricamente gramática latina y también la de la lengua castellana, hacían un curso de dos años de filosofía ergotista, otros tres de derecho civil español por don Juan Sala y otro de un año de derecho canónico por Don Juan Devoti.  En seguida se recibían de bachilleres en jurisprudencia, hacían después una pasantía o practica forense en el bufete de un abogado y luego se examinaban en la Corte de Justicia que les extendía el título de licenciados.  Las demás nociones de la carrera jurídica se adquirían por la lectura de autores a discreción del interesado. Se fabricaban también algunos médicos en la Universidad de León, tomando para texto las doctrinas de Aristóteles y haciendo disecciones, una que otra vez, sobre cadáveres de monos.   En cuanto a ciencias exactas no se llegaba más allá de la aritmética; y aunque había agrimensores o medidores de tierra que practicaban sus mesuras del modo más original y curioso.   Portaban una pequeña aguja de marear con la cual sobre la mano y al ojo de buen varón, tomaban el rumbo aproximadamente y sin grados de desviación.   Enseguida, con una cuerda de fibra, de cincuenta varas castellanas de largo, median la circunferencia del terreno sin parar en mientes en su forma o figura, dividían la suma por cuatro para cuadrar mentalmente el suelo, multiplicaban por si cada lado del cuadrado y luego dividían ese resultado en varas castellanas por diez mil, para reducirlo a manzanas, y después a caballería por medio de otra división.
   Cuando yo vine al mundo, había en Granda un médico americano el doctor David, del que contaban que hacía milagros con su profesión, su fama se consagra hasta el día; pero supongo que aquel médico insigne que pasó desconocido en los Estados Unidos, entonces tan incipiente como nosotros, debe haber tenido más de sugestivo que de científico.   David por añadidura, vivía en constante ebriedad, siendo de notar que cuando más grandes era la crápula, tanto más acertado parecía ser en su práctica médica.   El doctor David murió o desapareció, (no estoy claro en esto), desde antes de la invasión filibustero de William Walker.  Algunos años después apareció en Granada el Licenciado Don Antonio Falla, médico guatemalteco, de raza mixta, no muy sobresaliente en su profesión, aunque con fama de especialidad en obstetricia.  Contábase de él, que habiendo leído en un tratado de frenológica que la forma de la cabeza indicaba las aptitudes del individuo, quiso poblar de sabios el suelo, imprimiendo determinada forma al cráneo de los recién nacidos de su clientela.  El resultado que obtuvo fu “contraproducente”; pero la equivocada fue la ciencia y no él, que se inspiró en las teorías del famoso Gall.   Compartieron la clientela granadina con aquel galeno, los doctores Julián Canales, español canario, y Earl Flint, americano, curanderos sin título, que se impusieron como médicos y lograron codearse con Falla.   Fue hasta en 1858, poco más o menos que llegó a Granada hecho médico en los Estados Unidos, después de dos años de estudio, el joven Don Francisco Álvarez, hijo de la localidad, que tuvo poco éxito en sus primeros años de práctica, aunque más tarde alcanzó buena reputación y fama.   Llegaron sucesivamente otros médicos, tanto de afuera como del lugar, titulados de doctores en Guatemala y los Estados Unidos, a los que no referiremos oportunamente en el curso de esta narración.
          Las artes industriales no andaban tampoco muy adelantadas; los ebanistas trabajaban los muebles pocos artísticos, que se clasificaban de lujosos, cuando les daban brillo con barniz de copal, que era el único que se usaba.  En León parece que no era tanto el atraso en ese ramo, pues de ella se llevaban a Granada muebles finos colorados con agua de palo de Brasil y maqueado con goma laca. Fue hasta por años de 1861 a 1862, cuando la ebanistería se perfeccionó en Granada con la llegada de don Felipe Visert, inmigrante francés y carpintero muy hábil, que estableció un taller de ebanistería desde su llegada. Los zapateros no les iban en zaga a los ebanistas granadinos.  Tenían malas hormas hechas en el país, pocos materiales y trabajaban algo rudimentariamente, haciendo zapatos de dos orejas de “topeteado” y “cuero” de “lustre” para los hombres, y bajos, de pana y otros géneros, pero sin tacones para las mujeres. También había algunos zapateros más acreditados que trabajaban botas de becerro con cañón hasta las rodillas para los caballeros, las cuales costaban de siete a nueve pesos “daimes” o sea de ochenta centavos por peso. Los sastres tallaban de una manera desgraciada y con tales pretensiones, como que los más famosos cortaban al ojo, sin tomar medidas ni probar el vestido.  El taller de los hermanos Francisco y Santos Castillo era el más acreditado en la fecha de mi nacimiento y se mantuvo con su misma fama hasta 1854. Los cerrajeros, hojalateros, albañiles y plateros cerraban la lista de artesanos de aquellos tiempos, pudiendo decirse de ellos que trabajaban bien en sus respectivos oficios.  No había entonces en Granada pintores, escultores alfareros, cobritas talabarteros ni mecánicos.
       Las dos primeras máquinas de coser llagaron a Granada en 1864. Eran americanas de las llamadas de cadeneta   y de la fábrica  Grover & Barker.  Se vendieron al precio de doscientos pesos “daimes” cada una siendo sus compradores el maestro Francisco Castillo, que todavía tenía su taller de sastrería, y la modista Clara Reyes, también famosa.  Dos años después de la fábrica americana Wheeler & Wilson, que se vendieron a ciento cincuenta pesos “daimes “.   Aquellas máquinas eran tan perfectas para coser, como son las actuales y tuvieron mucha demanda. Boticas no existían; cada médico tenía un botiquín con que preparaba reservadamente los medicamentos de sus clientes; pero en las pulperías se expendían al por menor drogas de consumo, o sea de la medicina doméstica, tales como, purgantes de distinta naturaleza, vómitos, aceites y yerbas medicinales.
      Pero me extendido mucho, y dejaremos para otro capítulo la continuación del mismo asunto, cuando refiera mis impresiones personales de niño y joven, tanto en Granda como en otras poblaciones.  

CAPÍTULO VII
La Guerra Civil de 1854

          Serían las 3 de la tarde del 25 de enero de 1855, según deduzco ahora por el acontecimiento, cuando presencié desde los brazos de mi madre que me cargaba, y en una casa de las de la Calle Atravesada (hoy de Chamorro) la entrada de un tumulto numeroso de gente. Gritos exaltados salían de aquella muchedumbre, compuesta en su mayor parte de soldados que llegaban del campo de batalla con los rostros ennegrecidos aún por los fogonazos de las cazoletas de sus fusiles de de chispa. Los recuerdos de mi niñez parten del año 1854, cuando apenas tenía cuatro años y medio de edad, fecha a que alcanza mi memoria.
 Piedra de chispa con que acababan de batirse contra las tropas democráticas, en la acción de la inmediata Aduana, había en aquel día en la propia entrada occidental de Granada.   Numerosas tortillas de maíz cocido se elevaban y bajaban por el aire, tiradas por los soldados que las recibían en la punta de sus bayonetas de sus fusiles, entre ruidosas carcajadas, desprendiéndolas enseguida y tirándolas otra vez con descomunal algarada.  En la retaguardia de aquella tropa y entre filas de soldados que las custodiaban marchaban derramando lágrimas varias indias de Masaya, infelices vivanderas, capturadas en el campo enemigo en donde vendían provisiones, delito grave en aquellos tiempos, según el decreto gubernativo de 10 de mayo de 1854, expedido por el Presidente Chamorro, y en el cual se penaba con presidio y trabajo forzado el simple hecho de vender alimento al enemigo en campaña.
         Momentos después de haber pasado los vencedores del que se llamó “Fuego de las tortillas”, aparecieron las camillas y las hamacas de manta, en que se llevaban a los heridos, de los cuales quedaron dos en la casa en que nos encontrábamos en ese día.   Era el uno el capitán de infantería Don Francisco Gutiérrez, más tarde general de brigada, herido entonces en la ingle derecha, y el otro el Subteniente Don Perfecto Zavala, que estaba atravesado del pecho.  La guerra civil había entrado a su período de mayor fiereza y los combates eran recuentes todos los días en los alrededores de Granada, sitiada desde meses anteriores por las tropas revolucionarias de León. Niño, como era yo en aquella fecha, cuando el sitio prolongado de mi pueblo natal , sufría sin embargo,  impresiones tan vivas, que se me grabaron para siempre en mi memoria, de tal suerte que hoy, después de más de medio siglo, las recuerdo tan bien como si hubiese pasado aquellos sucesos en tiempos menos remoto, pareciéndome aún que oigo el ruido atronador de los cañones y las detonaciones de la fusilería de aquel campo permanente de batalla, en que desperté a la vida de la infancia, y me acostumbre en cierto modo a ver correr sangre diariamente y a vivir entre alarmas e inquietudes.
      La guerra civil de 1854, una de las más sangrientas y feroces de nuestra historia nacional, está hoy casi olvidada.  El tiempo la ha cubierto con piadoso velo y creo un deber descorrerlo en estas Memorias, para que la juventud que las lea, pueda formarse una idea exacta de aquel tenebroso pasado. Después de nuestra emancipación de España, surgieron en Centroamérica los partidos políticos a la vida republicana.  Hubo en Guatemala “fiebres y serviles” o sea liberales y conservadores, que se hicieron extensivos a Nicaragua, donde se reflejaron muy débilmente. Con la primera de aquellas agrupaciones políticas, figuraban los artesanos que arrastraban en pos de sí a las masas populares, y las cuales aunque incapaces de comprender las ideas que proclamaban, dada su ignorancia, y la crasa superstición religiosa en que las mantuvo el gobierno colonial, seguían sin embargo, con gusto a todo el que atacaba a los “chancletudos”, nombre con que designaban  a los de la clase aristocráticas que  figuraban en las filas contrarias e iban del brazo con mucha parte del clero, y los cuales hacían alardes mismo del insolente orgullo de los antiguos conquistadores para con los hijos de la plebe, o sea del bajo pueblo. 
       Aquellas dos agrupaciones así deslindadas por las necesidades sociales, se confundían, sin embargo, cuando entraban los intereses locales; y sucedía entonces, que las masas populares y las clases privilegiadas de una población, antes en pugna, hacían causas comunes, en contra de la población contraria, como acontecía entre León y Granada, ciudades rivales, enemigas y cabezas de partidos locales opuestos. Aquellos bandos, mejor dicho, pandillas, tomaban según las circunstancias denominaciones especiales, derivadas del pueblo promotor del movimiento, del de los caudillos o de cualquier otro incidente lugareño, surgiendo aparentemente nuevos partidos políticos, que se diferenciaban de los anteriores únicamente en sus nombres y en uno que otro detalle insustancial.  En otras ocasiones se trataban tan solo de caudillejos, tal vez del mismo lugar, que levantaban las masas el uno con el incentivo del lucro, y el otro con promesas en igual sentido, o bien tocándoles el organillo religioso del que se aprovechaban ambos bandos con beneplácito y provecho del clero, interesado en bailar tales danzas. En el curso de la lucha volvían las agrupaciones a confundirse detrás de las personas de los caudillos; y era entonces de verse a clérigos y radicales, a granadinos y leoneses y a nobles y plebeyos, figurar, indistintamente en el bando que encabezaba el caudillo de su devoción, batiéndose con encarnizamiento y saña de pueblos salvajes.  Las sangrientas guerras nuestras de 1824 y siguientes, que terminaron en 1828 no fueron otra cosa que la expresión de rivalidades lugareñas y de intereses personales.
     El 30 de abril de 1838, decretó la Asamblea Constituyente del Estado de Nicaragua, la segregación de éste de la República Federal de Centroamérica, pasando con tal motivo a ser un facsímil de nación libre soberana e independiente, verdadera miniatura de república que tuvo que flotar sin lastre en el borrascoso mar de las pasiones desbordada; degenerando más, cuando sólo discutían ya los méritos de tal o cual caudillaje que surgía de las heces sociales, la manera de restringir o de ampliar el dominio del sable en las alturas del poder y decidir si debía corresponder el mando supremo a los hombres de León o Granada, que constituían el antagonismo local y político de aquellos tiempos.  León contaba con el obispo y eclesiástico que capitaneaba sus huestes, pero todo leonés, por el solo hecho de ser vecino de aquella jurisdicción se consideraba liberal, desde la cuna, aun cuando viviera cubierto de escapularios y camándulas o fuese más ultramontano que un hijo de Loyola.  Granada la poderosa rival de León, era por motivo de antagonismo lugareño, el centro de un partido contrario.  En consecuencia, todo granadino era tenido, por conservador, desde que nacía, sin otra razón que la de ser originario de Granada y sin que le valiesen nada sus ideas de libre pensador, si las tenía o ser más demócrata que un comunista en caso de que lo fuese.  Esa misma clasificación se observaba en los demás pueblos del Estado, según filiación a León o a Granada, que los convertía en liberales o conservadores “ipsofacto” y los mantenía dispuestos a derramar su sangre en defensa de las pretensiones de los de la una o de la otra ciudad.  Los nombres que tomaban aquellos partidos o bandos degeneraron también pues llegaron a llamarse desnudos y mechudos, timbucos y calandracas” y a tomar denominaciones por el estilo en el curso de sus contiendas sangrientas, revelando así su poca cultura y su ninguna elevación de ideas; existiendo solamente en el fondo la funesta rivalidad local que mantenían viva con distintos nombres los habitantes de los departamentos de Oriente y Occidente en que estaba dividido el país.                                                                                                                                                                                            

     Tan luego, que fue declarada nación soberana Nicaragua, los partidos rivales se disputaron el mando con más ardor si cabe, que en los tiempos anteriores. Occidente logró conservar el poder en León hasta 1844, fecha en la cual, con el apoyo y auxilio eficaz de los ejércitos invasores de Honduras y El Salvador, pudieron quitárselo los orientales y llevarlo a Granada; pero estos a su vez, lo perdieron el 6 de abril de 1847, día en tomó posesión del mando supremo del Estado el Licenciado Don José Guerrero, elevado equivocadamente a ese puesto por el voto de los mismo orientales que fueron chasqueados por él.  Volvieron sin embargo a recuperarlo el cinco de mayo de 1851, al inaugurarse la administración del licenciado Don Laureano Pineda, electo libremente por el pueblo, durante el periodo del gobernante Don Norberto Ramírez, hijo de León, no obstante ser Pineda originario de los departamentos orientales. Cuando estaba para expirar el período de Pineda, concedió este la más amplia libertad electoral para la designación del que debía sucederle.
     León reconocía entonces como caudillo suyo al Licenciado Don Francisco Castellón, diplomático y jurisconsulto famoso, y Granada al General don Fruto Chamorro, hombre de temple acerado y de pasiones violentas.  Ambos fueron candidatos en los comicios que se excluían ciegamente.   Se dijo en aquel entonces que en las elecciones de Castellón obtuvo el triunfo en primer grado.  Las elecciones para autoridades se hacían en dos actos separados; votando primero el pueblo en los comicios por una papeleta que contenía escritos los nombres de cierto número de electores de distrito, y reuniéndose éstos después en el colegio de la cabecera del respectivo distrito para designar por voto directo al nuevo gobernante y a los representantes al poder legislativo en su caso. 
      Fue público en aquella ocasión, que varios electores de distrito de los del partido de León traicionaron a sus comitentes en las elecciones de segundo grado, consignando sus votos por Chamorro, mediante precio que recibieron de los amigos de éste.   Debido a ese fraude no hubo en los colegios electorales la mayoría absoluta de votos requerida por la ley y que había conseguido en las elecciones de primer grado el candidato occidental, sino una mayoría relativa, que llevó la elección a la asamblea legislativa, en donde la intriga y el soborno de los amigos de Chamorro, lograron que éste, a pesar de su minoría de votos resultase electo gobernante de Nicaragua.  Una vez posesionado del mando supremo, el General Chamorro, influyó en el ánimo del poder legislativo para que convocase una asamblea constituyente, encargada de reformar la constitución política de 1838, que entonces regía y era muy liberal en sus disposiciones, por considerarla pródiga en conceder derechos y garantías a los ciudadanos con detrimento de la acción enérgica, que según él correspondía al ejecutivo nacional.   El Director Chamorro hizo la iniciativa de convocatoria en 16 de Mayo de 1853, y en ese mismo día la complaciente asamblea expidió un decreto, mandado que se practicasen elecciones de diputados para la próxima constituyente, aunque sin señalar la fecha en que deberían verificarse, ni menos la de la instalación de dicha constituyente, dejándolo todo a discreción del Poder Ejecutivo, con el propósito visible de que pudiera hacer una elección a su gusto.
     El Ejecutivo señaló hasta en 22 de junio siguiente, las fechas de 31 de julio y 28 de agosto siguientes para las elecciones de primer y segundo grado, omitiendo, sin embargo indicar el día en que debiera instalarse aquella constituyente, temeroso quizás de un mal resultado en dichas elecciones pero éstas fueron satisfactorias para él en todos los pueblos, con excepción de las del Departamento de Occidente en que resultaron designados para Diputados por los distritos de León y Chinandega, varios caudillos opositores entre los que se contaban el Licenciado don Francisco Castellón y el Doctor Máximo Jerez, cabezas principales del Partido Liberal Leonés.   En el mes de noviembre de 1853, cuando aún no había sido señalado por el ejecutivo el día de la instalación de la Asamblea Constituyente, electa desde agosto anterior, dispuso Chamorro que se instruyese un proceso reservado para la averiguación de un complot revolucionario contra su gobierno, que le había sido denunciado en León y en el cual fueron complicados los Diputados occidentales, recién electos.   
       Descansando en el testimonio de los espías y delatores y sin conceder audiencia a los procesados, dio Chamorro por bien comprobados los hechos, y queriendo hacer sentir el peso de su autoridad, redujo a prisión con menosprecio de la ley a los Diputados Castellón, Jerez y Guerrero, que gozaban de inmunidad constitucional, a los Coroneles Francisco Díaz Zapata y Mateo Pineda y a otras personas de importancia del Partido Liberal de León, expulsándolos enseguida.   
       He hablado del Departamento Occidental, nombre que hoy debe ser desconocido para mucha gente que me agradecerá la siguiente explicación: Había en Nicaragua, en aquel tiempo sólo cuatro departamentos políticos: el Occidental u Occidente que comprendía a León, Chinandega, y las demás poblaciones occidentales , hasta las riberas del Pacífico por un lado y las playas del lago de Managua por el otro, hasta llegar a Mateare:   El Oriental o de Oriente que abrazaba, ambos lagos en su jurisdicción, así como el distrito de Chontales y las poblaciones de Granada, Masaya, Managua, Nandaime, Jinotepe, etc. hasta el río Ochomogo que era su línea divisoria con el departamento Meridional.  Partiendo el propio río y llegando a las fronteras con Costa Rica, el departamento Meridional estaba  limitado por las playas del gran lago, desde la boca del Menco por un lado, y por las del pacífico por el otro, desde el río Escalante, hasta la bahía de Salinas, incluyendo todas las poblaciones comprendidas en aquel radio; y el del Norte y Septentrión, que comprendía las dos Segovia o sean los actuales departamentos de Nueva Segovia, Matagalpa, Jinotega y Estelí, así como la porción restante hacia el norte hasta la frontera con Honduras.  
        Hasta el mes de enero de 1854, fue reunida la Asamblea Constituyente en Managua, aunque sin la concurrencia de los diputados expulsos o sea con exclusión de los representantes occidentales.   El Director Chamorro leyó un mensaje en el que encarecía a la representación nacional, que fuera muy discreta y mesurada para la concesión de las garantías individuales en la nueva carta que se les encargaba y que procurasen al mismo tiempo robustecer el principio de autoridad “dando mayor fuerza al poder revistiéndolo de “cierta pompa y majestad, que infundiera respeto”.  Aquel mensaje, mal recibido por el público, fue, sin embargo, bien acogido por la Asamblea, la que de acuerdo con el gobernante, aprobó y decretó el proyecto de constitución que el propio Chamorro había elaborado, siendo sancionado por el Ejecutivo en 30 de Abril de 1854.  La nueva Constitución constaba de 104 artículos,  Declaraba al Estado de Nicaragua “República soberana e independiente” rompiendo así toda esperanza, de nueva federación centroamericana, y daba el nombre de presidente al director supremo, al que prorrogaba por cuatro años su período administrativo  de dos años, según lo dispuesto por la constitución anterior ; facultaba al ejecutivo para que con sólo conatos de trastornos público, pudiera ocupar la correspondencia epistolar, violar el asilo doméstico, arrestar hasta por 30 días, trasladar a cualquier individuo de un punto a otro de la República y extrañar del territorio de ésta hasta por seis meses. Sus disposiciones establecían, en resumen, un régimen legal extremadamente absolutista y despótico, que llenó de terror a los opositores y los hizo, como era de esperarse, luchar con la desesperación del que trata de salvarse de un peligro inminente. Como con la publicación de la nueva ley constitutiva, quedaba terminado de “facto” el período administrativo del general Chamorro que dejaba de ser director, hubo necesidad de elegirlo Presidente, de conformidad con lo estatuido; pero siendo mucho el descontento público y la impopularidad de Chamorro se consideró peligroso llevar su candidatura a los comicios y se prefirió hacerlo elegir por la Asamblea, alegando que ésta era también legítima representante del pueblo en todos los actos de su soberanía , no obstante que la constituyente sólo había sido una convocatoria. Fue sin embargo de ese modo nombrado Presidente al General Chamorro, con infracción manifiesta de la antigua y la nueva constitución, que establecían terminantemente las elecciones populares en los comicios.
      Don fruto Chamorro (y no Frutos en plural como ha querido llamársele con posteridad, porque él siempre firmó así de acuerdo con el uso de aquellos tiempos y con el derecho que tenía de darse el nombre propio de su agrado), fue natural de Guatemala e hijo ilegítimo del criollo granadino Don Pedro Chamorro, que hizo sus estudios en la antigua capital del reino y fue jefe más tarde de la familia de su nombre.   Don Fruto llevó en su juventud el apellido de Pérez, que correspondía a su madre, una humilde obrera guatemalteca, a cuyo lado creció y se educó, dedicándose al estudio de las ciencias exactas.  En lo político, saturado del ambiente de su pueblo, fue siempre admirador de la camarilla de pretendidos nobles coloniales que rodeaban al general Carrera, y por ende-conservador absolutista, bien definido y un amante del orden, tal como lo mantenía dictatoríamente el gobernante de su país.  Cuéntese que cuando Don Pedro Chamorro creyó próximo su última hora en Granada, recomendó a su esposa, con la que había procreado cinco hijos, entonces en la menor edad los varones, que tan luego como quedase viuda llamase a su bastardo de Guatemala, lo pusiera al frene de la casa y de la administración de los negocios, lo reconociera e hiciese reconocer como jefe de la familia y le obligase a tomar el nombre apelativo de Chamorro en lugar del Pérez que llevaba.  Todo se cumplió fielmente, y don Fruto se trasladó a Granada, adquiriendo muy pronto una ventajosa posición social en su nuevo vecindario, mediante la cual pudo contraer matrimonio con la más rica heredera del lugar, joven agraciada y de altas dotes personales.  No tardó en tomar participación en los asuntos públicos de Nicaragua y en llegar a ser el Jefe del Partido Conservador de Oriente.  Tal era el nuevo gobernante nicaragüense.
     El General don Trinidad Cabañas se hallaba en aquel tiempo al frente del gobierno de Honduras, en clase de jefe del Estado, electo popularmente; aunque era amigo personal del General Chamorro, no caminaba muy de acuerdo con él en los asuntos políticos, pues era el caudillo del partido liberal nacionalista centroamericano, desde la muerte del General Morazán.   La camarilla conservadora de Guatemala no veía con buenos ojos la presencia de Cabañas en el poder de Honduras y buscó un pretexto para declararle la guerra en 6 de julio de 1853 y para invadir con sus tropas el territorio hondureño. Cabañas reclamó entonces al Gobierno de Nicaragua el auxilio armado a que tenía derecho de conformidad con el tratado de alianza de 20 de agosto de 1851, en virtud del cual había dado un ejército al ex director Pineda para que se restableciera en el mando; mas Chamorro que trabajaba por procurarse las relaciones del Gobierno de Guatemala se negó con distintos pretextos contentándose con enviar un ministro mediador de su confianza que, como era de esperarse, demostró indebidas diferencias para con el adversario del gobernante hondureño.  Cabañas comprendió luego que Chamorro se inclinaba al lado de sus enemigos y que debía precaverse, lo cual vio confirmado poco después cuando el ministro mediador de Nicaragua firmó en Guatemala, en 7 de marzo del propio año un tratado de alianza defensiva con el gobierno que presidía Carrera y en el cual se estipulaba entre otras cosas, los auxilios mutuos, la independencia de ambas repúblicas, la represión de la prensa  que se desbordase contra los países amigos y la extradición de los reos políticos, no quedaba duda alguna al general Cabañas de que tenía que esperar de Chamorro, tanto más cuanto que los emigrados nicaragüenses asilado en Honduras, le aseguraban que Chamorro estaba íntimamente ligado con Carrera por ideas y paisanaje y le convencían de la necesidad de promover una revolución en Nicaragua, para evitar que el gobierno de Honduras fuera tomado entre dos fuegos enemigos.
     El General Chamorro, a su vez, creyendo débil y abatido a Cabañas le previno con amenazas imprudentes que reconcentrara a los emigrados nicaragüenses, acabando con esa demanda en tales términos, con la paciencia del gobernante hondureño, que llamó en el acto a los emigrados y les ofreció toda clase de auxilios si se comprometían a prestarle ayuda más tarde para reconstruir la Patria Centroamericana y a conseguir la neutralidad de Costa Rica en la revolución que llevase a Nicaragua.   Esto último parecía lo más difícil a los emigrados nicaragüenses; pero los acontecimientos llegaron en su auxilio, porque estando de Ministro Plenipotenciario de Nicaragua en San José de Costa Rica el señor Don Dionisio Chamorro, hermano de don Fruto, quiso tratar los asuntos diplomáticos con la misma energía militar con que su hermano trataba los asuntos interiores de Nicaragua y dirigió a la cancillería costarricense una comunicación en términos tan duros , que rompieron de hecho las relaciones entre ambos gobiernos.  Tal suceso llegó muy oportunamente a salvar el único obstáculo que tenía Cabañas para lanzar la revolución en Nicaragua, la que se llevó efecto en los primeros días del mes de mayo inmediato. Obtenido los elementos y recursos que necesitaban los emigrados hubo una reunión de estos en Nacaome, en la cual se hicieron los arreglos preliminares para la invasión y se designó para general en jefe del movimiento al Doctor Máximo Jerez, que gozaba de mejor reputación militar entre los que componían la falange revolucionaria.
       Jerez era hijo de un pobre y humilde artesano y había sobresalido desde muy joven en la Universidad de León por la precocidad de su talento y su constante dedicación al estudio que le permitieron coronar su carrera académica en edad temprana.  En el año de 1843 fue nombrado Secretario de la Legación de Nicaragua en Europa confiada al licenciado Don Francisco Castellón; y a su regreso entró a servir en el ejército de operaciones a las órdenes del general don Trinidad Muñoz, que tenía fama de ser el primer táctico de su tiempo.  Por rigorosa escala de grados, llegó hasta teniente coronel efectivo, después de haber sido herido en la acción de Chinandega, combatiendo valientemente contra la facción de José María Valle.      Terminados los arreglos preliminares de Nacaome, dispuso Jerez que el teniente coronel don Esteban Valle se internase previamente a Nicaragua con una guerrilla que debía avanzar por el lado de Somotillo con el objeto de llamar la atención de Chamorro y que éste descuidara el paso del Realejo por donde pensaba invadir con los demás emigrados.   El grueso de la expedición revolucionaria, encabezada por Jerez, salió un poco después del puerto de la Brea, a bordo de una lancha que gobernaba el coronel Trinidad Salazar, quien no pudo evitar que la embarcación fuese arrojada sobre la costa por un viento huracanado que la hizo encallar.  Con mucho trabajo lograron los revolucionarios ponerla a flote, y a zarpar con ella para El Realejo, no obstante, las acaloradas protestas de muchos de ellos que consideraban cono una temeridad proseguir la invasión en aquellas condiciones.   De esos hubo algunos que disgustados, hallaron después pretextos para quedarse a bordo y no tomar parte en la marcha por tierra así que llegaron a playas nicaragüenses. El 5 de mayo en la noche arribó la lancha al Realejo e inmediatamente asaltó a tierra Jerez, seguido de 24 hombres que componían su ejército de operaciones, y con ellos se internó por entre las malezas de la costa, buscando un camino para la población; pero debido a la oscuridad se extravió y estuvo a punto de fracasar en su empresa, porque no habría tenido éxito si le sorprende la luz del día. Amanecía casi, cuando los expedicionarios lograron acercarse al cuartel en que acampaba la guarnición permanente de 25 hombres que cuidaban el puerto, dándoles una sorpresa y tomando sin resistencia el edificio con sólo la muerte del centinela.   Dueño Jerez del puerto del Realejo, marchó precipitadamente sobre la ciudad de Chinandega a pocas leguas de distancia, la ocupó sin oposición y logró del alcalde, que era su partidario, que reuniese enseguida más de doscientos hombres voluntarios que, llenos de entusiasmo regresaron con Jerez al Realejo a empuñar las armas del depósito de la lancha que condujo a la expedición.   Una vez armados se puso Jerez a la cabeza y volviendo todos a Chinandega el día 8 del propio mes, llevando consigo el resto del armamento y las municiones, allí organizó Jerez, a como pudo, su improvisado ejercito publicó el programa de la revolución, adoptó como divisa la cinta roja de la revolución francesa y dio a sus tropas el nombre de Ejército Democrático; avanzando enseguida hacia el interior hasta llegar a la hacienda “el Paso”, a poca distancia de León, en la cual dispuso quedarse por ser una posición militar, rodeado de cercas de piedra que la hacían inexpugnable y bien provista de agua y alimentos. 
     Chamorro en el entretanto, se había trasladado a León, ansioso de batirse personalmente con los revolucionarios, suponiéndolos en mayor número.  Antes sin embargo, expidió en la propia ciudad de León, con fecha 10 de mayo de 1854 un decreto verdaderamente feroz, que recordaba los procedimientos  medievales por el cual condenaba a muerte, “sin más trámite que la pronta ejecución” a todo revolucionario que fuese tomado con el arma en la mano y penaba con dos a doce meses de presidio a los que prestasen cualquier auxilio a la revolución o se negase a dar sus servicios personales pecuniarios al gobierno, o propalasen falsas noticias, o recibiesen cartas de los facciosos u ocultasen los informes que de éstos tuviesen, decreto que, por desgracia se cumplió fielmente y que convirtió aquella contienda civil en una verdadera guerra a muerte, sañuda e implacable, muy semejantes a las antiguas guerras religiosas del viejo mundo.   El ejército de Chamorro portaba la divisa blanca de los Borbones de Europa y se daba el nombre de Ejército Legitimista.
      Deseoso de averiguar el paradero de los revolucionarios, dispuso Chamorro que saliese de León el oficial Cecilio Gutiérrez con un piquete de caballería a seguir sus huellas.  Gutiérrez llegó hasta el pueblo de Quezalguaque el día 12, pero dejó descansando a su tropa en la ribera del río que se halla a la entrada de la población y avanzó solo con dirección a la plaza, en momentos en que llegaba a esta por el extremo opuesto una partida de caballería democrática, que le dio muerte en el acto y que incorporó voluntariamente después a muchos de los soldados que le habían acompañado y con los cuales avanzó hasta los suburbios de León para provocar a Chamorro contramarchando enseguida su campamento “del Pozo”.   Enfurecido Chamorro con aquella audaz provocación se puso inmediatamente a la cabeza de 300 hombres y marchó enseguida en busca del enemigo, pasando parte de la noche en el pueblo de Telica y el resto caminando por “El Pozo”, sin que lo detuviera la lluvia torrencial que caía incesantemente y al amparo de la cual pensaba dar una sorpresa al enemigo y llegar al amanecer del día 13.   Para esto consultó su reloj a la luz de un cigarro que fumaba, y tomando una hora por otra llegó con mucha anticipación a las inmediaciones del campamento de Jerez.    Se adelantó entonces, con sólo sus ayudantes, a hacer observaciones más de cerca, protegido por la oscuridad de la noche; pero durante su ausencia fue tomada como del enemigo una patrulla legitimista que regresaba y que había sido mandada abrir un camino de flanco en el bosque inmediato.  Los fuegos se iniciaron entre aquellos cuerpos de un mismo ejército, cuyo reconocimiento se dificultaba con las tinieblas; pero pudo al fin contenerlos con mucho esfuerzo el propio Jefe, que acudió presuroso y comprendió en seguida la equivocación sufrida.   El ruido de los disparos despertó como era natural, a los democráticos, que dormían a pierna suelta, confiados en la lluvia, no obstante haber recibido oportuno aviso de León de la salida de sus contrarios. 
        Como el plan de sorpresa había fracasado dispuso Chamorro que se procediese al ataque inmediatamente, sin parar en mientes en la hora, que equivocadamente, continuaba creyéndola próxima al amanecer, y que sus tropas cargasen de frente y en pelotón cerrado hasta pasar sobre las cercas, verdaderas murallas de piedra superpuestas detrás de las cuales tiraban resguardados y con toda seguridad los soldados de la revolución.  Refiérese que don Fruto, en un rapto de loco frenesí, lanzó su caballo sobre las murallas relativamente altas y dobles para ser saltadas de ese modo, logrando únicamente aproximarse hasta tocarlas con los cascos delanteros del caballo, al que mantuvo por algunos momentos, dominándolas en aquella posición, mientras disparaba sus pistolas y gritaba con voz ronca y provocadora: Aquí está Chamorro, cobardes:  Una nutrida descarga fue la contestación inmediata que obtuvo para semejantes palabras; más como el jinete estaba resguardado por el cuerpo del caballo, fue éste el que herido en el pecho, cayó muerto y arrastró en su caída a don Fruto, que recibió un fuerte golpe en la cabeza y quedó exánime.   Su hermano el teniente Coronel don Fernando Chamorro, corrió presuroso a su lado y con el auxilio de un ayudante pudo levantarlo y colocarlo en la parte delantera de su montura, sosteniéndolo con sus brazos y huyendo a escape con aquel que creían un cadáver, hasta llegar a una hacienda cercana, propiedad de don Espiridión Orozco, que iba s su lado, guiándole y acompañándole. Se ha dicho con insistencia que aquel acto de locura inexplicable del General Chamorro, fue efecto de su embriaguez alcohólica; y aunque sus partidarios lo han negado, parece sin embargo que realmente contribuyó mucho al trastorno mental de Don Fruto, persona de alguna sensatez y buen juicio, la influencia de algunos tragos del aguardiente que llevaba en su cantimplora.   No puede explicarse de otro modo el hecho insensato de abandonar su puesto de Jefe superior para adelantarse sólo y montado a caballo, pretendiendo saltar sobre una elevada trinchera de la fortificación enemiga, en la cual, para mayor abundamiento de locura, daba su nombre a gritos, cosa que pudo costarle la vida sin la defensa que le proporcionó el noble bruto que montaba.  Quijoterías tan simplonas como aquellas, denuncian una excitación parecida a la que produce el aguardiente, licor que en aquellos tiempos solía ser reglamentario para entrar al combate y es casi seguro lo fue también en esa noche de lluvia incesante y de redobladas fatigas, ocasionando el desastre del ejército que huyó en desbandada, cuando vio caído y al parecer sin vida a su jefe.                                                                                                                                           
      Ocultó permaneció Chamorro en la hacienda de Orozco hasta la noche siguiente en que, por caminos extraviados, logró llegar a León.   Durante su ausencia había corrido la noticia de su muerte, la cual no tardó en saberse en León, donde residía el consejo de ministros, que se apresuró a antedatar un decreto de depósito de la presidencia en el diputado Emilio Cuadra, cuyo decreto fue publicado con la firma de Chamorro.  Tuvo por este motivo que escapar sigilosamente en la misma noche del día de su regreso y abandonar la ciudad, seguido de su hermano y de los pocos amigos de su séquito. En Amatitlan, a cuatro leguas de León, se vio obligado don Fruto a tomar algún descanso, y dormía profundamente, cuando llegó un piquete de caballería que iba en su seguimiento para capturarlo, pero avisados a tiempo, pudieron Chamorro y los suyos huir, amparados por la oscuridad de la noche, aunque completamente dispersos, tomando cada uno entre el monte y por el camino que pudo encontrar.  El presidente anduvo así extraviado durante tres días, al cabo de los cuales logró salir a Managua, cuya población encontró abandonada por las autoridades y de la cual también se retiró en seguida por creerse inseguro, pasando a Masaya, donde se detuvo pocos momentos, continuando hasta Granada, adonde llegó en la madrugada inmediata.        Chamorro depositó a continuación la presidencia de la República en el diputado Constituyente Don José María Estrada, para ponerse al frente del ejército legitimista como primer jefe militar.   Nombró segundo jefe al General Don Agustín Hernández, leones que le había sido fiel y que llegaba acompañándole. Don José María Estrada, era hijo de un humilde artesano del barrio Cuiscoma.   A pesar de pertenecer a la raza mixta de los morenos entonces mal aceptados en Nicaragua, tenía fama de ser un literato erudito y solamente se le tachaba su carácter indeciso, no obstante, su reconocida honradez.   “Era según el decir del cronista don Jerónimo Pérez, alto y robusto, violento para andar; tenía la cabeza cubierta de pelo grueso encrespado: la frente cuadrada, el color prieto, el cutis muy áspero, las facciones regulares y el ojo vivo, relevando inteligencia”.  Según el mismo autor, Estrada llevaba su pulcritud hasta no dejar salir de su oficina ningún despacho sin que él no lo hubiera examinado, cambiado su forma y corregido el estilo y la ortografía, por lo cual demoraba días enteros el despacho de los correos, pues tenía a mengua que un escrito suyo, o que fuese autorizado con su firma, llevara faltas gramaticales.
        Jerez mientras tanto, salió de León con ochocientos hombres voluntarios, con dirección a Granada en donde creía que podría entrar marchando triunfalmente sus partidarios, que se habían hecho numerosos.  Lo recibían en todos los pueblos del tránsito con entusiasmo y le procuraban víveres, alojamiento y cuando más necesitaba para sus tropas, las que por su orden y compostura devolvían la confianza en todas partes y hacían que regresaran a sus hogares muchos de los que llenos de terror, se habían refugiado en los campos.   Así pasó por Managua y llegó a Masaya en donde permaneció algunos días tomando informes de la situación de Granada, hasta el 25 de mayo en que dispuso el avance del ejército para el amanecer del día siguiente.  Aquella marcha lenta y tan confiada, como que duró más de doce días, fue la pérdida de Jerez, porque durante ese tiempo pudieron los granadinos volver de la sorpresa recibida, levantar tropas y fortificar bien el radio de defensa de la plaza y sus contornos. A las 12 del día del 26 de mayo se presentó Jerez a las puertas de Granada.  En el lugar llamado la Aduana, tuvo el primer encuentro con una guerrilla de avanzada, que huyó desbandada, dejando abandonado a su comandante, el que se libró de caer prisionero tan solo por haberse despeñado con el caballo que montaba en un foso profundo, llamado el Arroyo de la Aduana, que existe hasta el día de hoy en aquel lugar.
       El ejército democrático avanzó a continuación sobre Jalteva, persiguiendo a los derrotados de la avanzada legitimista, hasta posesionarse de la iglesia del Calvario y de las casas inmediatas; y en el día siguiente atacó la primera línea de las fortificaciones de Chamorro la cual lindaba con la avenida o callejón del Palenque que corre de sur a norte de la Calle Real, o de la entrada hasta el barrio Hormiguero, logrando tomarla por asalto y penetrar hasta el callejón de la Merced en donde hubo que suspender el avance, debido a un doble incidente ocurrido a esas horas.   Jerez dirigía desde el atrio de Jalteva que es muy dominante y visible los movimientos del ataque, y en los momentos en que daba órdenes para el asalto de la plaza principal, un riflero extranjero al servicio militar de Chamorro, lo blanqueo desde la torre de la Merced, asestándolo un balazo en la rodilla que le fracturó la rótula derecha y lo derribó.   Mientras lo recogían herido un segundo disparo del mismo riflero, atravesó el pecho del general don Mateo Pineda, segundo jefe militar de la revolución y el ejército democrático quedó sin sus jefes superiores, justamente en los momentos decisivos de la jornada de aquel día.  
       Las hordas indisciplinadas que lo componían, suspendieron entonces el avance y se dedicaron al saqueo de los ricos almacenes del comercio que encontraban en el radio ocupando por ellas, entre la línea de casas que iban “claraboyando” para aproximarse a la plaza.   En aquellos almacenes hallaron también cajas de licores con los cuales se embriagaron, pasando después a cometer excesos que la pluma se resiste a describir.  Cada cual se apoderó del botín que pudo, arrojó al suelo el arma que le estorbaba para cargar, y regresó a León en esa misma noche con sus envoltorios a cuestas a gozar de lo adquirido.  De ese modo y en pocas horas el numeroso ejército de Jerez, quedó reducido a poco más o menos de su mitad numérica; y si a esto se añade que las municiones del almacén de guerra habían escaseado, porque se habían llevado pocas no contando con encontrar resistencia, y que se necesitó de mucho tiempo para conseguir otras en El Salvador, podrá fácilmente comprenderse la inactividad en que se vio obligado a permanecer el ejército invasor en los días siguientes.  Chamorro no se explicaba aquella suspensión de hostilidades y creía muy posible la caída de la plaza de Granada en poder de aquel enemigo, cuya sola presencia en Jalteva mantenía amedrentados a sus defensores.   Para reanimar a éstos se puso a la cabeza de una patrulla y salió afuera de la línea en fortificaciones la plaza hacía el lado Sur de la ciudad, o sea por el barrio de Pueblo Chiquito que ocupaban ya los invasores, con los cuales se encontró enseguida, los atacó audazmente y los obligó a huir.   Esa escaramuza, considerada por los de la plaza como un gran triunfo, estimuló a los defensores de ésta y dio general aliento porque renació la pérdida fe en las aptitudes militares del Jefe.
     Continuaron casi diariamente encuentros parciales en distintos puntos del rededor de la ciudad entre  patrullas que salían de la plaza y los pequeños cuerpos de avanzada del ejército sitiador, hasta el 7 de junio que volvieron a tomar la ofensiva los democráticos, atacando denodadamente el lado Sur de la línea de defensa del callejón de la Merced sobre el cual avanzaron hasta llegar al barrio de Cuiscoma; pero allí fueron rechazados y desalojados de sus nuevas posiciones, después de un ruidoso combate por una columna legitimista que comandaba el General Corral.
       En ese día apareció en Granada el primer número de “El defensor del Orden” periódico oficial, cuya redacción principal estaba a cargo del Ministerio de Relaciones Exteriores Don Mateo Mayorga.  Aquella hoja era también boletín de noticias de la guerra y órgano de combate a favor de la causa legitimista y en contra de los democráticos, a los que ponía de oro y azul, difamándolos y procurándoles desprestigio por cuantos medios estaban a su alcance. 
       Después del combate encarnizado del 7 de junio, volvieron ambos contendientes a entrar en nuevo período de calma tan completa, que no parecía que hubiese guerra ni ejércitos a la vista.   Los defensores de la plaza aprovecharon aquel descanso para mejorar y aumentar sus fortificaciones y apertrecharse más con armas y municiones que introducían por la vía marítima del puerto de San Juan del Norte; y aunque sabían que en Jalteva escaseaban las municiones, no intentaban un ataque por el temor que tenían de que resultase falsa la noticia.  Era verdadera, sin embargo, y tanto, como que las avanzadas democráticas llegaron a no tener más que un tiro de reserva, debido a que Jerez, que había creído encontrar poco o ninguna resistencia en Granada, tan solo llevó a Jalteva veinte mil tiros, dejando el resto de sus municiones a borde del bergantín en que llegó al Realejo.   Cuando con la prolongación de la lucha se consumieron las municiones envió a buscar las restantes pero el buque ya no estaba donde lo dejó, pues tuvo que zarpar para la Unión a fin de ponerse a salvo de una sorpresa, precedente de San Juan del Sur que estaba en poder de los legitimistas. La guerra tuvo que prolongarse por ese motivo por que ninguno de los beligerantes tenía fuerza bastante para vencer ni aun para acometer al otro.
       En aquellos días dispuso la revolución organizar su gobierno provisional, en León, bajo la presidencia del Licenciado Francisco Castellón, caudillo del Partido Liberal Nicaragüense, designado gobernante por la municipalidad desde el 25 de mayo y proclamado por el ejército democrático en Jalteva el 4 de junio siguiente.   El presidente revolucionario tomó posesión de su destino el 11 del propio mes, y nombró ministro general del nuevo gobierno al licenciado don Pablo Carvajal, enviando los autógrafos de estilo a los gobiernos vecinos que, con Excepción del de Honduras, no le acusaron ni recibo.  El Licenciado Castellón descendía de una familia pobre y de humilde posición social en León; pero logró levantarse y sobresalir ventajosamente por su propio esfuerzo después de haber coronado su carrera de abogado con mucha lucidez, adquiriendo gran reputación como jurisconsulto eminente y además como muy experto en el ramo de hacienda pública, desempeñándose como ministro durante varios años en las administraciones anteriores.  Su posición política llegó al apogeo en 1843 en que el gobierno de Nicaragua apeló a su patriotismo y luces para que fuese con una misión diplomática, importante y delicada, ante algunos de los gobiernos europeos.  Fue entonces cuando llevó de secretario al joven doctor don Máximo Jerez, con el que regresó más tarde, y cuando ambos aunaron un caudal de conocimientos modernos que les valió el respeto y la admiración de sus connacionales.  Tenía Don Francisco Castellón una presencia hermosa y simpática y un trato culto y agradable.  Su cabello era lacio y de color rubio oscuro, su cutis blanco y fino y sus facciones bien proporcionadas y correctas, según el decir del licenciado Jerónimo Pérez que lo conoció bien.   De estatura regular y bien formado cuerpo, andaba con paso reposado, y aunque serio y poco expresivo, se expresaba con dulzura y no tenía más defecto, a primera vista, que su voz un tanto nasal mal sonora, pues hablaba lentamente y con los labios entreabiertos.   Se le achacaba como defecto, en aquellos tiempos de sencillez patriarcal y descuido en el vestido, la pulcritud y el lujo que gastaba en su persona y en su hogar, superiores a sus recursos y que lo hacían vivir un tanto angustiado, por los gastos excesivos que le ocasionaban.   Hay que decir, sin embargo, que su mayor lujo, según documentos de sus contemporáneos, consistía en recargarse de joyas, llevando muchos anillos en los dedos y gruesas cadenas de oro con grandes sellos sujetando el reloj.
      Cuéntase que durante el período de inacción del ejército en Jalteva, los soldados de Jerez se entregaban al pillaje y, una vez satisfechos con el botín que recogían, se desertaban con el mayor descaro, obligando de este modo a las autoridades revolucionarias de León a hacer reclutamientos constantes para reponer las bajas que jamás se llenaban desde que los mismos repuestos observaban igual conducta.
    Chamorro en el entretanto engrosaba sus filas con reclutamientos constante, daba aliento a sus soldados y recobraba poco a poco sus antiguos prestigios. Trató entonces de tomar la ofensiva en mayores proporciones y para esto ordenó su a segundo, el General Agustín Hernández que tomase 300 hombres y atacase con ellos, dando una sorpresa al enemigo.   Hernández salió enseguida de la plaza, dirigiéndose con su columna hacia el sur y se lanzó de improviso sobre el ala derecha de los democráticos, logrando penetrar el interior del campamento hasta los edificios inmediatos a la iglesia de Jalteva, en uno de los cuales habitaba Jerez, quien hallándose todavía en cama con la herida abierta se levantó, ayudándose con muletas, reanimó a sus soldados y rechazó a Hernández,  aunque mucha parte de la tropa que había huido derrotada al principio de la acción, llegó hasta León sembrando el pánico en la población del tránsito con noticias exageradas.  Jerez trató de tomar desquite de la sorpresa recibida y para lograrlo dispuso que saliese una columna expedicionaria en la tarde del mismo día y por caminos secundarios cayese sobre el fuertecito o estación del muelle de Granada y lo tomase; pero no tuvo éxito este ataque, porque de la plaza llegó un refuerzo a la guarnición del muelle y los democráticos fueron derrotados, dejando varios muertos, entre los que se contó el teniente coronel Don Antonio Darío, cuyo cadáver fue amarrado de los pies a la cola de un caballo y arrastrado por las calles de Granada en comprobación del triunfo obtenido.  También quedaron en el campo algunos heridos leoneses que fueron fusilados enseguida de conformidad con el decreto chamorrino de 10 de mayo anterior, que establecía la guerra a muerte y sin cuartel.  

      El triunfo del Fuertecito animó a Chamorro a dar otro golpe de audacia, disponiendo salir personalmente el 3 de julio con una columna expedicionaria y atacar la plaza de Masaya, a cuatro leguas a retaguardia del campamento de Jalteva, para dejar cortada a éste con León que era su centro principal.  Llegó sin ser observado hasta Masaya y ocupó la ciudad sin resistencia, porque la reducida guarnición que había en la plaza, no pudiendo oponerse por su escaso número, se retiró al pueblecito de Nindiri.   Dicha guarnición se encontró con el coronel democrático José Sansón, que conducía dinero y elementos enviados de León para el campamento de Jalteva, custodiado por tropa armada.   Reunidas ambas fuerzas volvieron sobre Masaya, obligando a Chamorro a levantar campo y a regresarse precipitadamente a Granada, excusando un combate en el cual podía ser tomado entre dos fuegos, si intervenían como era probable, auxilios de Jalteva. Mientras Chamorro andaba en tales correrías, llegó la noticia de Jerez de su desaparición de la plaza y trató de aprovecharla emprendiendo un ataque urgente, que no tuvo éxito, porque fue rechazado por la guarnición legitimista que había quedado al mando del jefe norteamericano, Mr. Henry Doss al servicio de Chamorro en la legión de extranjeros de advenedizos contratados para la guerra.   Antes de aquel suceso fueron a Jalteva algunos comisionados de la ciudad de Rivas a hacer presentes a Jerez que la revolución gozaba de general simpatía en los pueblos del departamento meridional, pues hasta el gobernador militar don José Baldizón, decía ser democrático y hallarse dispuesto a ayudar a su partido.  Jerez envió entonces una comisión militar a la orden del licenciado Don Buenaventura Selva, la cual ocupó la ciudad de Rivas sin resistencia alguna, siendo recibida en todas partes con demostraciones afectuosas. Baldizón presentó su renuncia a Selva, a quien hizo entrega del mando militar y político del departamento, retirándose enseguida a Costa Rica.   El nuevo Gobernador armó en guerra una goleta que salió del puerto lacustre de La Virgen con tropas destinadas a ocupar las fortalezas de San Carlos y el Castillo en el río de San Juan, que se encontraban abandonadas.  Del mismo puerto de la Virgen zarpó enseguida otra goleta “La Perla” comandada por un extranjero que se hacía llamar el Doctor Segur, inglés naturalizado en los Estados Unidos y al servicio de los democráticos, la cual llego hasta la playa de Granada por la noche del 26 de junio y capturó la goleta “Santa Cruz”, que estaba anclada cerca del muelle, llevándola a remolque y armándolas después en guerra.
      Segur quedó dueño del lago, cuyas costas recorría con sed de conquista, sacando abundantes recursos para la revolución y haciendo prisioneros a sujetos de importancia.  Quedaron entonces los legitimistas con sus comunicaciones exteriores cortadas por ambos océanos y privados de las armas y municiones que otra entrada y salida fue una que hay hacía el norte a través del río Poneloya por donde recibía los pocos auxilios que le proporcionaba Chontales y Matagalpa, únicos pueblos que le fueron leales a Chamorro.  Jerez descuidó de cortar esa vía de comunicación que era el único hilo de vida que sostenía a Granada en aquellos momentos difíciles. Mientras tanto el gobierno provisional de León recibió comunicaciones del de Honduras en las que le participaba tener averiguado que los Presidentes Carrera y Chamorro habían resuelto apoderarse del territorio hondureño y repartírselo amablemente, y que para frustrar ese intento intervendría el Gobierno de Honduras en auxilio de la revolución , enviando al general don Francisco Gómez con una columna hondureña a ocupar el departamento de Nueva Segovia, y al -General don Marcelino Licona, con otra a ocupar el de Chinandega.  Cambió después de modo de pensar y formó una sola división con ambas columnas, la cual llegó al campamento de Jalteva el 15 de julio al amanecer.
       Al día siguiente de la llegada de los hondureños se dispuso en Jalteva, que fuesen a practicar un reconocimiento al lado sur de la plaza en donde había hecho colocar Chamorro una pieza de artillería calibre 24.   Emplazándola sobre una altura dominante; pero sucedió que el jefe nicaragüense que iba guiándolos apuró la cantimplora de aguardiente que portaba y ya ebrio lanzó temerariamente a los hondureños sobre el teflón sin tener orden de hacerlo.  Como entraron en columna cerrada y de frente, la metralla los barrió en masa, no escapando con vida más que unos pocos que huyeron desordenadamente a reunirse con el resto de su división en Jalteva.  Ocho días después se desarrolló en el cuartel hondureño la fiebre perniciosa de la cual murieron los Generales Gómez y Licona, muchos oficiales y no pocos soldados.  El gobierno de Honduras, sin embargo, mandó enseguida al coronel Cáceres con poca tropa a reforzar la columna que había llevado.  Gómez, nombrando general en jefe del ejército auxiliar al General don Mariano Álvarez, que llegó más tarde con nuevas tropas. 
     Los legitimistas mientras tanto no perdían de vista la recuperación del dominio del lago y de la fortaleza del río para asegurarse de nuevo la comunicación exterior.  Con tal fin repararon y arreglaron para el servicio de guerra algunas goletas viejas, abandonadas en la playa, con las cuales organizaron en principios de diciembre una flotilla, comandada por el general Corral que logró sorprender y tomar las goletas enemigas, haciendo numerosos prisioneros que fueron asesinados en cumplimiento del decreto exterminador de 10 de mayo, y recuperar en pocos días las fortalezas del río San Juan.  
     Después de cerca de nueve meses de guerra encarnizada y sangrienta la situación de los legitimistas mejoró considerablemente con la ocupación del lago y del río de San Juan, varios pueblos de Chontales y Matagalpa y de otros situados al sur de Granada.   Tomando entonces la ofensiva lanzaron audazmente a la toma de Masaya a retaguardia del campamento de Jalteva en el camino para león la que lograron después de un sangriento combate de varias horas, dejando a Jerez embotellado en Jalteva y sin comunicación con el cuartel general de León; pero el intrépido jefe democrático levantó esa misma noche su campamento y se puso a la cabeza de su tropa, sin hacer caso de las fuerzas legitimista victoriosas que ocupaban la plaza, y se replegó a León. Antes de la desocupación de Jalteva la situación de la guerra había cambiado mucho para los democráticos, debido a los excesos y atropellos en los pueblos de oriente, que los hicieron odiosos.  Chamorro se vio cada día más fuerte por ese motivo, y sus tropas no se limitaron a solo combatir en las cercanías de Granada, sino que avanzaron por el Norte y rechazaron los auxilio mandados por el gobierno de El Salvador, enviando una misión de paz, la cual fue rudamente despedida por Chamorro, alegando que un gobierno legítimo no podía tratar jamás con facciosos.  Tales palabras llevaron la desesperación al campo revolucionario, en donde se apeló el recurso extremo de enganchar advenedizos extranjeros para que fuesen en su auxilio.
        Desde que Jerez levantó su campamento de Jalteva, Chamorro, creyéndose ya vencedor se dedicó a hacer escarmientos con las personas que directamente o indirectamente hubiesen auxiliado a sus enemigos, llevando su celo hasta el extremo de castigar con trabajos forzados, sujetos del pie con una cadena, a muchos amigos del gobierno legitimista, por el solo hecho de no haber corrido a la plaza de Granada voluntariamente a prestar sus servicios durante el sitio.  Entre esos presidiarios que trabajaban encadenados y bajo látigo de un capataz en las calles de Granada se contaron muchos conservadores o legitimista principales del departamento meridional, tales como don Adolfo Guerra y otros de igual categoría que formaban la crema del chamorrismo rivense. Las cárceles, dice el licenciado Pérez, testigo presencial intachable, se llenaban de inocentes a los que se sacaban diariamente mancornados como criminales, a trabajos públicos.  En nuestros días parecerá increíble exageración el extremo a que Chamorro llevó sus medidas de rigor, pues las  hizo extensivas a las mujeres, las vivanderas que suministraban alimentos a los leoneses, las muchachas que simpatizaban con estos y gozaron de sus caricias, y hasta las esposas de los militares democráticos, fueron sin otro motivo igualmente presas y obligadas a moler maíz para fabricar totoposte, o ingredientes para la pólvora, siempre bajo la vara de  un cabo que las estimulaba y arrodilladas en el suelo al nivel de las piedras de la molienda.      
       Una desgraciada señora esposa legítima del Coronel Gervasio Sandino, más conocido con el apodo de “Nica”, fue capturada en Masaya, y llevada a Granada en la cuerda de las penitenciadas, por solo ser consorte de uno de los militares más esforzados y atrevidos del campo revolucionario.   Sin consideración alguna a su sexo, a su condición de madre de familia honrada, ni a su avanzado estado de preñez, se le pusieron pesados grillos y se le obligó en seguida al trabajo de la molienda, acariciada a sus espaldas por el látigo que le caía de vez en cuando para estimularla.  Las fatigas precipitaron el parto de aquella infeliz, a la que ni en esa hora se le quitaban los grillos.  En el presidio de Granada se hallaba también don Cleto Mayorga, hombre público leonés, castigado doblemente por ser occidental y porque, estando con su casa de consignación y agencias en San Juan del Norte, no la abandonó para ir a Granada y ofrecer sus servicios a Chamorro.  Don Cleto, compadecido del sufrimiento horroroso de la señora de “Nica” que se revolcaba en el suelo, dando alaridos, suplicó encarecidamente al jefe militar de la plaza, el Coronel legitimista don Fulgencio Vega, que siquiera por unos pocos minutos se quitaran los grillos a aquella desgraciada para mientras pasaba el trance fatal de su alumbramiento.  Vega no quiso acceder, agregando que sería una ganancia para la patria las muertes de la esposa y del hijo de un faccioso.   El señor Mayorga (según me lo refirió en Rivas en 1879), y varios de sus compañeros de cadena, conmovidos con aquel infortunio se apoderaron de las piernas de la parturienta y le prestaron auxilio mecánico desesperado, mediante los cuales lograron extraer el feto milagrosamente vivió y que fue presentado ya hombre en el propio Rivas por el señor Mayorga.  Este me refirió también, que en aquellos luctuosos días pasaron de trescientas las mujeres, y de cuatrocientos los hombres a quienes se mantuvo en el presidio de Granada, haciéndose en las primeras “todos los usos y abusos que la dementada pasión del odio puede aconsejar” (palabras textuales).
     Los conservadores actuales de Nicaragua, descendientes y herederos de los legitimista del 54, han negado por la prensa la veracidad de los hechos anteriores, movidos sin duda por un resto de pudor y pensando quizás que es difícil comprobarlos; pero además de los muchos testigos presénciales que hubo, tenemos el fehaciente testimonio irrecusable del licenciado don Jerónimo Pérez, legitimista y conservador muy definido, quien se expresa así en sus “Memorias:  “La inflexibilidad justificable o acaso necesaria durante el sitio de Granada, continuó sobre los pueblos que acababan de soportar el peso de los democráticos., la pesquisa y delación eran constante y el rigor les sucedía de continuo…” No valía argumento y la prueba de que un individuo había sido obligado a prestar un servicio a los democráticos, porque se les respondía que antes de todo era la patria, y que debió haber abandonado sus intereses y familia, y haberse trasladado a la Plaza de Granada a defender al gobierno.  Las cárceles se llenaban de hombres que tal vez eran inocentes y que, remitidos a Granada los ponían en un presidio con su cadena al pie, del cual llegaban a salir algunos con indecible trabajo.  Tal conducta no sólo hizo pertinaces a los que estaban en campo enemigo, sino que muchos se resolvieron a abandonar sus domicilios para ir a guarecerse a León contra su voluntad.   El partido vencedor estaba ya dando soldados a su enemigo, como él mismo los recibió a su vez.
       Aunque estaba muy niño cuando sucedían esas cosas, recuerdo haber visto a los presos encadenados trabajando penosamente en hacer y deshacer trincheras de adobe en adobe, aunque nunca supe quiénes eran, porque estaban allí ni cómo terminaron.  Se aplaudía a Don Fruto por la pesadez de su puño, porque en Granada se respiraba un ambiente de odio y saña que alejaba la piedad hasta del corazón de muchas mujeres; anuente que aún dura y se siente mucho en las ocasiones en que hay contiendas civiles.      




Capítulo VIII
Continuación de la Guerra Civil
                                                              
          Los legitimistas ocuparon hasta Managua, después de la retirada de Jerez, y también todos los pueblos del norte y sur del Estado.  Castellón culpaba a Jerez del mal éxito de la revolución suponiéndole falta de conocimiento militares, y por ese motivo llamó de El Salvador, en donde vivía pobremente, al General don Trinidad Muñoz, militar de renombre en las guerras anteriores de Nicaragua y antigua comandante general del Estado, proscrito en 1851 por la participación que tomó en el movimiento revolucionario con el director Pineda. Jerez se separó sin disgusto de la jefatura militar.                                                                                              
         En aquellos días se enfermó de gravedad el Presidente Chamorro y fue trasladado a Quismapa, finca situada a una legua al sur de Granada, en donde falleció a la una de la tarde del 12 de marzo de 1855, víctima de una consunción que lo llevó lentamente al sepulcro.  Su cadáver fue conducido a Granada y sepultado con toda pompa en la iglesia parroquial.
         Para nombrar al sucesor de Chamarro en la Presidencia, fueron convocados los diputados      orientales de la antigua constituyente del 54, a la que se concedieron facultades legislativas que no tenían.  Se declaró reinstalada la Asamblea el 8 de abril siguiente, y dos días después, expidió un decreto en que disponía que el diputado don José María Estrada continuase desempeñando el poder ejecutivo, en sustitución de Chamorro, hasta que tomara posesión el que fuese más tarde electo por el pueblo en los comicios.
         Durante el sitio de Granada, fue derribada a cañonazos por la artillería leonesa la elevada torre de la iglesia de la Merced, desde la cual hacían mucho daño a los democráticos los rifleros extranjeros que allí mantuvo Chamorro.   La caída de aquella torre, ornato de la ciudad contristó los  ánimos de los granadinos; pero el mismo tiempo los enardeció siendo cosa de verse y que ahora apenas se explica, como las mujeres, los ancianos y los niños soportaban alegres y animosos los horrores de aquel sitio y compartían los sufrimientos con los defensores de la plaza, a los que alentaban con sus aplausos, les asistían en los hospitales cuando llegan heridos o enfermos y hacían suyos sus odios y rencores contra el enemigo al frente.  Los fusilamientos de los  prisioneros eran  frecuentes en Granada, así como las cadenas y tormentas para aquellos que se consideraban amigos de la democracia por haber permanecido neutrales; y a pesar de todo eso, del ruido permanente de los combates alrededor de la población, de la sangre que se derramaba a torrentes de las privaciones e inquietudes que nada de grato ofrecían las mujeres, los ancianos y los niños que tenían franca la salida del lago, no abandonaron el recinto de la ciudad querida, ni creo pensaron nunca en hacerlo, tal era la confianza que había en el heroísmo de los hijos de la que llamaban invisible Granada y el apego a sus hogares.
         La Asamblea Granadina suspendió sus sesiones el 16 de abril de 1855, dejando inaugurado en nuevo gobierno del Presidente Estrada, cuyo lema, a pesar de su dudoso origen, continuó siendo “legitimidad o muerte”.  Los diputados que compusieron la asamblea del gobierno legitimista no fueron todos los de la antigua constituyente sino solamente seis de los departamentos de Oriente, dos del Nueva Segovia, una del de Matagalpa, cuatro meridional y uno de Chinandega; apenas el “quórum” estricto y sin representación absoluta del departamento Occidental.  Antes de disolverse insacularon los pliegos cerrados establecidos por la constitución de 1854 para sustituir al presidente en caso de falta repentina; y como había senadores, que eran los únicos que podían ser inscritos en los pliegos, aquel improvisado cuerpo legislativo, tuvo que infringir una vez más el mandato constitucional, alegando a diputados en lugar de senadores.
         Por la muerte del General Chamorro, ascendió a primer jefe militar, o sea General en Jefe del Ejército legitimista, el General Don Ponciano Corral, en momentos en que su antagonista en el campo democrático, general Muñoz, trabajaba por conseguir la paz.  Dícese que sus simpatías estaban por Granada y que entraba en sus cálculos el que se le debiera el restablecimiento del orden, para que el gobierno que surgiera del arreglo lo mantuviese ocupado en un buen puesto; cosa que pudo ser muy posible, si se atiende a que Muñoz había figurado anteriormente con los conservadores granadinos y a que entonces regresaba de un largo ostracismo en el cual le tocó apurar las amarguras de la pobreza.   Fijo en su propósito de conseguir la paz por medios amistosos, envió un comisionado ante Corral, su antiguo compañero de armas, proponiéndole reservadamente la creación de una junta suprema de gobierno nacional, desempeñada por los generales en jefe de ambos ejércitos (Muñoz y Corral), o bien el reconocimiento por sólo Corral, previa amnistía incondicional para todos los revolucionarios.  Aquellos trabajos, según opiniones autorizadas, habrían alcanzado éxito si se hubieran continuado, porque era notorio el deseo de Corral de ser gobernante de Nicaragua; pero los democráticos empezaron a murmurar públicamente y Muñoz tuvo por prudencia suspender su iniciativa en espera de mejor ocasión. 
        Antes de lo referido, el 28 de diciembre de 1854, cuando los extranjeros al servicio militar de Chamorro  sembraron el terror en el campamento de Jalteva, se le ocurrió al licenciado Castellón oponerles otros extranjeros, en mayor número y más arrojados, y para esto celebró en aquel día con el norteamericano Byron Cole, que llegó a solicitar, un contrato para el enganche de doscientos rifleros californianos, destinados al servicio revolucionario de guerra y organizados militarmente con oficiales electos entre ellos mismos, aunque sujetos todos inmediatamente a la autoridad del general en jefe democrático.  Cole participó a Castellón, en principios de 1855, que había traspasado el contrato a Mr. William Walter, famoso aventurero americano, que había sembrado el terror en Sonora, en donde se proclamó presidente y de donde fue corrido a balazos por los mexicanos.   Castellón no objetó nada a ese traspaso y sólo se limitó a encarecer a Cole que procurase acelerar la salida de la expedición.
        Cuando el General Muñoz tuvo noticias de la próxima llegada de una falange de advenedizos extranjeros para el servicio de la revolución, se desagradó mucho y tomó empeño en convencer a Castellón de los peligros que podía acarrear al país semejante aliado.  Castellón entró en temor y de acuerdo con Muñoz se dirigió en lo privado al Presidente de El Salvador, don José María San Martín, de quien era amigo personal y de confianza, participándole sus recelos y pidiéndole, un auxilio de tropa armada salvadoreña para terminar la guerra de Nicaragua, antes de la llegada de Walker.   San Martín comprendió la gravedad de la situación; pero siéndole difícil proporcionar el auxilio armado que le solicitaban, acreditó sin pérdida de tiempo un ministro mediador, el presbítero don Manuel Alcaine, hombre de clara inteligencia y doblemente respetable por sus virtudes y su carácter sacerdotal.  Castellón recibió satisfactoriamente al mediador salvadoreño, y le facultó para que arreglase la paz la que podría hacer depender en último caso de una amnistía general para los revolucionarios, garantizadas por el gobierno de El Salvador.   El Padre Alcaine pasó a Granada, el 12 de junio, y su misión humanitaria se estrelló ante la terquedad y saña feroz, de los legitimistas que necesitaban de sangre para aplacarse; pero que pretextaban la ley de 10 de mayo del Presidente Chamorro, que debía cumplirse, para negar el perdón de la vida a sus hermanos leoneses.  Su encono era tanto, como que no quisieron convenir ni en un armisticio, porque creían que le demoraría el triunfo que ya tenían por seguro.  Lo que tanto engallaba a los legitimista en aquellos momentos, era el cambio favorable de su situación en Centroamérica, porque sabían que el gobierno de Guatemala había invadido a Honduras, llevando al frente una revolución conservadora contra el general Cabaña y no se dudaba del éxito que proporcionaría a los granadinos un aliado, allí donde hasta entonces, habían encontrado un apoyo los democráticos. Parece que el general Muñoz, tuvo recelos de confiar al padre Alcaine sus pláticas de arreglo con   Corral y que éste, cuando vio que aquel llegaba a Granada a dar pasos para poner fin a la guerra sin contar preferentemente con él, se creyó burlado e influyó en los suyos, para que fracasase la mediación salvadoreña.
        Los democráticos por su parte, tan luego como fueron informados del resultado de la misión del padre Alcaine, se consideraron desahuciados hasta de la vida, y desesperados con esta convicción, volvieron sus ojos a la anunciada falange americana, su última esperanza en aquel trance aflictivo. 
         He reseñado a vuelo de pluma la revolución de 1854 con el doble objeto de referir mis impresiones personales y dar algún interés histórico a estas Memorias.   No hablaba en esta reseña el testigo presencial de los sucesos, porque mi edad en aquella fecha no me permitía serlo, sino un contemporáneo que respiró la atmósfera del teatro principal de la guerra y que ha consagrado su vida al estudio de la historia patria, de la cual cree haber investigado hasta los menores detalles.
         Debo aclarar que no conocí personalmente a don Fruto, pero que mi padre amigo suyo de la intimidad y su constante admirador me lo hizo conocer mucho en la vida pública, en el hogar y en sus relaciones amistosas, revistiéndole siempre de altas dotes llevadas hasta la exageración por su entusiasmo  cariñoso; y aunque nunca le he pedido tener ese afecto entrañable a don Fruto, que sentía el autor de  mis días, me he interesado en estudiarlo y creo haberle conocido bastante por ese medio para poderlo apreciar imparcialmente. El General Chamorro, según mis deducciones, fue un hombre de valor y energía nada común, dotado de buen juicio y clara inteligencia, al par que, muy honrado en la administración de caudales públicos; pero fue también un hombre sanguinario y tan absolutista como los antiguos conquistadores españoles del siglo décimo sexto.  Su decreto de 10 de mayo de 1854 lo retrata de cuerpo entero en su faz de inhumano y cruel, porque ese decreto no fue una amenaza, sino que lo cumplió fielmente con lujo de detalles.
      El licenciado don Jerónimo Pérez, amigo personal y correligionario político de don Fruto Chamorro, lo describe del modo siguiente: “Era, dice, de muy pequeña pero fuerte estatura, color bronceado, boca protuberante y risueña, ojo vivo, frente despejada y convexa, un poco aplanada en las sienes; su voz un tanto pausada y grave y su estilo lacónico y sentencioso, tenía un valor extralimitado, y cuando adoptaba una determinación, era tan resuelto y firme como que nada pedía hacerle ceder, cualquiera que fuera el éxito que se presentase; pero como el hombre es un conjunto de contrariedades, a este temple de alma reunía una sensibilidad extrema, que le hacía  verter lágrimas por la menor desgracia propia o ajena.”  Esta descripción de don Fruto solo tiene de inverosímil eso de que vertiera lágrimas por “la menor desgracia ajena” pues nunca que sepamos lloró jamás por tanto infelices que llevó al patíbulo o que maltrató castigándolos a estilo romano.  
    Hace algunos años vi en Managua en la Biblioteca Nacional un retrato al óleo, hecho por don Toribio Jerez, que me dijeron ser el de don Fruto Chamorro, asegurándome don Antonio Aragón, que tenía un notable parecido con el original.  La fisonomía del General Chamorro en aquel retrato no tiene nada de simpática y hasta le encontré parecido con una de las figuras del libro “Magia Blanca Moderna “de Polinntzien, que representa al hombre perverso y que está descrito así: “su figura es fea, deforme:  tiene las orejas largas, estrechas como la del tigre o el chacal, su nariz es regular, estrecha y azulada; su boca es distendida con labios delgados y dentados; tiene dientes caninos muy largos en inclinados hacia fuera”.    Si aquel retrato era perfecto, lo cual no creo, el parecido del general Chamorro con el del hombre perverso, según las ciencias conjetúrales, no podía ser mayor ; pero no porque Chamorro no fue un hombre perverso y por lo tanto no podía su cara denunciarlo de lo que no era, pues “cada ser, cada cosa, es un libro abierto que ofrece a nuestras miradas las páginas donde tiene inscritos todos los secretos de su propia naturaleza, todas las moralidades de su propio ser, todo lo que , efecto preciso de su particular estado, podemos y debemos esperar de él en el momento propicio. En lo que todos están de acuerdo respecto de la fisonomía de don Fruto Chamorro es en que tuvo prominente o abultada con dientes largos e inclinados hacia fuera, lo cual según la ciencia fisonómica denuncia un carácter “duro, estúpido y cruel”, como dicen que fue el suyo. Don Fruto logró ser querido con sus amigos con el mismo idolatrar de los granaderos para Napoleón o de los aborígenes para sus caciques.  Personas inteligentes y sensatas sugestionadas por el cariño, encontraban sublime todos los actos de su ídolo, sin excluir ciertos rasgos de desequilibrio que le caracterizaba, porque siempre lo veían a través del prisma del afecto.   Varias anécdotas se refieren acerca de su carácter que le hacen ser mejor visto en su intimidad.
      Refiérase que cuando él llegó de Guatemala a hacerse cargo de la familia de su padre en Granada, estableció entre ella la más rigurosa disciplina de obediencia a sus mandatos.  Sucedió en uno de tantos días, a la hora de almuerzo, que le fue servida a Fernando, el menor de sus hermanos, un huevo frito que rechazó con ira, manifestando tener ya dicho que él no tomaba huevos en esa forma.  Don Fruto le ordenó con tono autoritario de mando, que se comiera aquel huevo, aunque no le gustase.  “No lo cómo”, repuso Fernando con voz alterada.  Saltó entonces don Fruto de su asiento, se colocó en una silla inmediata a la que ocupaba su hermano y le repitió con energía: “Cómase usted ese huevo”.  “No me lo como”, contestaba el otro; y cómale y no lo como, continuaron ambos diciendo todo el día, desde la nueve de la mañana hasta por la noche, sin moverse de sus sitios ni un momento, ni probar ni beber nada.  Se encendieron luces y la disputa continuó con igual empeño, hasta las tres de la mañana del día siguiente, hora en que Fernando, muerto de sueño y de fastidio, capituló y tuvo que comerse frío y contra su gusto aquel malhadado huevo. 
          Otra vez, siendo don Fruto jefe político de Rivas, llegó a visitarlo a su oficina el coronel Montiel, caudillo conservador y amigo personal, suyo muy querido.  Montiel tenía la mala costumbre de comerse las uñas, y Chamorro que se molestaba con eso lo reprendió varias veces y por último le previno que si en su presencia volvía a comerse las uñas, estuviera entendido de que le iba a pegar.   Montiel tomaba la cosa en broma y le daba excusas.  En el día mencionado y en lo más animado de la conversación con don Fruto, principió Montiel a morderse las uñas.  Don Fruto que le observaba se apoderó rápidamente de una gruesa regla de ébano, que estaba sobre la mesa y con ella descargó tal golpe a Montiel sobre la mesa, que le fracturó las falanges de algunos dedos.  Rabioso y adolorido Montiel se desató en insultos contra su ofensor, llamándolo cobarde y retándole, todo lo cual oía tranquilo Chamorro, repitiéndole de vez en cuadro: “yo le dije que le iba a pegar si volvía a comerse las uñas en mi presencia para que se las comió, ¿pues?”        Después que el coronel Montiel se retiró de la oficina de la Jefatura Política, Chamorro quedó meditabundo por varios minutos, llamó enseguida a su ayudante don Adolfo Guerra (que fue quien me refirió todo esto en Rivas en 1882), y con visible ansiedad le preguntó: “Te parece a ti que le pegué muy duro al pobre de Montiel?”  “Sí señor, le respondió, como que le ha quebrado los dedos”. “pobre Montiel, pobrecito”, exclamó Chamorro con vos dolorida.   Él tuvo la culpa, porque yo se lo tenía advertido, ¿para qué se comió las uñas?”.   Enseguida se puso a llorar como si fuera un niño, y en cuanto se mitigó su llanto, fue a la casa de Montiel a pedirle perdón y a protestarle que la culpa no había sido suya, pues bastante le había prevenido que no volviera a comerse las uñas.  Montiel le contestaba con insultos, pero no por eso desistió don Fruto de su empeño hasta que logró calmarlo y reconciliarse con él. Tal era de tenaz, porfiado y desequilibrado de mollera el general Chamorro; y para prueba bastan esas dos anécdotas que referían con cierto entusiasmo dos testigos presénciales respetables, correligionarios políticos suyos.            
        En cambio, visto don Fruto por la faz de sus actos de valor personal es digno de ser admirado con el entusiasmo con lo hacían sus amigos.  En el año de 1844 en que don Fruto era Supremo Delegado o sea jefe designado por la suerte del Gobierno Confederado tripartito que se instaló en San Vicente el 29 de marzo de aquel año, ocupaba como dormitorio una pieza del piso alto de su casa de habitación, en la cual le acompañaba mi padre que fue íntimo amigo personal y su secretario particular.   En una de tantas noches, en momentos en que don Fruto se disponía a acostarse, se acercó a la casa una muchedumbre compacta que ocupó la calle, vociferando gritos de muerte y palabras injuriosas para el Supremo Delegado. San Vicente era en aquel entonces un pueblo de matones desalmados, con fama nada recomendable, al que Malespín, jefe del estado de El Salvador, tenía de la mano y lanzaba contra el Supremo Delegado para intimidarlo o ahuyentarlo del suelo salvadoreño, o quizás con fines peores.  Chamorro estaba solo y sin vacilar un instante ni querer escuchar las observaciones que le hacía mi padre, se lanzó escaleras abajo, desarmado y en pechos de camisa tal como estaba, hasta llegar a la calle y confundirse entre el tumulto, en donde con su cigarrillo alumbraba de cerca la cara de todo aquel que gritaba mueras a su nombre.  Sucedió entonces lo que no era de esperarse; cuando aquel populacho insolente reconoció a Chamorro, pareció como avergonzado de su actitud y se retiró paulatinamente y en silencio hasta quedar desierta la calle.  Don Fruto subió entonces con toda tranquilidad a su dormitorio y poco después roncaba como un lirón.  Años después, en los días del sitio de Granada, salió don Fruto de la plaza a la cabeza de un pelotón de soldados y acometió de frente a una partida enemiga que merodeaban en el barrio de la Otra Banda. El choque fue terrible, pero quedó triunfante Chamorro, quien persiguió a los vencidos hasta verlos desaparecer detrás de las trincheras del campamento de Jalteva.  Don fruto, además de ser atleta por su fuerza muscular, era también un corredor extraordinario, que corría a la par de un caballo. En aquella ocasión se adelantó a sus soldados en pos de los vencidos, deseos de capturarlos; pero al doblar una esquina se encontró de súbito con un soldado enemigo, que, habiéndole reconocido y visto avanzar, lo esperaba con el fusil tendido y apuntando, listo para disparar.   El General Chamorro, aun cuando no portaba más arma que un látigo, no se desconcertó con aquel encuentro y haciendo pie firme ante el arma que amenazaba su pecho, abrió los brazos y mirando fijamente a su enemigo, le gritó: “Vamos cobarde, ¿a qué no tienes valor de matarme? Tira para que lo veas; aquí está mi pecho”.   Disparó el soldado su fusil y tuvo la sorpresa de no acertar y de tener sobre sí a Chamorro, que saltó rápidamente con el látigo levantando y se lo dejó caer con tanta fuerza que lo arrastró a sus pies, en momentos en que llegaban en su auxilio los ayudantes que le acompañaban.  Quisieron estos matar al soldado, mas Chamorro lo impidió contentándose con despojarle del fusil y concederle generoso perdón, el único quizás que otorgó durante el periodo de mando.   Hay quién diga que don Fruto tenía una mirada subyugadora, de influencia sugestiva poderosa y con su auxilio, pudo en San Vicente y en Granada, salir victorioso en esas ocasiones.  Ignoro cuanto tenga de cierta esa afirmación.
       Antagonista de Chamorro en el sangriento drama del 54, fue el General don Máximo Jerez, que también tenía un valor extraordinario.  El escritor hondureño don Adolfo Zúñiga, que le trató mucho, decía de él en 1881: “pocos hombres tan ventajosamente dotados por la naturaleza como Máximo Jerez.   Muy joven fue la lumbrera de la famosa Universidad de León de Nicaragua, el latín, la escolástica, los derechos canónicos y civiles y la literatura clásica greco-romana le fueron familiares, cuando era casi adolescente.  Parece que recibió los grados de doctor en filosofía y en cánones, cuando apenas tenía veinte años. Desde entonces el nombre de Jerez volaba en alas de la fama en todos los ámbitos de Centroamérica.    El mismo nos refería muchas veces con su natural e ingenua sencillez, con candoroso donaire, aquella época de su “sabiduría”.  Enviado a Europa como secretario de la legación Castellón, por los años de 1843 a 1844, allá sufrieron brusco y completo cambio sus ideas.  El ergotizador hábil e invencible se hizo hombre; la civilización moderna hirió los ojos del “colono borlado”, que, respirando el aire del siglo XIX, vivía en plena edad media, sin saberlo, aquí en las regiones de la luz, aquí en la América, la tierra del progreso del derecho y de la libertad.  “Pocos hombres hemos conocidos que hayan profesado sus ideas con tan profunda fe, con tan entusiasta ardor como Jerez.  Se habría embarcado como Colón, con rumbos a mares lejanos desconocidos, en busca de la “nacionalidad”, el hada de los sueños, o se habría hecho valor como Ricaurte en San Mateo, si del humo del incendio debía resultar la unidad Centroamericana.  Jerez probó con toda su vida de heroísmo, de sacrificios y martirios, hasta donde alcanza el poder de las ideas, cuando se albergan en una gran cabeza y en un bien puesto corazón.  Para Jerez, su persona, su familia, los intereses particulares nada significaban: la patria era antes que todo. "Pocos hombres han alcanzado en Centroamérica más universal nombradía y más vasta popularidad. Y es porque pocos, muy pocos, han reunido en grado tan eminente tantas y tan aventajadas dotes.  Filólogo, filósofo de la escuela de Augusto Compte y de Littié, matemáticos, orador parlamentario de la primera fuerza, diplomático, jurisconsulto distinguidísimo, educacionista, tal vez el primero de Centroamérica; escritor que no escribía, sino que esculpía como Tácito y Pascal, pensador de una potencia y de una actividad incomparable, político idealista, político revolucionario, pocas veces político positivo; soldado intrépido, cubierto de honrosas cicatrices; general entendidísimo, aunque deficiente en algunas de las cualidades indispensables para llevar los ejércitos a la victoria; propagandista incansable, tenaz, que tenía fe del apóstol y  la abnegación del mártir hombre de grandes ideas, de vasta concepciones y de una actividad febril de la ejecución, y todo esto bajo una sencillez, una modestia, una humildad tan naturales, tan espontáneas como sinceras.” Esos perfiles apologéticos de Jerez, descartados de las exageraciones del cariño, le dan a conocer tal como lo juzgaban sus contemporáneos de fuera de Nicaragua.  
      El Licenciado Pérez (don Jerónimo) que fue adversario político del jefe democrático, se expresa de él en estos términos: “Jerez en su juventud no tenía rival en la Universidad de León por su precoz talento que le permitió coronar su carrera en edad muy temprana, pero más que por la ciencia era notable por sus virtudes.   Frecuentaba los sacramentos y se martirizaba con el ayuno, el azote y con una completa abstinencia de todo placer humano.  En la calle marchaba con la vista baja en el suelo y al pasar sobre el enladrillado de las casas llevaba mucho tino para no poner la planta sobre las junturas que formaban cruz…     En el año de 1843 fue a Europa de Secretario de la Legación de Nicaragua, y la vida y los encantos de París relajaron su austeridad: se arrepintió de los azotes que se había dado y del tiempo invertido en el misticismo.  A su regreso adoptó la carrera militar bajo las órdenes de Muñoz y ascendió a Teniente Coronel.
      Jerez de pequeña estatura y de constitución muy débil, color moreno, barbilampiño, ojo vivo centellante, frente espaciosa y cabeza muy abultada.  Su voz tiene un dejo desagradable, pero encanta su concisión y profundidad de pensamientos, Para hablar mueve convulsivamente los ojos y los labios, dejando ver una dentadura rala apartada y rala, que le da un aspecto siniestro.  Este hombre destinado a causar tantos males a su patria , no sabe montar a caballo, no puede manejar una espada ni disparar una pistola, no sabe ni puede dar órdenes, hablando a sus subalternos en tono de súplicas, y de allí es que aunque en sí repruebe los excesos, principalmente el robo, porque él de nada necesita y no conoce el valor de la moneda, tiene que tolerarlos todos, poniéndose él mismo y lo que tenga en sus manos a disposición de cualquier descamisado que se le pida, y  que para Jerez es un buen “oficial” o un excelente sujeto.  Su tolerancia y profunda calma es artificial, porque en el fondo es impetuoso: cuando su cólera desbordada, le aparecen dos manchas rojas en las mejillas; pero en ese momento reflexiona y se le ve apaciguarse y permanecer en un estado que parece naturalmente tranquilo.”  Descartando de esa apasionada relación las exageraciones del desafecto político, podremos también formarnos  de Jerez una idea aproximada, sobre todo, cuando la pluma legitimista que bosqueja su personalidad, es una pluma enemiga, que debe merecer completa fe en todo cuanto diga favorable al jefe democrático de quien para rebajarlo, afirma que “no sabía montar a caballo, ni manejar una espada, ni disparar una pistola”, siendo notorio que Jerez recorrió Centroamérica en su mayor parte y estuvo en muchos campos de batalla, montando a caballo, hizo brillar su espada en muchos combates y asaltó a pistoletazos más de un cuartel.   Creo que queda suficientemente diseñados los dos grandes caudillos del 54 en Nicaragua; pero de Jerez hablaré algo más al referirme adelante la impresión que me causó, cuando lo traté personalmente.
      Continúo la relación de mis recuerdos íntimos.  Desde el mes de junio de 1853 el hogar paterno contó con un miembro más, con la tierna María que llegó a alegrarlo.  María fue muy parecida físicamente conmigo, en tal grado que parecía mi hermana gemela; a la inversa de Lisandro, que era un tipo diferente, pues tenía ojos y cabellos negros y los rasgos fisonómicos de mi padre.  María fue la única hija que tuvieron mis padres, y la llamaron con ese nombre hasta el año de 1858, en que, al confirmarla en Masaya el Obispo Lorente, de Costa Rica, le puso el de Carmela, que llevó en lo sucesivo. Mi madre, disgustada profundamente con mi tía María, no quiso que su hija continuase llevando su nombre y de allí que le pusieron otro. Poco después de nacida mi hermana, en el mismo año de 1853, tuvo mi padre que ausentarse, dejando a su esposa acompañada de mi abuela, en una casa de altos que existía entonces frente del costado sur de la iglesia de la Merced, en la cual quedamos también los tres retoños del matrimonio y de mi hermano natural Francisco, a la sazón de ocho años de edad.  Contaba mi madre, que un poco después de haberse ausentado mi padre de Granada, se contagiaron todos los niños de la tos ferina a los que les dio con tal fuerza que vomitaba sangre en los accesos de la enfermedad, en uno de los cuales se le quedó muerto en los brazos el pequeño Lisandro.   Amenazados quedamos, mi hermana y yo de correr la misma suerte, especialmente un día en tuve acceso de tos que parecía ser el último y que obligó a mi madre a correr conmigo en los brazos a buscar intervención de un milagro en la iglesia vecina, en una de cuyas naves se hallaba la famosa imagen de rostro y manos de alabastro, de la Virgen de Dolores, ante la que se arrodilló, colocándome a sus pies, pidiéndole con toda su alma que le sugiriese una medicina que pudiera salvarme.  Decía mi devota madre, que enseguida sintió algo extraño dentro de sí, que la llenó de confianza y que le sugirió el convencimiento de que las plantas de verdolaga que cubrían el patio de su casa, cocidas en agua azucaradas, era el antídoto para mi enfermedad que le indicaba la Virgen.  Regreso presurosa al hogar, puso a cocer la hierba, y aquel cocimiento, bien colado, lo dio a beber a sus enfermitos que le apuraron con avidez y se curaron a continuación “como con la mano”.  El hecho lo atestiguaba la familia nuestra que era numerosa, reconociendo unánimemente la intervención del milagro, en virtud del cual se comprometió mi madre con la Virgen, para significarle su gratitud, a que yo, después de confesar y comulgar como lo manda la Santa Madre Iglesia, diría o haría decir cada año un novenario de Dolores en la semana inmediata a la de Ramos. Esto se cumplió fielmente hasta el año de 1868, fecha de mi emancipación intelectual, en la que cobró horror el catolicismo, fastidiado de los rezos y novenas que me recetaban diariamente en el hogar y convencido, además de que el rito católico era un legado de la sociedad antigua, que no concordaba con las nuevas generaciones que íbamos más allá de la tradición y los consejos, guiándonos por la razón y el sentido común.   
     Algunos meses después de mi convalecencia, sufrí una caída desde el piso alto de la casa que habitábamos, hasta el piso bajo de los corredores, rodando por la escalera de grada en grada, cayendo al pie de ella con la cabeza rota y derramando mucha sangre.  Aseguraba mi madre que nadie creía que sobreviviese a semejante caída; y aunque estaba inmediata la milagrosa Virgen de los Dolores, mi madre cometió la pifia de no recordarla en aquella ocasión, quizás por aturdimiento y de llamar al famoso doctor David, que resultó entonces tan milagroso como la imagen de rostro y manos de alabastro, pues restañó la sangre y curó la herida con habilidad de experto cirujano y, gracias a él, convalecí sin haber contraído nuevos compromisos religiosos para lo futuro, aunque con una anemia que me duró hasta en la adolescencia.
       Dije que mi padre se había ausentado desde el año 1853, pero no expresé adónde.  Voy ahora indicando, además el motivo de su ausencia.  Cuando mi padre se dedicaba al cultivo del café en la Sierra de Managua, allá por los años de 1854 y siguientes, tuvo de vecino en una finca inmediata a la suya, a un español de edad madura, llamado don Juan Grijalva, que vivía pobremente, consagrado a las labores del campo. Sus modales cultos su honradez y la caballerosidad de su trato, impresionaron favorablemente a mi padre, que no tardó en intimidar sus relaciones de amistad con él.   Don Juan Grijalva descendía de una familia de hidalgos de Castilla, vivía, como llevo dicho en honrada pobreza y privado de noticias de su familia, desde hacía muchos años. Un día, sin embargo, recibió un periódico español en el que anunciaba el fallecimiento de doña Bibiana de Arrechavala, tía carnal suya, que dejaba una crecida fortuna en tierra, sin tener más herederos que sus dos sobrinos, don Juan Grijalva y una prima de éste de apellido también Arrechavala, que había entrado en posesión de los bienes.  Tenía pues, don Juan necesidad de apersonarse en la Coruña, lugar en que estaba radicado la sucesión, hacerse declarar heredero, por tratarse de un mayorazgo, y llenar las demás formalidades legales para hacer valer sus derechos y entrar en posesión de su haber hereditario; pero para todo esto se necesitaba de algún dinero y don Juan no lo tenía.   Consultó el caso con mi padre, que era el amigo de mayor confianza, y le propuso darle una parte de la herencia si se trasladaba a España, llevando su poder generalísimo, y lograba éxito.
      Mi padre aceptó, pero aplazando su viaje para más tarde, o sea para cuando tuviese reunidos los fondos necesarios.  Vendió por ese motivo su finca de café y su valor, unido a tres mil pesos en oro que le apartó mi madre, le sirvió para el viaje que hizo en 1853, habiendo celebrado antes un contrato escriturado con Grijalva, en virtud del cual se comprometía a trasladarse a España, llevando la representación general de éste, y litigar por cuenta y riesgos propios hasta entrar en posesión del mayorazgo de la Coruña, al que una vez realizada se dividiría entre dos partes iguales.   En virtud de lo estipulado se embarcó mi padre en San Juan del Norte a borde de uno de los vapores de la línea de Tránsito y desembarcó en Jamaica, de donde se trasladó a Chile, permaneciendo algunos meses en Valparaíso, en el internado de un colegio mercantil, en el que aprendió el idioma inglés y la contabilidad comercial, y tomó además algunas lecciones de gramática castellana, historia universal, y geografía elemental.  Así preparado, se dirigió enseguida a Europa, avecinándose en la ciudad de la Coruña, lugar en que debía entablar el juicio contra los poseedores de la sucesión Arrechavala; pero como sus recursos no eran abundantes, se dedicó al estudio del derecho español, para economizar los gastos que le ocasionaban las repetidas consultas abogadiles; resultado cuando terminó el juicio, tan entendido en jurisprudencia, como si esa hubiera sido su carrera profesional.
        No estoy cierto de la fecha en que regresó mi padre en Nicaragua, pero creo que fue después de la muerte de don Fruto y de haberse levantado el sitio a Granada.  Su vuelta al hogar fue acibarada con la noticia de la muerte de su hermano menor, el coronel Nicanor Gámez, a quien quería con amor de padre y del que vivía envanecido.  Don Nicanor, con efecto, fue casi creado por mi padre, que le hizo educar en León, en donde alcanzó el grado de bachiller en artes y ciencias.   Era el mejor parecido de sus hermanos, entre los cuales sobresalía por su clara inteligencia y regular instrucción.    Alcanzó en la milicia el grado de coronel y servía la Gobernación e Intendencia de San Juan del Sur, entonces de mucha importancia por el tránsito interoceánico, cuando el cólera morbo lo llevó al sepulcro.   Don Nicanor había sido mi padrino de pila y fue el único de los hermanos de mi padre que no malquiso a mi madre y que le guardó siempre las mejores consideraciones.  Mi padre, cuando regresó a Granda, fue a vivir con mi madre, que ocupaba la casa nueva de mi abuela, sitiada al Oriente de la plaza principal, a dos cuadras de ésta sobre la calle de Guadalupe, que va para el lago.
       Don Saturnino Reyes, hermano menor de mi abuela, figuraba en aquel entonces en el alto comercio granadino y ocupaba con su familia y dos de sus hermanas, una casa que quedaba al Sur del cuartel principal, un poco detrás, llamada no sé por qué de la “Ventura Gámez”, a la cual me llevaban de paseo lo mas de los días a jugar con mi hermanita que estaba entregada a los cuidados de su nodriza, una hermana de leche de mi madre y persona de toda confianza. 
       No recuerdo más que sea digno de referirse en mis impresiones del año de 1854.   Pasó el tiempo con su andar acostumbrado, y hubo otros sucesos de los cuales hablare enseguida.

Capítulo IX
Los filibusteros

     Dormía en un mismo lecho con mis padres, en la madrugada del 13 de Octubre de 1855, cuando me despertaron las voces alarmadas de mi madre con motivo de las descargas de fusilería que sonaban hacia el lado de San Francisco, a tres cuadras de distancia de nuestra casa.  Mi padre le contestó tranquilizándola y diciendo le que aquellos ruidos no eran de fusilería, sino de las sartas de bombas pirotécnicas que quemaban con motivo de las fiestas del Rosario que se celebraban en aquel día.   Sin embargo, tuvo que darle la razón a mi madre, cuando el ruido de las descargas pareció avanzar sobre la plaza principal oyéndose al mismo tiempo el tropel de gente que huía y el aviso de que los yanquis se habían apoderado del cuartel.  Para la mejor inteligencia de aquel suceso, traeré a cuento sus antecedentes. Después del desaire hecho en Granada la misión pacificadora del Padre Alcalino, Castellón desesperado al recurso extremo de activar la llegada del auxiliar de la Falange aventurera que tenía contratada.   Ésta llegó al Realejo, procedente de California el 13 de junio de 1855, a ponerse a las órdenes del gobierno provisional de León, llevando de jefe inmediato al propio William Walker que, como dije antes, se había hecho muy conocido por sus correrías filibusteras en el Estado de Sonora en México.   Castellón, muy ilusionado con la llegada de aquella columna de famosos tiradores, armados de excelentes rifles Minie y Mississippi, muy superiores en todos los tradicionales fusiles de piedra que usaban los beligerantes nicaragüenses, recibió muy placentero a Walker y sus hombres, formando contrastes con el general Muñoz, comandante general del ejército democrático, que no pudo disimular la repugnancia con que miraba la presencia del jefe filibustero.   Éste que era muy listo, se aprovechó de aquella circunstancia y lo tomo de pretexto para suplicar a Castellón que le permitiese expedicionar con su columna sobre el Departamento Meridional, lejos de Muñoz, con objeto de acercarse más fácilmente a Granada por ese lado y atacar a los legitimistas en su propio centro. Después de algunas vacilaciones, convino Castellón en la que se le proponía, dándole enseguida a Walker el nombramiento de coronel y jefe de operaciones militares sobre el departamento Meridional, hoy Rivas.
      Walker se hizo nuevamente a la vela en el “Vesta”, que aún permanecía esperando sus órdenes en el Realejo, llevando a la expedición su columna de californianos, bautizadas ya por Castellón con el pomposo nombre de “Falange Americana” y, además un refuerzo de cien nativos al mando del coronel leonés don Mariano Méndez, más conocido con el nombre del “Indio Méndez”.  El 27 de junio desembarcó sigilosamente la expedición en la rada del Gigante de la costa de Brito, y se internó hasta la ciudad de Rivas, cuya plaza encontró cubierta con tropas legitimista, enviadas de Granada por el General Corral, a quien el General Muñoz le dio oportuno aviso reservado.  Al acercarse los expedicionarios a la plaza de Rivas y recuperar los fuegos de fusilería, Méndez abandonó el campo de batalla retirándose con la tropa leonesa; por la cual la pequeña escolta americana, que quedó combatiendo, fue completamente derrotado el 29 del mismo mes, dejando once muertos y llevándose a varios heridos.  Walker con los restos de su reducida columna, pudo escapar hacia el lado de San Juan de Sur, gracias a la ineptitud de los legitimistas que perdieron la ocasión de haber concluido para siempre con él aquella vez.   En San Juan del Sur, encontró anclada la goleta costarricense “San José”, se apoderó de ella zarpando enseguida con su gente.  De camino se encontró con el “Vesta” que regresaba, se trasladó a su bordo, lo hizo cambiar de rumbo y continuó hasta el Realejo, en donde desembarcó el 1 de julio siguiente.
     Castellón felicitó a Walker por su intrépido comportamiento en Rivas y lo invitó a que se reconcentrase en León con su falange, por encontrarse amenazado muy de cerca, según decía, por las tropas legitimista que ocupaban ya Masaya, comandada por el general Corral en persona, que se movía con todo el grueso de su ejército sobre León. Walker aceptó aquella invitación, pues fue a León, aunque no su falange, y desde su llegada acusó a Muñoz de traición por el parte que dio a Corral de su salida para Rivas, y exigió del presidente provisional que fuese castigado; pero Castellón lo aplacó con razonamiento diplomático, reconociéndole la justicia del cargo; pero convenciéndolo también de la necesidad de aplazar el escarmiento para cuando mejorase las circunstancias.  Hizo más, reunió en su casa a los dos jefes, y logró que se reconciliase y se separasen en la mejor armonía.
     Toda la ambición de Walker era apoderarse del departamento meridional en que se hallaba establecido el transito interoceánico, para procurarse allí nuevos enganches y recursos con que hacerse dueño de Nicaragua.   De allí que encontrando en aquellos momentos alguna dificultad en el gobierno democrático para conseguirlo, fingiéndose que se retiraba disgustado a Chinandega y que propalase su resolución de regresar con su falange a San Francisco de California; aunque sí tuvo el cuidado de dejar en León a su socio confidente Byron Cole, a fin de que explotara en su favor la situación afectiva de Castellón.   Este cedió al fin, y después de modificar con Cole el contrato primitivo de enganche, autorizó a Walker para que pudiese enrolar hasta 300 norteamericanos en servicio de Nicaragua, ofreciéndoles cien pesos mensuales de sueldo y 500 acres de tierra al finalizar la campaña.  Al mismo tiempo autorizó a Walker para que arreglase todas las divergencias y cuentas pendientes entre el gobierno de Nicaragua y la Compañía Americana Tránsito.  Obtenido lo que tanto anhelaba el jefe filibustero, dispuso volver inmediatamente a Rivas; pero como quiso hacerle dando una sorpresa a los legitimistas, propaló que marchaba para Honduras en auxilio del presidente Cabañas
     En aquellos días se desarrolló en Managua la epidemia del cólera morbo en el ejército legitimista, destinado a la toma de León; y Corral, en vez de marchar precipitadamente a su destino, para llevar, el contagio a su enemigo, como recurso extremo si su ataque se malograba, se contentó con ver morir apestados y en inacción a todos los soldados, hasta quedar reducido a un pequeño cuadro de oficiales, con el cual regreso a Granada.   Cuando esto sucedía el gobierno legitimista dispuso enviar con un auxilio de 300 hombres al general hondureño don Santos Guardiola, para que después de expedicionar sobre Nueva Segovia, ocupada por los democráticos, e internara en Honduras a combatir a Cabañas, en connivencia con las tropas de Carrera.  La noticia de la salida de esos auxilios, llegó enseguida a León, en donde no habiendo ya nada que temer del amago de las tropas de Managua, se dispuso que marchase el general Muñoz con fuerzas suficientes al encuentro de Guardiola.   El 18 de agosto se avistaron ambas columnas en el pequeño pueblo de El Sauce, y después de seis horas de combate.  Fue derrotado Guardiola; pero quedó muerto Muñoz en el campo de su gloria.   Walker se aprovechó del aturdimiento que produjo en León la muerte de Muñoz, para salir del Realejo con su falange y con un piquete de cientos setenta nativos, que le proporcionó el subprefecto de Chinandega, Coronel Don José María Valle, que se agregó voluntariamente a la expedición, no obstante, habérselo prohibido el Director Castellón, opuesto entonces a la marcha de Walker, de quien ya recelaba algo.
     El 23 de agosto zarpó por tercera vez el “Vesta” con Walker y sus hombres con los cuales arribó a San Juan del Sur seis días después.  Fue desembarcada la expedición hasta el 2 de septiembre, y el 3 avanzó hasta el puerto lacustre de la Virgen, en donde fue atacado por el general Guardiola, que había llegado de Granada con seiscientos hombres escogidos, y en donde también después de unas pocas horas de nutrido fuego de fusilería, el jefe hondureño, asustado con los certeros tiros de los rifleros americanos, salió huyendo vergonzosamente dejando muertos y varios heridos.   Tan luego como se tuvo noticia en Granada del desastre de Guardiola, marcho sobre Rivas el General Corral, a la cabeza de mil hombres enardecidos y sedientos de tomar el desquite; pero al llegar el jefe legitimista, perdió lastimosamente el tiempo estudiando combinaciones estratégicas y dando lugar con su demora a que su enemigo aumentara el número de su ejército y mejorase sus condiciones.  Con efecto, después de la fuga de Guardiola se presentaron voluntariamente a Walker, a empuñar las armas que aquel dejara abandonad en la Virgen, los amigos de los democráticos y también muchos de los rivenses legitimistas castigados severamente en Granada por no haber concurrido a sostener a Chamorro, cuando el sitio de aquella ciudad.  Además de estos soldados recibió Walker en esos días una columna de enganchados de California, compuesto de 35 rifleros, llegando en el vapor “Sierra Nevada” de la línea del tránsito los cuales juntaron en el puerto con un cuerpo de voluntarios leoneses que condujo del Realejo la goleta “San José”.
       El Gobierno Provisional de León, mientras tuvo la desgracia de perder a su Jefe el Director Castellón, que falleció víctima de la epidemia del cólera el 8 de septiembre de 1855.  Momentos después de haber recibido la noticia del triunfo de Walker sobre Guardiola.  El senador Nazario Escoto, entro a sucederle por ministerio de la ley.  
       Walker continuaba en San Juan del Sur, haciendo frecuentemente salidas hasta la Virgen, no obstante, la presencia de Corral y su ejército en Rivas que le amagaba.  Entendido ya con los empleados de la compañía de Transito, obtuvo por medio del gerente de los vapores que le fuese entregado un paquete de correspondencia, que el General Chamorro, Mayor General del Ejército legitimista, les había confiado con mil recomendaciones para que lo pusieran en manos del General Corral.   En aquel paquete había una carta del propio General Chamorro, en la que con una ingenuidad patriarcal refería a su jefe que con la salida de las tropas de Rivas, había quedado la plaza de Granada en el mayor desamparo, custodiada apenas por una reducísima guarnición.  Al imponerse Walker de aquellas noticias, se llenó  de alegría y, sin preocuparse  más de Corral que nunca acababa sus preparativos para atacarlo, se embarcó sigilosamente en uno de los vapores del lago con toda su gente, pasó a la vista de Granada con las luces apagadas y fue a desembarcar a una legua al norte de la ciudad, sobre la playa del lago en una punta llamada Tepetate, en donde la profundidad de las aguas y el acantilado de la costa, suplían en parte la falta de muelle para descargar la embarcación.
Hablando de esta expedición se expresaba Walker en estos términos:  El vapor botó las anclas a eso de las diez de la noche, cerca de la orilla, amarrándola después, por medio de un cable a un gran árbol de la costa y valiéndose de ese mismo cable se hizo el desembarco en una lancha de hierro perteneciente al vapor.   Sería cosa de las tres de la mañana, cuando llegó a tierra el último cuerpo de tropa, en cuyo viaje metieron mucho ruido los caballos que se habían llevado par el uso de Valle y Gilma, ruido que parecía mayor de lo que realmente era en sí, por la ansiedad que había, porque los movimientos pasaran en silencio y desapercibidos.  “Después que todos desembarcaron se organizó la columna con algunas dificultades por motivo de la oscuridad de la noche, lo sombrío de los árboles del bosque y la absoluta ignorancia en que se hallaban los oficiales y soldados acerca de la naturaleza de aquel terreno.   Fue, sin embargo, dada la orden de marcha, caminando al frente la falange, a retaguardia los del país y adelante, sirviendo de guía, Ubaldo Herrera, natural de Granada. En tanto como hubo oscuridad, la marcha fue penosa y difícil, pero apenas apuntó el día, Herrera se orientó mejor y la columna no tardó en caer al camino que de la ciudad va para “Los Cocos”.  Una o dos mujeres del pueblo que por allí transitaban, informaron a Walker de que todo estaba tranquilo en la población y que nadie esperaba un ataque ni sospechaba siquiera la aproximación del enemigo.”  “A una media milla de la ciudad, cuando los primeros rayos del sol naciente iluminaban el horizonte, se oyó de improviso un alegre repique de campana que fue tomando por algunos americanos como una señal de alarma con la cual ponían de manifiesto el enemigo su confianza y la satisfacción de ser atacado; pero no había nada de eso, sino que repicaban en celebración de un triunfo alcanzado por Martínez en Pueblo Nuevo, en donde había derrotado dos días antes a los democráticos.   Sonaban aún las campanas, cuando la vanguardia llegó a las primeras chozas de los suburbios de la población, y pudieron convencerse entonces los americanos, observando los asustados semblantes de la gente de los barrios, de cómo habían logrado sorprender enteramente a los legitimistas.  Se descubrieron, arrojando las frazadas con que iban envueltos y dando un sonoro grito, se lanzaron a la carrera hasta adueñarse de las primeras trincheras, llevando a Hernsby a su cabeza, que hacía veces de guía para los que iban detrás.
     Continuaron enseguida su avance, hasta encontrarse con el enemigo, que les hizo sus primeros disparos desde San Francisco, aunque inciertos y en tan corto número, que apenas detuvieron por un momento el ímpetu de la falange.   Un “hurra” de la vanguardia anunció la ocupación de la plaza, al mismo tiempo que se oían los pocos y últimos tiros que salían del corredor de la casa de Gobierno, en los momentos en que Walker entraba a la misma plaza… la verdad es que las fuerzas enemigas de la ciudad eran tan insignificantes y que el encuentro con ellas no merece el nombre de acción.  De parte de los legitimistas hubo dos o tres soldados muertos, y de los democráticos tan solo un tambor de la tropa de Walker.”   Testigos presenciales del suceso, refirieron que fue cierto que en la hora en que Walker llegó  a Granada, la población se despertaba alborozada por los estampidos del canon, los acordes de la música marcial, la detonación de los cohetes voladores y el repique de las campanas en celebración del triunfo alcanzado por las fuerzas legitimista en Pueblo Nuevo, cuya noticia la había llevado pocas horas antes un correo expreso, puesto desde el campo de batalla el jefe de la plaza el Coronel Don Fulgencio Vega.  Con tal motivo se había congregado en casa de esté los vecinos, que muy gozosos tomaban copas y comentaban el suceso con bulliciosa alegría: pero fueron interrumpidos por las descargas de fusilería que desde la iglesia de la Parroquia y de la plazuela de Los Leones, comenzaron a hacerles los invasores, sembrando la confusión y el espanto entre ellos.  Nadie quedó ni por los alrededores encomendando cada cual su salvación a los pies.  Los primeros disparos les creyeron salvas hechos por los vecinos en demostración de su regocijo por la victoria, y solo fue a la vista de los americanos penetrando en la plaza, cuando salieron de su error y huyeron.  El Presidente Estrada y los Ministros Castillos y Barberena se salvaron a pie por distintas direcciones, cosa que no pudieron hacer ni el Licenciado Mayorga, Ministro de Relaciones Exteriores, ni don Juan Ruiz recientemente nombrado Ministro de Guerra.   Como las tropas de Walker cubrieron enseguida las líneas de la defensa de la ciudad, dejaron encerrados en sus residencias a todos aquellos que no pudieron escapar en los primeros momentos. 
      Volvamos a mi hogar.   Mi padre se levantó en camiseta y manteniendo empuñadas dos grandes pistolas de caballería, la única clase conocida de los nicaragüenses en aquel entonces.   Pálido y trémulo de coraje, se paseaba precipitadamente por el corredor de la casa, farfullando palabras de indignación.   Mi madre salió al patio y al inclinarse para recoger un objeto, le pasó rosando el cráneo una bala cónica, salida de los rifles americanos de la próxima avanzada.  Los yanquis ocupaban ya el alto o segundo piso de la casa de la Sirena a una cuadra de la nuestra y desde allí blanqueaban por gusto a todo el que divisaban en los patios, sin hacer distinción el sexo ni edad. Volviese mi madre llena de susto y (lo recuero como si fuera ahora), mi padre le salió al encuentro, la llevo a un asiento y con entonación tremenda le dijo, mostrándole las pistolas; “Si esos hombres entran a esta casa, habrá un tiro para ti y otro para el primero que asome.  Después que me hagan ellos pedazos”.   Mi madre lo miro con ojos apasionado y comprendiendo bien que su marido prefería matarla antes que verla deshonrada en brazos de aquella pandilla, repuso tranquilamente: “Gracias, Gámez, harás muy bien.” Mi abuelita que estaba presente, no dijo nada; pero se levantó, me tomó de la mano y llevó al salón de la esquina.   Tenía encendidas y fijas en el suelo cinco velas en distintos lugares y me hizo arrodillar y rezar con ella al frente de cada vela, para rogar a Dios que impidiese el sacrificio de su hija, conteniendo el avance de aquellos hombres sobre nuestra casa. Así continuamos durante algunos minutos, hasta que la descargas que hacían a distancia las avanzadas yanquis, dieron sobre la puerta esquinera de la sala en que nos hallábamos, amenazándonos de muerte y obligándonos a huir hacia el interior.   Pasó la mañana de aquel día, no recuerdo cómo; creo que ni siquiera almorzamos. 
      A las 4 de la tarde mi hermano Francisco, muchacho de 10 años escasos de edad, que vivía con la hermana de mi padre en otra casa, a invitarnos para que saliéramos enseguida a asilarnos en un lugar don corriéramos menos peligro de ser atropellados, como era la casa de un francés amigo nuestro, que gustoso aceptaba.   Francisco llevaba una cinta roja en el sombrero y le entregó a mi padre otras dos que guardaba en el bolsillo, indicándole de parte de mi tía la necesidad de colocarla en los sombreros respectivos de los dos varones, entre los cuales se me contaba no obstante mi niñez, porque sin la divisa roja en el sombrero no había garantía en las calles de Granada.  El francés de que se trataba, era don Pedro Roaud, comerciante radicado en la ciudad, que ocupaba una casa extensa, enclaustrada y con dos frentes exteriores, de los cuales daba una sobre la plaza mayor (hoy parque de Colon) y otro sobre la plazuela de los leones, con un portal o corredor de sur a norte, que le servía de acera.   A nuestra llegada encontramos la casa repleta de gente de las familias principales, que como nosotros se refugiaban allí en busca de garantías.  Don Pedro recibió a mis padres con fina cortesía y luego nos condujo a una pieza contigua a su dormitorio, en la que nos dejó instalados. Desde el cuarto que ocupábamos, pude observar a varios niños, hijos de las familias asiladas, que recorría alegremente los corredores y patios montados en cañas y jugando a la caballería.   Como yo nunca había tenido amigos ni compañeros de juegos, me regocijé mucho con la vista de aquel grupo infantil, al cual no tarde en incorporarme. Fui recibido con muestras de cariño y a pesar de mi corta edad, intimé relaciones con Constantino, Gustavo Horacio Guzmán y Rodolfo y Leónidas Espinosa, que eran los que más se me acercaban y con los cuales conservé para siempre la misma intimidad, habiéndome tocado sobrevivirlos.   Serían las seis menos cuarto de la mañana,  del segundo día de nuestra instalación en casa del señor Roaud, cuando mi madre despertó a mi padre, para decirle que acababa de oír una conversación en francés, entre el propio señor Roaud y un ayudante de Walker, que le llamó por el balcón, en la cual se hacían cargos al primero por tener ocultos en su casa a legitimistas enemigos, cargos que había negado el señor Roaud, agregando como prueba, que podían registrar como gustasen el edificio con la seguridad de que no hallarían a nadie que fuera sospechoso de enemistad para con el general Walker.   El ayudante, según mi madre, había aceptado aquel ofrecimiento y dicho al señor Roaud que regresaría dentro de pocos minutos con una escolta a practicar el registro.   Mi padre se levantó precipitadamente de su lecho, se vistió y arregló como mejor pudo, hizo que mi madre arreglase la cama y los muebles, y luego se sonto en una poltrona y se puso a leer en voz alta un periódico inglés.  Momentos después se presentó el ayudante, seguido de seis filibusteros americanos, saludó cortésmente a mi padre, hablándole en inglés; y tomándole por un cubano, le pidió permiso para hacer un registro minucioso de la pieza en cumplimiento de órdenes superiores. Otorgadas que fue la licencia procedieron, el ayudante y sus soldados a registrar debajo de la cama, detrás de los muebles y por todos los rincones.  Deshicieron después la cama habiendo encontrado debajo de las almohadas las pistolas de mi padre, se apoderó de ellas el ayudante y las dejó para sí con la mayor frescura.   No hubo más por entonces; pero eso dejó muy nervioso a mi padre y con deseos de escapar, cuanto antes de aquella madriguera.
      El 22 de octubre cundió el pánico entre las familias asiladas con motivos del asesinato del Ministro Mayorga, ejecutado en la plaza mayor a las 4 de aquella madrugada.   Desde el interior de la casa del señor Roaud, podía contemplarse a través de los balcones o ventanas el cadáver con solo sus ropas menores, tal como lo habían dejado los ejecutores de la sentencia verbal de muerte, dada por Walker con el objeto de sembrar el terror entre los legitimistas.    El ministro Mayorga era el médico de mi familia, me acariciaba con frecuencia y todos lo queríamos en la casa.   Su triste fin produjo dolor o indignación general; y mi padre, que fue uno de los más impresionados con aquel asesinato no resistió más sus deseos de huir y logró escapar disfrazado por el lado de Tepetape, en donde tomó pasaje a borde de un bongo que iba para Chontales.  De allí pudo continuar para San Juan y en uno de los vapores de la compañía del Tránsito, dirigirse a Europa. 
      Después de la ejecución del Ministro Mayorga llamó Walker a don Pedro Roaud y le ordenó que pasara a Masaya, asociado del señor Fermín Arana, ambos en clase de comisiones suyas a informar a Corral del fusilamiento de Mayorga y de la disposiciones en que se hallaba de que continuaran presos los vecinos importantes y en rehenes las familias de los legitimistas para garantizar la buena conducta futura del Gobierno de Masaya y sus empleados, también de pasar por las armas a dichos presos, si a las nueve de aquella noche no recibía una contestación satisfactoria, acerca de las propuestas de arreglo que había hecho anteriormente.  Roaud y Arana, pasaron enseguida a Masaya. 
Antes de continuar con la narración de los sucesos siguientes, volveré la vista un poco atrás y referiré sumariamente los acontecimientos de los días anteriores al 22 de octubre. Par la mejor inteligencia, tomándoles desde el día 13, en que Walker se apoderó de Granada.
       Dejamos a Corral en Rivas, haciendo preparativos que nunca terminaban para combatir a Walker en San Juan del Sur.   Al verse burlado con su numeroso ejército, se puso a la cabeza de 500 hombres escogidos y marchó precipitadamente por tierra a reconquistar la plaza de Granada. Desgraciadamente para él, encontró en el camino a una comisión de legitimistas respetables de Granada, que le enviaba Walker, y lo cual le propuso a nombre de éste, el arreglo de la paz, bajo la base de que gobernarían el país ambos caudillos, siendo Corral el Presidente y Walker el Comandante General.  Tales proposiciones fueron demasiado tentadoras para quien como el jefe legitimista soñaba desde hacía muchos años con alcanzar esa presidencia que ahora llegaba a buscarla. Así fue como después de haber recreado los oídos aquella seductora proposición, perdió el coraje y resolución e inquebrantable de que momentos antes parecía estar animado y torció su camino, tomando para Masaya, refugio del presidente Estrada y su gabinete, con los cuales prometió consultar el caso y ponerse de acuerdo.   Encontró como es natural, la peor acogida, tanto de Estrada como de todos los que le rodeaban, aquel pensamiento de paz en consorcio con semejante gavilán de aventureros.  El tiempo sin embargo pasaba inútilmente para Corral, olvidado del enemigo por estar conferenciado con Estrada, Mientras Walker lo aprovechaba entendido ya con la Compañía Americana de Tránsito y logrando hacerse reforzar por sesenta rifleros más que le llegaron de San Francisco de California a San Juan de Sur, y que de aquí fueron a incorporarse a Granada.  Las proposiciones de Walker fueron rechazadas por Estrada, a pesar de la acogida favorable que les había hecho Corral anteriormente.   El jefe filibustero se mostró contrariadísimo con aquella resolución inesperada y dispuso tomar en rehenes a los principales vecinos de Granada, reduciéndolos a prisión para mantener a raya a Corral, cuyo ataque temía. Al conocerse en Masaya las providencias de Walker, estalló la indignación en el campo, siendo de verse como desde el presidente hasta el último soldado, hablaban de imitar el ejemplo de Guzmán el Bueno en Tarifa y de marchar en seguida sobre Granada.  Se descollaba entre los más exaltados, el profesor legitimista de Masaya, don Pedro Joaquín Chamorro, hermano de don Fruto, con una proclama que publicó, en la que, recordando a los españoles en su lucha heroica con el invasor francés, excitaba el patriotismo del nicaragüense contra el feroz filibustero, aun cuando con el ataque a Granada corriesen algún peligro las familias y los amigos que allí existían.  Las balandronadas y alharacas de Masaya, hicieron perder la paciencia y dieron por resultado que las contentase mandando a fusilar sin trámites al Ministro Mayorga, con el pretexto de que fuerzas legitimistas habían asesinado antojadizamente a algunos pasajeros americanos en su tránsito por la Virgen y San Carlos y de que hacía necesario tomar represalias.      
El mensaje de Roaud y Arana llenó de pánico a los legitimistas.  Las intimaciones terribles que les hacía Walker, las noticias que llevaban los mismos comisionados de la consternación de la ciudad y de que había llegado 400 rifleros más un auxilio del invasor, y la vista de una exposición firmada por todos los presos suplicando el arreglo de la paz, dieron el golpe de gracia a las energías de los jefes legitimistas, que ofrecieron a Walker mandar a Corral en el próximo día para que ajustase personalmente la paz en Granada. “Heridos como por un rayo” dice el testigo presencial legitimista, don Francisco Ortega en sus impresiones de aquel día, publicadas hace poco años, quedaron tanto Estrada y sus ministros, como los señores don Fernando Chamorro y don Pedro  Joaquín Chamorro (que influían decisivamente en aquel gobierno), cuando oyeron la notificación de Walker; porque entre los presos amenazados de muerte figuraba don Dionisio Chamorro hermano de los últimos y persona que gozaba con ellos de la misma posición política e influencia poderosa.   Aturdidos aún, se congregaron en el despacho del presidente, adonde llegaron además personajes legitimistas a resolver la junta general la actitud que les correspondía tomar en aquellas circunstancias…Aquella reunión presentaba un cuadro sombrío y desgarrador.  Los concurrentes se separaban juntándose parcialmente en grupito de dos y tres; se levantaban, cuchicheaban y volvían a sentarse, mientras Estrada, sus ministros y el general Corral, permanecían en sus asientos hablando con voz muy baja.   Las deliberaciones parciales y en común duraron hasta las tres de la tarde, hasta en que se pusieron de acuerdo a escribir los omnímodos poderes, que debería llevar Corral, designado para ir a Granada a celebrar la capitulación con Walker.   He sido prolijo en los detalles anteriores, para poner la verdad en su lugar, porque después de algunos años inventaron los conservadores nicaragüenses la fábula de que don Pedro Joaquín Chamorro se había opuesto a la capitulación como fuera manifestado por Guzmán el Bueno, que prefería la muerte de su hermano a la humillación de su patria.   Además del testimonio de los escritores legitimista don Jerónimo Pérez y don  Francisco Ortega, de quienes he tomado lao anteriores datos, tenemos también la autorizada palabra en este asunto, del conocido escritor don Anselmo Hilario Rivas, que fue idólatra de la familia Chamorro y muy conocedor de todos los sucesos con ella relacionados, el cual decía en 1892, al conmemorar el aniversario de la capitulación de Corral , que si Walker hubiera escogido para victima a don Dionisio Chamorro en lugar del ministro Mayorga, los sucesos habían sido otros, porque no se habría mandado a Corral para que celebrase la capitulación del 23 de octubre, sino con el ejército legitimista a luchar con desesperación contra el verdugo. 
    Resulta por lo mismo fuera de toda duda, que la junta legitimista de Masaya estuvo de entero de acuerdo en aceptar la capitulación para salvar a los presos granadinos; y aunque el presidente Estrada dijo más tarde por la prensa, que él había autorizado de mala gana a Corral, es muy creíble, que tanto el cómo algunos otros de la reunión, si no estuvieron de entero de acuerdo con el paso consultado, no se pronunciaron en contra quizá por respeto y consideración a los hermanos de don Dionisio Chamorro, allí presente, que estaban consternados lamentando la probable muerte de aquel prisionero de Walker, pues don José María Estrada, hijo humildísimo de la plebe colonial de Granada y persona de color, que equivalía entonces a ciervos emancipado,  vivió siempre , como Don Anselmo Rivas, venerando a los descendientes de los antiguos criollos o gente blanca de su pueblo, entre la que figuraba en primer término  la familia Chamorro.   Hay quien asegura también que no dejó de influir en muchos legitimistas el conocimiento que tenían de las proposiciones que hizo Walker a Corral, cuando esté regresaba a Rivas, según las cuales deberían gobernar el país ambos caudillos como presidente el uno y como comandante general el otro; proposiciones que excluían y tenían que desagradar a los leoneses, objeto especial y primordial de odio legitimista.  El desagrado y la murmuración estallaron en Masaya cuando se conocieron las bases de la capitulación celebrada, pues Corral hacía la entrega del país a los filibusteros, quizá con el objeto de excluir a los democráticos, y había llevado su abuso hasta el extremo de pactar por lo que sería declarado traidor “ipso facto” por cualquiera que los dos gobiernos beligerantes que no la aprobase.   A pesar de todo eso, no hubo empero un solo legitimista en Masaya que se opusiera abiertamente a la ratificación por aquello de que siempre permanecía en rehén don Dionisio Chamorro, cuya vida más que el sacrificio de la pobre patria, medio deshecha ya. Un poco después de las nueve de la mañana del 23 de octubre de 1855, se anunció en Granada la llegada de Corral con una custodia americana que fue a encontrarlo al camino y lo acompaño hasta la casa de Polvera, o casa Mata, que se hallaba en la entrada de la ciudad donde descansaba Walker, acompañado de algunos oficiales democráticos, fue a recibirlo en aquel punto , y después de los saludos amistosos , marcharon juntos a caballo sobre la calle real , hasta la plaza mayor, en la cual estaba formada toda la fuerza democrática para hacerle honores militares. Pasaron después ambos jefes a la casa de Gobierno y en ella dieron principios a las negociaciones de paz.
      Estipularon los pacificadores, que Walker quedaría como Comandante General de la República con el mando inmediato de la columna americana; que también continuaría prestando sus servicios militares para garantizar la paz; que tanto las fuerzas leonesas como las granadinas, deberían reducirse a cientos cincuenta hombres y distribuirse a distintos lugares; que se reconocería como Presidente provisorio o provisional de la República a Don Patricio Rivas; y que los dos gobiernos existentes entonces  en Nicaragua,  cesasen en sus funciones tan luego con fuese notificados de los estipulados en el convenio, bajo apercibimiento de ser tratados como perturbadores de la tranquilidad pública  por las fuerzas unidas de Walker y Corral.  Asegura Walker en su ‘Guerra de Nicaragua” que esas estipulaciones fueron la obra exclusiva de Corral, que fue quien las propuso y obtuvo que le fuesen admitidas sin modificaciones, pero entiendo que eso no es exacto, porque hemos visto antes, el jefe legitimista estaba en la creencia de que él iba a gobernar, asociado con Walker y que también seria presidente provisional.   Lo posible es que Walker se haya negado a darle ese puesto, concediéndole como un favor que designase a un legitimista moderado que no fuese termino extremo para los democráticos, y aun quizás le insinuó, el mismo, a don Patricio Rivas, de quien ya tenía conocimiento por informes de don Carlos Thomas, nicaragüense al servicio de Walker.
      Después de ratificada la capitulación en Masaya se libertó a los presos de Granada, los cuales se apresuraron en ponerse a salvo, alejándose de aquel recinto peligroso.  Igual determinación tomaron las familias principales, muchas de las cuales se embarcaron en piraguas y bongos del comercio, y se dirigieron a diferentes lugares.  Mi madre con sus dos hijos, mi abuela con su hermana Mercedes y Don Saturnino Reyes, entonces viudo con sus dos hijos y su anciana madre, tomaron una embarcación de vela que les llevó al estero de Charco Muerto, en la playa oriental de Nandaime, de donde pasaron por tierra al pueblo de Diría.  Allí se dividieron continuando unos para Diriomo y quedándose mi madre y mi abuela en una casuca de la plaza, ocupando un cuarto común con la propietaria y su familia. Iba mi madre en estado interesante   y no tardó mucho tiempo en salir de apuros con el nacimiento de un nuevo hijo, que llevo el nombre de Epifanio.   Afortunadamente fue feliz el alumbramiento en aquel desamparo en que tuvo lugar y mi madre se holgaba de ello, pues muchas fugitivas de Granada habían tenido peor suerte. Se refería entre otros casos, el de doña Pastora Bermúdez de Lacayo, opulenta matrona de Granada, que tuvo que dar a luz en el fondo de una piragua, repleta de pasajeros, estrechada por estos y bajo la lluvia y sin abrigo.  La casa que ocupábamos en Diría pertenecía a doña Rosa Alfaro viuda de Sándigo, madre de siete hijos, con los cuales vivía bajo el mismo techo que nosotros en solo dos piececitas, como de cinco varas cuadradas.
     Existe todavía y se halla situada en el costado sur de la plaza, a la entrada de la calle que va para Diriomo y enfrente de la iglesia, a la que iba yo con frecuencia a contemplar una imagen de la Virgen, como de dos pies de altura, que tenía los ojos azules y que me parecía de una belleza deslumbrante.  Horas enteras pasaba admirándola devorándola con la vista con infantil pasión, convencido de que no existía en el mundo otra más perfecta que aquella.  Cuarenta años después, siendo secretario de Estado en la administración del general Zelaya, pasé por el Diría en Tránsito para Rivas, y no pude resistir el deseo de ver más a mi virgencita de ojos azules.   El párroco, a quien me hice anunciar previamente, fue a recibirme a la iglesia, y muy contento, según supe después, porque tenía que pedirme algo que le interesaba.  Informando del objeto de mi vista, me manifestó con franqueza, que nunca había habido allí buenas imágenes, ni creía que hubiese existido alguna en la fecha a que me refería.  Pasamos, sin embargo, a recorrer los altares y en uno de estos, en el propio lugar de mis recuerdos encontré la imagen que buscaba, con los mismos ojos azules, con aquellos contornos y perfiles de antaño, pero pareciéndome entonces fea, feísima, retefea… Tenía razón el cura; aquello no era la imagen de la Virgen, sino una parodia oprobiosa, algo tosco y mal hecho que contrastaba con la imagen que recordaba.   Sonrió bonachonamente el párroco de verme tan contrariado; y aprovecho la ocasión para suplicarme que dejase un recuerdo de mi pasado por aquel lugar, tan ligada con mis impresiones de la infancia; que hacía algún tiempo que la campana única que tenía la parroquia se había caído del campanario, rompiéndose en pedazos que él había guardado con la esperanza de  que fuesen nuevamente fundida en la Escuela de Artes Nacionales que estaba bajo mi dependencia, y que le haría un verdadero servicio a la iglesia y al pueblo si le daba la orden para que ese trabajo se hiciese en la Escuela de Artes por cuenta del Gobierno.  Accedí gustoso, y después de estrechar con cariño la mano del buen cura, me despedí pesaroso; lamentando la perdida de una ilusión de 40 años.
     Continúo con la relación de mis recuerdos de la infancia.   Pasamos varios meses asilados en el Diría, sin que hubiese para mi nada de nuevo digno de ser referido, salvo el recuerdo de una familia criolla amiga de las nuestra, que vivía inmediaciones de Diriomo en una finca llamada “El Arroyo”, la cual gastaba de finas atenciones con mi madre.  El mayor de los hijos de aquella familia, Don Perfecto Vijil, fue el que apadrino el bautismo del pequeño Epifanio; su hermana que tenía notable parecido físico con mi madre, se hizo amiga íntima de ésta, y don Remigio, hermano menor de don Perfecto tuvo para mí, en especial, un cariño excepcional.  Me mimaba, me daba frutas y golosinas, me sacaba con frecuencia a paseos y me llamaba “Milord”, nombre que también le daba yo con gozo y satisfacción.   Cuando muchos años después, en 1893, llegué victorioso a Managua con las huestes liberales, dos brazos cariñosos me estrecharon efusivamente por detrás, volví la cara sorprendido y me encontré con la muy placida y expresiva de mi antiguo ‘Milord”, el entonces liberal preclaro del departamento de Carazo, con cuya representación ocupaba asiento en la memorable y avanzadísima constituyente de aquel año.  Que produjo la libérrima carta fundamental que fue creado político de un partido y orgullo de un pueblo libre.  Don Remigio me quiso siempre con paternal afecto y se enorgullecía de mí, porque se creía mi maestro, suponiendo que mis ideas liberales se debían en mucha parte al cariño que le tenía.   Quise mucho a don Remigio; y el día más triste de mi ostracismo, fue aquel en que recibí una carta de su hijo, diciéndome que su padre postrado en su lecho de muerte se despedía de mí, protestándome su cariño y sintiendo no verme más. 
      En una tarde del día 24 de noviembre de 1856, según pienso ahora mi madre y mi abuela, pálida y desencajadas, me tomaron de la mano y me llevaron hasta una altura próxima al vecino pueblo de Catarina, desde la cual podía contemplarse en aquellos momentos la inmensa hoguera del incendio de la ciudad de Granada.   Silenciosas lágrimas, acompañadas de sollozos, surcaban los rostros del grupo de personas, allí congregadas, en su mayor parte granadinas, que parecían resistirse a dar crédito a sus ojos, tal encontraban de monstruoso e inaudito aquel hecho de la perversidad yanqui.  El incendio devoraba el patrimonio de muchas familias inocentes, que quedaban sin hogar y sin otra fortuna que el vestido que llevaban puesto y consumía también entre sus llamas la hermosa casa de Guadalupe, recién edificada por mi abuela, y todo cuanto había en ella encerrado. De todo el haber de mi abuela y mi madre quedaba únicamente un pedazo de terreno, sembrado de escombros, que ni visitar podían siquiera, porque estaba justamente en el mismo lugar en se libraba combare a muerte entre Henningsen y los aliados centroamericanos.  Haré un poco de historia sobre esto último.
     En conformidad con lo estipulado en la capitulación de Corral, el ejército legitimista tuvo que ir a Granada a hacer entrega de sus armas.  Refiérase que una vez llegado, proyectaron algunos de sus jefes y oficiales proyectaron echarse sobre los yanquis y salvar al país de la opresión; pero el general don Fernando Chamorro segundo jefe del ejército y el propio Corral frustraron todo; Corral porque estaba ilusionado con la amistad de Walker, del que creía ser muy querido, y Chamorro por lealtad a su jefe o quizás, y este es lo más verosímil, porque su hermano Dionisio continuaba en rehenes y había que salvarlo a todo trance.
   Algunos días después del desarme de los legitimistas, llegó un vapor expreso a Granada conduciendo a Don Patricio Rivas, mandado a traer por Walker de San Juan del Norte en donde servía la administración de la aduana marítima de aquel puerto.  Dícese que el bueno del señor Rivas creía soñar y que no hallaba como expresar su gratitud a Walker por haberlo elevado tan alto.  Don Patricio no había sido hasta entonces más que un bueno empleado en el ramo de Hacienda.   Su honradez en el manejo de los caudales públicos, su exactitud en el servicio de la oficina y sobre todo su carácter tan bonachón y sufrido lo hicieron ser un empleado fiscal en todos los gobiernos, aunque fuera de distinto color político al suyo, porque “Tata Ticho”, nombre gráfico con que se designaba, no entendía de otra cosa que ser disciplinado, convencido como buen empleado público que era, de que “el que maneja jamás se equivoca”.   Su hija predilecta estaba casada con don Cleto Mayorga, democrático leonés que desde hacía meses arrastraba una cadena en Granada, trabajando forzosamente en castigo de sus opiniones políticas; y a pesar de que don Patricio quería a su yerno a la par de su hija, continuaba sirviendo muy resignadamente al Gobierno legitimista, sin que jamás se le hubiera ocurrido protestar ni menos suponer que recibía agravio con los ultrajes inferidos a su yerno.  Encarnaba el tipo de hombre manso de la bienaventuranza cristiana, llamado a poseer la tierra; y Corral, que lo conocía bien, debe haber pensado que continuaría siendo para él tan automático como lo había sido hasta entonces.   Walker a su vez había tomado informe previo con don Carlos Thomas, que residía en San Juan del Norte y conocía íntimamente al candidato; y cuando supo que don Patricio se subordinaba ciegamente al que mandaba, sin fijarse en las personas, lo aceptó gustosamente, convencido de que, al ser colocado entre Walker y Corral, no podría vacilar en el lado a que se inclinaría.   Desde el 30 de octubre en que don Patricio tomó posesión de la presidencia provisional, creyó Corral, ministro entonces de la guerra, que él era el “factótum” del nuevo gobierno y el árbitro de su presidente, tal se le presentaba todo, debido a la política astuta y doble de Walker para con él.   Su ilusión que solía repetir a sus amigos: “con su mismo gallo les ha ganado a los democrático”, refiriéndose a Walker.   Este solamente se sonreía.
        El presidente, mejor dicho, ex Presidente legitimista don José María Estrada había disuelto su gobierno en Masaya, desde el 25 de octubre. No se hacía ilusiones con Walker y procuró alejarse todo lo posible de su alcance, trasladándose a Honduras por la vía de tierra.   Antes de su partida firmó en Masaya una protesta manuscrita bastante enérgica que tuvo el cuidado de no mostrar dejándola bajo siete llaves para mayor seguridad de que pasara a la historia.  En León no fue tampoco bien recibido el convenio celebrado por Corral. En una junta de notables democráticos, en que fue discutido, se resolvió por fin aprobarlo, tomando en cuenta que la aprobación encerraba un peligro menos próximo que el de una ruptura con Walker, apoyada entonces por Corral, y de sacar a la vez todo el partido posible, explotando con habilidad la nueva situación.  En consecuencia, fue nombrado Walker general de brigada, se disolvió el gobierno provisional y se mandó una comisión de siete personas de las más notable, encabezada por el general Jerez, a poner en manos del jefe filibustero el atestado de su nombramiento de general y las actas leonesas de felicitación por el éxito alcanzado.  Tan pronto como llegó a Granada la comisión leonesa, cambió radicalmente la situación política de Corral. Walker recibió con los brazos abiertos a los comisionados democráticos, los declaro sus amigos de confianza y aliado con ellos se acercó al presidente Rivas para moverlo exclusivamente a como le conviniese. Don Patricio, dócil como siempre, obedeció las insinuaciones de Walker y organizó enseguida su ministerio, nombrando tal como se le previno, Ministro de Relaciones Exteriores al General Máximo Jerez, caudillo de los democráticos; al Licenciado don Fermín Ferrer, también democrático, Ministro de Crédito Público; a Parker H. French. Filibustero americano al servicio de Walker, Ministro de Hacienda; y al general Corral, único legitimista en aquel Gabinete, Ministro de la Guerra, subordinado como era consiguiente al comandante Walker. Fue necesario tan dura bofetada como aquella, para que cayese los ojos de Corral, la espesa venda de sus ilusiones y esperanzas.   Miró en su derredor y se vio sólo, enteramente entre sus enemigos, y hasta puesto en berlina por Walker, a quien le había sacrificado todo.  Se arrepintió entonces en su cobarde manipulación, presintió quizás la execración y las maldiciones de la posteridad y trató de buscar el medio de reparar el mal que había ocasionado con su ambiciosa ceguera.  Para esto escribió algunas cartas a sus antiguos amigos y compañeros de Honduras, entonces en el poder, contándoles que estaba perdido y rogándoles que llegasen a su auxilio.   Sus cartas cayeron por desgracia en manos de Walker, quien lo redujo a prisión y llevó un patíbulo, a los veintiún días justo de firmada la capitulación oprobiosa del 23 de octubre.
   Luego sería hacer una relación prolija de la dominación de Walker en Nicaragua.  Me contentare con reseñarla a vuelo de pluma:  Habiéndose malquistado Walker con los legitimista y los democráticos debido a su exclusivismo a favor de los filibusteros que lo acompañaban desistió de ocultar por más tiempo sus verdaderos propósitos y con el mayor descaro proclamo el restablecimiento de la esclavitud humana en Nicaragua , la confiscación de los bienes de propiedad legitimista en provecho suyo y de los filibusteros que lo acompañaban, levantó horcas para castigar el patriotismo de los nicaragüenses, se proclamó presidente en sustitución de don Patricio Rivas, al que destituyó por medio de decreto, amenazó a los gobiernos vecinos y provocó una coalición en su contra de toda la América Central.   Estrechado por los ejércitos centroamericanos y obligados a desocupar Granada, trató de inmortalizar su recuerdo en Nicaragua reduciendo a escombros aquella floreciente ciudad.

Capítulo X
El incendio de Granada

     Capítulo aparte dedicaré al triste episodio de la destrucción de la Sultana del lago, de aquella histórica población fundada a mediados del siglo XVI por el conquistador español Francisco Hernández de Córdoba y a la que dio el nombre de la célebre capital morisca del reino de Andalucía, cuna de su nacimiento.  Granada, en 1856, era la capital de la República y la residencia del Presidente filibustero, William Walker y de su gabinete. Sobre ella marchaban los ejércitos aliados de Centroamérica entonces en Masaya, a 4 lenguas castellanas de distancia, y la horda filibustera corría peligro de quedar embotellada. Walker se vio obligado a desocupar Granada en busca de un cuartel general de mejores condiciones en el departamento del Mediodía; pero antes de hacerlo y sin otro objeto que sembrar el terror con su ferocidad, dispuso reducirla a cenizas, previo saqueo a favor de sus huestes vandálicas.   La notificación de semejante orden hecha en el mismo día de su ejecución, produjo en el vecindario pacifico de la ciudad una impresión difícil de ser descrita.   Del incendio de Granada, que recuerda las antiguas fechorías de los antiguos filibusteros y piratas, de las Antillas en las colonias españolas, he encontrado algunos detalles en los papeles públicos contemporáneos del suceso y con ellas me auxiliare para reconstruir en estas páginas perfilando con la pluma.  El 15 de noviembre de 1856 se presentó Walker en Masaya a la cabeza de una numerosa columna de filibusteros yanquis en la que iba incorporado el famoso Henningsen con su batería de morteros nuevos. Rompió los fuegos con la impetuosidad que acostumbraba; pero como la plaza presentó dificultades y él estaba preocupado con el temor de que las fuerzas costarricenses, que avanzaban sobre Rivas, le arrebatasen la línea del Tránsito, entonces su arteria principal de vida, resolvió retirarse y volver a Granada a hacer sus preparativos para abandonar aquel departamento y concentrarse con su ejército en el Meridional, o del Mediodía en donde estaba su mayor interés. 
      Después de unas pocas horas de descanso y a eso de la medianoche del 17, los filibusteros levantaron silenciosamente el campo, y tomaron el camino de Granada llegando a esta población en la madrugada del 18, pensaba Walker que por la mala situación en que dejaba a los aliados en Masaya , no podrían estos causarle molestias ni menos obstaculizarle la evacuación  tranquila de la ciudad; pero él no se conformaba con eso solamente, pues quería destruirla y dejarla en escombros para castigar, según decía a los legitimistas; y como para hacerle al frente de un numeroso enemigo se necesitaba de habilidad y firmeza, en defecto suyo resolvió confiarle ese cargo a Henningsen.  Hay que tener presente que la situación de Walker en Granada había llegado a ser desesperante para él, pues tenía cortada sus comunicaciones con el llano de Ostocal, a retaguardia de Masaya, centro de numerosos criaderos de ganado vacuno, de donde anteriormente sacaba grandes partidas, y con la misma ciudad de Masaya que le proveía de granos para sus tropas; y que esa situación aflictiva pudo también determinarlo a trasladarse a Rivas en busca de medios de subsistencia.
      ‘Los preparativos para la retirada de Granada, dice Walker en su “Guerra de Nicaragua”, principiaron el 19, conduciendo a borde del vapor a los heridos y enfermos del hospital para llevarlos a la isla de Ometepe; y a fin de hacer el movimiento lo más expedito posible, se ocuparon para el transporte los dos vapores del lago, “San Carlos” y  La Virgen”, con el objeto de tener todo listo para la marcha a San Jorge o Rivas después de la destrucción de Granada, porque calculaba que los enseres y provisiones del gobierno, estarían en “La Virgen “ del 21 al 23 a más tardar; pero el movimiento se atrasó  por varias causas. Los oficiales y soldados tenían muchos objetos de su propiedad en varios puntos de Granada y cada uno procuraba salvar lo que le pertenecía; además de que, apenas se divulgó la noticia de la próxima destrucción de Granada, principio la obra del saqueo; y como había abundancia de licores en varias casas, casi todos los soldados en servicios estuvieron bajo su influencia.   Vio Henningsen  que era imposible poner límites a los excesos de los oficiales, porque estos, a su vez habían perdido toda autoridad sobre sus subalternos; pero con todo logró que Fry  llevase a la isla a las mujeres y los niños americanos, así como a los enfermos y heridos, quedándose allá con una guarnición de unos sesenta hombres. Henningsen a su vez, tan luego como hubo transportado a borde la mayor parte de las municiones de guerra, se preparó para principiar la destrucción de la ciudad por medio del incendio de sus edificios; pero mientras trabajaba en esto, aumento la sed de licores de su gente, creyendo los soldados que era una lástima que se perdiera tan buen vino y coñac; y a despecho de los guardias y centinelas, de las órdenes y de los oficiales, la borrachera siguió adelante y la ciudad presentaba el aspecto de una vasta orgía que el de un campamento militar.
     Tal es lo que confiesa Walker; pero existe, publicada en una de los periódicos centroamericanos de aquellos días, una extensa relación del incendio de Granada, que refiere lo que aquel calló. De ella tomaré datos para ampliar la relación de Walker.   Antes de su partida de Granada, dispuso el jefe filibustero llevar consigo cuanto valor y fácil transporte se pudiera sacar de la ciudad en los vapores del lago que estaban a sus órdenes; y una  vez satisfecho, zarpo con rumbo a las playas de Rivas a organizar su nuevo cuartel general.   Henningsen quedaba en Granada encargado de la ejecución del incendio.   De su orden hubo previamente una parada de todos los filibusteros existentes en los cuarteles, alas que también concurrieron varios heridos y algunos vagos, también yanquis, llegando todos sin armas ni cartucheras.  A las compañías primera y segunda de rifleros, que gozaban de fama de muy listos, les fue señalado el puesto de honor. Un orador apareció enseguida y pronunció  un discurso en el que manifestó que el general Walker, impuesto y condolido también de que en los últimos meses no hubieran recibido sus tropas el sueldo que devengaban, les permitía que lo cobrasen directamente del vecindario, pues Granada estaba sentenciada a ser incendiada y saqueada en aquel día y el general estaba de acuerdo en que se adueñasen sus soldados de cuanto pudieran tomar, con excepción del oro y la plata de las iglesias que él se reservaba para los gastos del estado. Aquella declaración fue acogida por todos con gritos y palmoteos.   El orador reclamó enseguida el silencio de las filas, para dar lectura a varias órdenes escritas en un pliego que sacó del bolsillo y los cuales formaban parte adicional de la orden general del día. Decían así: El Capitán Dolan conducirá su compañía hacia debajo de la calle de San Sebastián y más allá de la iglesia del mismo nombre, hasta los últimos límites de la ciudad y quemará toda casa e iglesia que este a cualquier lado de la calle hasta la Plaza.  ‘’El capitán Melhesney llevará la fuerza de su mando hacia debajo de la calle del Arsenal, más allá de la iglesia de San Francisco, y comenzando desde la playa, quemará toda casa o Iglesia que se halle a cualquier lado de la misma calle hasta llegar a la Plaza Mayor.   El capitán Ewbacks se servirá pasar con iguales órdenes a la Calle de los Cuadras, hasta más allá de la iglesia de Jalteva.  El capitán O’Regan debajo de la iglesia Guadalupe y más allá de la iglesia del mismo nombre.”   Seria fastidioso continuar mencionando los demás nombres de incendiarios designados.   Basta saber que hubo un oficial para cada calle, encargado con su pelotón respectivo de ir incendiando los edificios, sin excepción alguna y autorizado para matar sin fuese necesario, robar y tomarse otras libertades que por sabidas las callo.   Con nuevos gritos de alegría y aclamación frenéticas a ‘Guillermino” (nombre que daban familiarmente a Walker), fueron acogidos aquellas ordenes, después de cuya lectura, desfilaron todos muy gozosos a dar principios a la ejecución de su encargo, tan conforme con sus antecedentes y aspiraciones.  A los capitanes encargados respectivamente de los cuadros grandes grupos principales, se les llamó antes aparte y les fueron comunicadas ciertas ordenes secretas que, por las risotadas de algunos y las sonrisas de satisfacción de otros, parecían encerrar lo más apetecible de la “Chanza”, que desde varios días antes les había sido revelado en secreto a muchos de ellos.   Seguidamente se impartieron órdenes superiores directas del mayor O’neil y al coronel Sanders para que inspeccionasen la obra de la destrucción de la ciudad e informasen de los resultados. 
        El incendio comenzó por las chozas pajizas que había en los barrios, continuando con las casas de paredes de adobes y techos de tejas que convergían hacia el centro de la población.   El consumo de licores saqueadas fue excesivo y produjo sus naturales consecuencias en aquella gavilla de malhechores, que en el furor de la embriaguez se entregaron a la más desenfrenada orgía alumbrados por el resplandor rojizo del incendio, llevando su ferocidad hasta asesinar en las calles, entre vociferaciones infames a algunos vecinos que estaban ocultos y quisieron sacar algo de sus abrazados hogares.  Y mientras el terror y el espanto embargaban los ánimos de los desgraciados moradores que buscaban su salvación en la fuga, salían de algunos hogares sin incendiarse aún, gritos desesperantes y lamentos de mujeres violadas en el interior, que eran contestados con obscenas risotadas por los que están afuera.  En la plaza mayor se había congregado una muchedumbre de mujeres y niños que huían del calor de las llamas.  De aquellas lloraban unas silenciosamente, se golpeaban con desesperación la cabeza o se retorcían con violencia las manos, mientras clamaban lastimosamente a Dios, pidiéndole a gritos que las amparase, o bien casi loca se desataban en denuestos y maldiciones contra los yanquis.  De Pronto, cuando las primeras llamas no habían aparecidos aún sobre el techo de la parroquia, que daba frente a la muchedumbre, fue abierta de par en par por la puerta mayor de la iglesia y aparecieron cuatro filibusteros, llevando en andas sobre los hombros una imagen de Jesús Nazareno, de tamaño natural, que allí se veneraba y se le designaba con el nombre de “Jesús de las Ximenez”. Detrás de la imagen vestidos grotescamente con los ornamentos sacerdotales iba una turba de beodos, en son de mojiganga, ostentando con ridiculez casullas, albas, capas, estolas, bonetes, y todo cuanto más indumentarias del culto católico fue encontrado en la sacristía; parodiando de aquel modo una procesión que avanzó lentamente, entonando canciones pornográficas, hasta la entrada a una taberna que llamaban “Casa de Walker”, quizás por guasa.  Allí llegó a su colmo la algazara, y aumentaron las carcajadas y chacotas groseras al poner la imagen en el suelo para que presidiese la mesa, en cuyo derredor se colocaron los revestidos, tomando asiento, para celebrar lo que llamaban “la ultima cena del Señor”, la cual terminaron los comensales entre botellas, que rompían sucesivamente sobre la cabeza de la imagen a medida que iban vaciándola de su contenido.  
        En el entretanto se daba cumplimiento en otra parte de la ciudad, a las “ordenes secretas” que fueron comunicadas a los capitanes encargados de la ejecución del incendio.   Véase como procedieron:   Antes de dar principios a la destrucción de la parte central, cuando las llamas devoraban las humildes chozas de los barrios, se presentó el Capitán Dolan en una de las casas de mejor apariencia y notificó a la persona que ocupaba, que era una señora decente de que tenía  orden del General Walker quemarle su casa, si no le redimía en el acto dándole quinientos pesos en dinero efectivo.   Detrás de él esperaba órdenes los soldados filibusteros, empuñando largas varas, con trapos embreados envueltos en la punta, destinados a servir de teas incendiarias después de encendidas.  Cuéntase que aquella infeliz señora cayó de rodillas, implorándole compasión al capitán Dolan, y manifestándoles que no tenía quinientos pesos ni medios para adquirirlos.   Al mismo tiempo le preguntaba con ansiedad y deshecha en lágrimas porque motivos la castigaban de aquel modo sin tomar en consideración que su hijo había sido muerto en Rivas, peleando contra los “ticos” y al lado de Walker.   El capitán Dolan le contesto que él era solamente un subalterno, cumpliendo órdenes superiores y que no sabía nada de lo que le preguntaba.  “Sin embargo agregó ¿Qué cantidad pudiera Ud. Darme para salvar su casa?  Y como la señora respondiese que cuanto tenía eran ciento ochenta pesos que estaba pronto a entregarlos, el capitán los recibió gustoso, aunque previniéndole que buscase más para completar doscientos pesos, suma de la cual no podía rebajar ni un centavo.  Salió ella precipitadamente a conseguirlos en el vecindario, y cuando minutos después regresaba gozosa con el saldo que se le exigía para la salvación de su casa, esta ardía por todos sus lados; Dolan había dicho a sus hombres, tan luego como se ausento la señora: Bien muchachos, tenemos ya cientos ochenta pesos en mano que son bastante para esta casa.   Ahora fuego con ella.”    Y los trapos embreados fueron encendidos luego y aplicados al techo por diferentes puntos hasta que el incendio tomó cuerpo y se hizo general.   Aquel “divertido engaño” era el resultado de las ordenes secretas, que continuaban cumpliéndose con éxito en la parte central de Granada, arrancando con ellas buenas sumas, de las que se repartían hermanablemente los camaradas de Walker, encargados de aplicar las teas.
         Una carta de un militar guatemalteco, que fue publicada en el periódico oficial de Guatemala, refiere que Walker había sacado, antes de su salida de Granada; todas las cosas de valor que encontró en las casas, trasladándolas a la isla de Ometepe con los heridos y las familias americanas.   Todo cuanto el fuego alcanzó quedó reducido a cenizas en Granada. Las habitaciones que en un tiempo diera asilo y protección a los hijos de aquella ciudad, veían entonces sin techos y en ruinas, señalando con sus paredes ennegrecidas y entre escombros, el lugar en que habían existido antes.  Ocho hermosas monumentales iglesias, la parroquia, el Calvario de Jalteva, La Merced, San Juan de Dios, San Sebastián, San Francisco, Esquipulas y Guadalupe, fueron también destruidas sin misericordia y con un saqueo previo y no contento Henningsen todavía con el incendio de la Parroquia, hizo después esfuerzos para arrancarla de sus cimientos, volándola con una mina que pudo tan solo derribarla la torre nordeste.   Dícese que el saqueo de las iglesias produjo ocho pesadas cajas, llenas de joyas y metales que fueron llevados a borde del “San Carlos”.   Las vestiduras sacerdotales, muchas de ellas muy costosas, fueron robadas todas y quemadas las demás en una gran hoguera de la plaza Mayor, entre la vocinglería y las danzas grotesca de aquella soldadesca repleta de licor. Bajaron a continuación las campanas de las ocho iglesias y las llevaron también a borde, para extraerle en su oportunidad el oro y la plata que tenían ligadas en el bronce; pero fueron rescatadas, después por los costarricenses en los últimos días del mes de diciembre siguiente, cuando se apoderaron de los vapores y las encontraron en éstos.
       La noticia del próximo incendio de Granada había sido llevada a Masaya por don Dámaso Souza, y tan luego como se supo levantaron el campo los ejércitos aliados y se apresuraron a ir a estorbarlo, aunque no tan de prisa, porque le hicieron hasta el 24 de noviembre, cuando el incendio se hallaba en su apogeo.   Principiando el ataque como a las tres de la tarde del propio día, por Jalteva, San Francisco y Guadalupe a la vez o sea por el occidente, norte y oriente de la ciudad, pero llegaron demasiado tarde.
        El General Tomas Martínez con su columna de veteranos legitimistas, fue el primero en presentarse, como a las 2 de la tarde, por el lado norte, deteniéndose momentáneamente en el lugar en que hoy se levanta la estación del ferrocarril central, a contemplar lleno de dolor las llamas que envolvían a la ciudad, cual si fuesen un manto de fuego.   De su contemplación lo apartó la llegada de algunas familias fugitivas que están ocultas en el campo las cuales lo rodearon pidiéndole amparo.  Una hora después bajaba Martínez con su columna a la playa del lago y se detenía como 600 varas del muelle en que estaba atracado los vapores “San Carlos” y la “Virgen” ocupados en recibir los elementos de guerra que sacaban los filibusteros de las plazas.  Fue emplazado en el acto una pieza de artillería de a seis, que llevaba la columna en su tren de guerra; y aunque la distancia era corta y el blanco bastante grande, el cañón no acertó en tres disparos que hizo dio tiempo para desatracar a los vapores, levantar sus anclas y ponerse a salvo.  Martínez ataco también, en ese día, la iglesia de San Francisco y fue rechazado, con pérdidas.    El 25 repitió su ataque a la misma iglesia, aunque cambio de táctica, porque en lugar de acercarse de frente, como incautamente lo había hecho la víspera, avanzó por dentro de la línea de casas quemadas vecinas, favoreciéndose con sus paredes de adobes todavía en pie.  Los filibusteros que ocupaban la iglesia temieron quedar cortados con la plaza y se reconcentraron en está, tan luego como se dieron cuenta del plan que atribuían a Martínez.
      Las demás fuerzas de los aliados combatían a la vez por distintos puntos.  Estimulados las tropas nicaragüenses con la brillante toma del Fuertecito de la playa, llevada a cabo por las de Guatemala, atacaron de frente la plaza mayor al amanecer de 27, obligando a los filibusteros a retroceder a encontrarse en la casa de la Sirena, contiguo a la parroquia.    El incendio duraba aún, y el licenciado don Jerónimo Pérez a este propósito refiere lo siguiente: “El Principal fue abandonado, pero las llamas, de la parroquia salían las columnas de humo del incendio que la devoraban. Entonces el batallón se precipito a la plaza y casi al mismo tiempo la torre derecha de la iglesia, salto hecha pedazos por una mina de pólvora con la que se calculó causar daños a los asaltantes.   Por fortuna sólo un caballo murió al golpe de uno de los fragmentos.   Este día el capellán presbítero don Rafael Villavicencio se colmó de gloria como sacerdote y como hombre, entrando solo al incendiado templo y volviendo cargado de alhajas de oro y plata”   De la anterior relación se desprende que la iglesia de la parroquia no había sido completamente saqueada, puesto que el padre Villavicencio pudo salir cargado de alhajas; pero hay que decir que la riqueza de los templos de Granada era cuantiosa desde el tiempo de la colonia, sobresaliendo la del de la Parroquia, de la cual fue quizás un pequeño resto el que encontró el referido padre.
     Por lo que se refiere a Henningsen, éste se hallaba tan absorto en su obra de destrucción, que casi fue sorprendido por los aliados. Con dificultad pudo reunir sus dispersos y emborrachadas tropas, que constaban de unos 500 hombres y oponerse con ella al avance de los aliados que llegaban en números de tres mil; pero estos con jefes enteramente divididos y enemistados entre sí, cuyas frecuentes rivalidades no les permitían la unidad de acción indispensable en aquellas circunstancias.  Henningsen habría podido apenas resistir por corto plazo tiempo el ataque bien combinado de aquel enemigo pujante y sediento de venganza; pero debido al motivo indicado, no solo resistió con bríos por más de medio mes, sino que, para burlarse de los aliados, continuó   a la vista de estos el incendio de la parte oriental de la ciudad en que todavía quedaba ilesos algunos edificios.   Embestidos sin embargo por todas partes y batiéndose en retirada sobre la calle del lago en busca de los vapores que le aguardaban cerca del muelle, pudo Henningsen, cuando más estrecho se hallaba, ocupar las ruinas del templo de Guadalupe, que Martínez cometió la torpeza pensando que no se detendría en ellas y que continuaría de paso hasta la playa.  En aquellas ruinas protegido por gruesas paredes de piedra basáltica, todavía en pie encontró el filibustero su salvación, soportando con éxito el sitio que enseguida le pusieron las fuerzas aliadas.   Detrás de aquellas murallas inexpugnables se batió día y noche, y aunque le faltaron alimentos y vio casi aniquilada su tropa por la epidemia del cólera, pudo sin embargo, sostenerse heroicamente diez y ocho días, al cabo de los cuales, en la noche del 12 de diciembre, llego Walker en su auxilio con 160 filibusteros, fueron bastante para librarlo del ataque centroamericano.
      Los auxiliares que llevó Walker a Rivas, a bordo de uno de los vapores del lago, desembarcaron por la noche en Tepetate y se abrieron campo a través de las líneas de los aliados, que cercaban a Henningsen en Guadalupe, hasta incorporarse con él cuando contaba con son sólo 150 hombres, muchos de ellos enfermos y casi todos debilitados. Ambas tropas, comandadas por el intrépido Henningsen, rompieron de nuevo en la mañana del día siguiente, el circulo de bayonetas enemigas que las rodeaba, fueron a embarcarse en el muelle a vista y paciencia de los aliados, todavía amedrentados y corridos.   Cuéntase que en la noche en que desembarcó el piquete auxiliar de Walker, llegó Martínez hasta Tepetape a cerrar el paso sobre la playa con su columna de veteranos legitimistas; pero fue rechazado con energía y huyó despavorido por entre los matorrales de la playa, cubiertos a la sazón de vainas de “pica pica”, cuyos pelillos le cayeron sobre los ojos y le dejaron casi ciego.    El caballo que montaba lo condujo al campamento de Jalteva en donde fue asistido con solicitud. 
     El General don Ramón  Belloso, jefe de la división salvadoreña encargado de cubrir con su columna las trincheras que cerraban el camino para el lago y muelle sobre el cual había levantado buenas fortificaciones, se llenó de temor a la vista del auxilio filibustero que entraba a Guadalupe por el lado de Santa Lucia, y pretextando su desagrado con los jefes guatemaltecos que cubrían otros puntos, abandonó  súbitamente su puesto y huyó para Masaya, sembrando a su vez el pánico con la noticia exagerada que esparcía del desastre aliado.   Debido a esa cobarde fuga Henningsen encontró expedito su camino para llegar al muelle y embarcarse tranquilamente.  Momentos antes de hacerlo, dio una última bofetada a sus enemigos, mandando fijar en el asta de una lanza clavada en la plata forma del Fuertecito, una garra de cuero de res, según la versión del filibustero Roche, o un pedazo de papel, según el parte oficial que dio Martínez, con la siguiente inscripción “AQUÍ FUE GRANADA”. 
     Belloso era general en jefe no solo de las fuerzas salvadoreñas con que huyó, sino también de las democráticas y costarricenses que estaban en la ciudad de Rivas e impedían la ocupación filibustera del departamento Meridional.  Sea por temor o maldad, cuando llegó despavorido a Masaya, mandó orden expresa y terminante a Jerez para que se replegase con sus tropas a Masaya, y a Cañas para que con la suya regresara a Costa Rica.   Cañas no quiso obedecer aquel mandato, porque había sido enviado por su Gobierno con otras instrucciones; pero no pudiendo continuar en Rivas con escaso número de gente, determinó acompañar a Jerez, que obediente a las órdenes de su jefe salió enseguida para Masaya.  
     Walker ocupaba la pequeña aldea de la Virgen, en la cual carecía de alojamiento y estaba acosado por las enfermedades de su gente y las necesidades de los heridos que habían sido ahuyentados de Ometepe por los indios sublevados.  A continuar en aquellas condiciones, las dificultades lo habrían obligado a abandonar el departamento Meridional; mas la desocupación de Rivas, plaza militar bien fortificada por Jerez, con abundantes provisiones, clima sano y ventilado, rodeado toda ella de platanares inagotables y prevista, además, de grandes edificaciones para albergue y comodidad de la tropa, llegó providencialmente a salvarlo de su apuro. 
      La conducta nada patriótica de los jefes aliados, las rudezas de aquella campaña desesperada y los estragos de la epidemia del cólera, se juntaban para llevar el desaliento a los que combatían a los filibusteros, y hacía temer que fuesen ya inútiles los esfuerzos del patriotismo para sacudir la dominación de Walker.
      En principio de enero de 1857, hubo, sin embargo, en los campamentos, noticias que levantaron los ánimos de los centroamericanos y les devolvieron sus pérdidas esperanza y energías, tales fueron las gratas nuevas de haberse apoderado las fuerzas de Costa Rica de los vapores del rio San Juan y del lago, por donde antes les llegaban a los filibusteros refuerzos de hombres y elementos, enviados con regularidad del Sur de los Estados Unidos por los agentes de Walker.   Una de las primeras disposiciones de Walker, así que fue árbitro del Gobierno del dócil don Patricio Rivas, habían sido despojar oficialmente a la Compañía Americana de Tránsito de su concesión y de sus vapores, transporte de tierra, muelles y edificios, para traspasarlo todo a una nueva compañía organizada con amigos íntimos del mismo Walker, que compartían con él las utilidades del negocio y le proporcionaban, además, hombres y elementos de guerra.   Los miembros de la compañía despojada, entre los que se contaba el conocido millonario Mr.  Vanderbilt, deseosos de acabar con Walker, se acercaron al presidente de Costa Rica, don Juan Mora, que era entonces el campeón más esforzado y tenaz de la causa nacional de Centroamérica, proponiéndole un bien formado plan para la toma de los vapores por fuerzas costarricenses, dirigidas por estas por jefes americanos experimentados que respondían del éxito.    Convencido Mora de aquel sería un golpe de gracia para los filibusteros, aceptó gustoso la proposición de Vanderbilt y se lanzó a la empresa, no obstante, las dificultades interiores que tenía en aquellos días.  
     Las fuerzas aliadas que permanecían en Granada ocupando sus ruinas desde la retirada de Henningsen, levantaron el campo enseguida y marcharon al departamento Meridional, estimulados con los hechos glorioso de los costarricenses.  Se acantonaron en la villa de San Jorge sobre el puerto del mismo nombre, y después de una serie de combates parciales con los filibusteros, que tomaron la ofensiva desde un principio fueron prologado su radio de ocupación hasta poner sitio a la ciudad de Rivas en la cual quedo encerrado Walker.  Éste se vio reducido al último extremo por la falta de provisiones y se habría rendido incondicionalmente; pero se salvó debido a la mediación del capitán Davis de la corbeta americana de guerra “Santa María” estacionada en San Juan del Sur, al parecer con ese objeto, en virtud de la cual logró obtener una capitulación ventajosa.  Así fue como terminó la famosa campaña nacional contra los filibusteros, con la cual vienen enlazados los recuerdos de mi infancia que he referido antes y continúo refiriendo ahora.
     Después del incendio de Granada, mi madre y mi abuela se trasladaron con la familia al entonces pueblo de Jinotepe y hoy ciudad cabecera del Departamento de Carazo, en busca de garantías, pues por los pueblos de Diríá y Diriomo, pasaban con frecuencia pelotones de soldados de los diferentes cuerpos beligerantes, que no siempre se mostraban respetuoso con los vecinos pacíficos.   En Jinotepe volvimos a hacer vida común con la familia de don Saturnino Reyes y ocupamos la única casa que pudimos conseguir. Era ésta una choza de paja ¸con paredes embarradas, de doce pies de altura, sin ladrillos en el piso y con solo dos cuartuchos de cuatro varas cada uno, en los cuales tuvimos que acomodarnos diez y siete que componíamos la falange, amontonados en aquel estrecho local, en el que para colmo de sinsabores tuvimos la desgracia de perder al tierno Epifanio.  La escasez de viviendas en Jinotepe se debía en parte a la afluencia numerosa de familias de Granada, Masaya y Rivas, que llegaban a refugiarse, alejándose del teatro de la guerra, pasando mil dificultades para subsistir y llenas de sobresalto, porque allí mismo no se consideraban exentos de peligro.   Unidas todas por la común desgracia, compartían sus pesares y alegrías y formaban un núcleo fraternal.   En aquellos días no faltaron sin embargo, sucesos felices en el círculo social de las familias asiladas en Jinotepe, que interrumpiesen momentáneamente el ambiente de tristeza ordinario.
     El señor don Ignacio Padilla, de origen granadino, que andaba con las mujeres librando el bulto del servicio militar, celebró su matrimonio con la señorita Dolores Torrealba, de Masaya, en el seno de la colonia asilada a que ambos pertenecían y con relativa alegría.   La fiesta tuvo lugar en una casa central, de mayores dimensiones que la nuestra y se obsequió a la concurrencia con vino de marañón, ponche de leche y frutas curtidas en aguardiente azucarado; pero el local estaba sin más adornos que algunas pantallas de lata sobre las paredes, en las cuales se destacaban las velas de cebo alumbrado.  Casi a continuación del casamiento hubo en la colonia un incidente desagradable. Doña Luisa Urtecho, esposa de don José León Avendaño que servía una subsecretaría del gobierno provisional del mes de mayo, pariente y amigo de infancia de mi madre, se hallaba también refugiada en Jinotepe y tuvo la desgracia de perder al niño que criaba. Fue enterrado pobremente, tal como lo permitían las circunstancias; pero algunas horas después de inhumación del cadáver, fue violentamente desenterrado y echado del cementerio, de orden del señor cura, porque se le había enterrado como si fuese hereje, o lo que es lo mismo sin los cantos religiosos.   Tuvo la señora de Avendaño que pagarle para que les hiciese y practicar a su costa la segunda inhumación de su hijo.   Tal era el despotismo medieval que ejercía el clero sobre todas las clases sociales contando con el apoyo civil que entonces estaba subordinado a sus órdenes.
     El 25 de julio se celebró en Jinotepe la fiesta del apóstol Santiago, patrono del pueblo.   Fue llevada su imagen en procesión por las calles principales, seguida de unos cuantos músicos y del párroco revestido con la capa pluvial del antiguo rito pagano, en la casa de mayordomo repartieron buñuelos de yuca, revolcados en miel y se organizó una cabalgata que corrió en párelas, sirviéndole de hipódromo la calle principal.  Tanto en la procesión, como después de esta se mantuvo el baile de las inditas, vestidas de gala, con sombrero encintados y sartas de monedas colgadas sobre el pecho, largos pendientes de oro en las orejas y cubiertos los rostros con máscaras de madera pintadas de rojo carmesí y con dorado bigotes y cejas.
       Hubo también otra fiesta en aquel día, enfrente de nuestra habitación, en la choza de “señaa” Leonor, que por rara no he podido olvidarla.    La vecina mencionada era una hembra encorvada y arrugada por los años, muy devota de seguro, pero que vivía aguijoneada por una pasión de dar azotes sobre espaldas humanas.   Gozaba mucho la buena “señaa” Leonor con los ayees que arrancaba sus bien dados latigazos y no podía pasarse sin propinarles con frecuencia.   Se había hecho cargo de un huerfanito, que entonces contaba quince años de edad y aparentaba tener solamente ocho, al que le pegaba a toda hora y había descriado a fuerza de aplicarle “tajonazos.”   No está, sin embargo, satisfecha con solo las espaldas del huerfanito y la desvelaba el deseo de gozar de otras espaldas.  Para colmarle, inventó festejar en su casa el día del patrono, repartiendo a los muchachos que invitaba refrescos y buñuelos a condición de que así que los tomaran, fuesen saliendo de uno en uno por la puerta de la cerdada, en donde ella les aguardaba, radiante de gozo y látigo en mano, lista a echar su cana al aire sobre tanta espalda moza que pasaba a escape.  Aquel espectáculo atraía concurrencia de vecinos y formaba parte de la fiesta del día, quizás la más divertida, por las ardides y astucias que se valían los muchachos para salir ilesos a despecho de la rapidez con que movía el látigo la famosa “señaa Leonor ". 
     En aquellos días sonó para mí la hora de ir a la escuela.   Se me considero con edad bastantes (cinco años cumplidos) para empezar a leer y provisto de una cartilla fijada sobre una tablita, fui conducido a la casa del señor Padilla, cuya esposa se encargaba bondadosamente de ser mi maestra.  Era un dogma de la antigua enseñanza aquello de que “la letra entra con sangre”, o lo que es lo mismo con la aplicación de vapuleos, palmetazos y tormentos inquisitoriales, que si bien preparaban el camino del cielo en cuenta corriente con el purgatorio romano, en cambio hacían de la escuela un lugar de sufrimientos continuos.       Las maestras de las contadas escuelitas privadas de las grandes ciudades se contaban en fuerza ser bondadosa, con dar chancletazos, pellizcos y coscorrones a discreción, los cuales venían a ser como tortas y pan pintado, como partes con los castigos de la escuela masculina.   Debo confesar que mi escuela de Jinotepe era una escuela excepcional en la que, si bien bostecé mucho y tuve algunos amagos de castigos, jamás derramé lágrimas de dolor.   En los casos extremos se me mostraba la chancleta y ese era más que suficiente para convertirme en humilde siervo.   Pasaba las horas de la mañana sentado en un “taburete”, repitiendo en alta voz los sonidos de las letras del abecedario, que me daban de lección para que los aprendiese de memoria.  Después, cuando ya las tenía sabidas me arrodillaba al lado de la maestra para que me tomase la lección, si la daba bien quedaba despachado; si no, tenía que volver a mi asiento y continuar repasando. 
     En Nicaragua ha habido siempre empeño por las difusiones de la enseñanza.  Creo que por el ano de 1838, o cosa así, fueron establecidos las juntas departamentales de instrucción Pública, con rentas de arbitrarios locales y servidas por los padres de familia más escogidos de la ciudad cabecera, encargados del establecimiento e inspección de las escuelas primarias.   Estas, en un principio fueron exclusivamente para varones; pero en 1867, si no estoy equivocado, hubo algunas niñas.   Las escuelas públicas, sin embargo, fueron hasta hace pocos años muy semejantes a las que nos legó el periodo colonial.  Unas cuatro bancas, de cuatro pies de altura y doce de extensión, con declive a ambos lados de su cubierta, servían de pupitres para la clase de escritura, que se tomaba de pie; arrimados a las paredes del salón colocaban banquillos alineados, o bien bancas, que servían de asiento a los alumnos para repetir a gritos y con cierto dejo cacareado las lecciones de lectura que se tomaba previamente, poniéndose de rodillas a los pies del maestro, y en el centro del propio salón, o mejor dicho en una de las extremidades, se alzaba la mesa detrás de la cual se sentaba el maestro, teniendo a diestra y siniestra palmetas y también rémales de tiras de cuero tieso, tenidas como mejor propulsores del saber humano.   La escuela primaria se dividía en tres grados o decurias, a cargo las dos primeras de decuriones escogidos entre los más aprovechados y la última al del maestro.   Iniciaba la serie la agrupación de los de cartilla, o mejor dicho de los principiantes, que abrazaban donde lo que estaban aprendiendo el abecedario, hasta los que deletreaban silabas de letras gruesas , seguía la de los que había pasado de la cartilla al “Catón” de San Casiano, y deletreaban, o decoraban con lentitud en esto; y terminaba como los del último y más elevado grado de los que decoraban con rapidez exagerada en el “Catecismo” del padre Ripalda, impreso en tipo lecturita y con forro de badana colorada , el cual, además los servía para el aprendizaje de la doctrina cristiana en el día sábado, en que debían de recitar de memoria.   
      La cartilla estaba impresa con gruesas caracteres negros, en ocho páginas y sobre un pliego de papel, en la primera de las cuales aparecía la estampa de San Juan.  Encabezaban el texto los abecedarios minúsculo y mayúsculo. Las cinco vocales minúsculas en reglón separado lo que llamaban el rudo, o sea una serie de letras sin enlace y en desorden, el silabario completo y por último trozos de lectura llama en tipos de letras atanasia.  El “Catón Cristiano” era un folleto en octavo, con forro de pergamino amarillento o de badana blanca indistintamente, impreso con tinta negra, en tipo de lectura, que llevaba en la primera página antes de la portada una estampa del obispo San Casiano un traje de ceremonia o sea revestido de los ornamentos sacerdotales, con báculo en la mano y una enorme mitra en la cabeza.   Su texto se centraba en la enseñanza de principios de moral cristiana y de algunas elementales de urbanidad.  En cuanto al “Catecismo” de Ripalda, muy conocido aun, no tengo para que describirlo. 
     Las ediciones de antaño eran nacionales, en tipo de lecturita, pagina muy pequeña y con forro de badana carmesí.  La lectura de la escuela, en tres grados se hacían en coro y a gritos por los alumnos, pudiéndose oír su algarada donde más de cien pasos de distancia.   A modo de concierto escolar, cantaban todos con el dejo acostumbrado, unos las letras del abecedario, otros el silabario, otros el deletreo de palabras y los más aprovechados, las lectura al decorado rápido, sin pausa ni reglas ortográficas, espeluznante,  a tronante, pero muy del agrado del maestro y de los decuriones que se paseaban recorriendo las filas con el inseparable ramal de cuero crudo  en la diestra, pronto a caer sobre las espaldas de los que bajaban el tono desafinaban el deje o se equivocaban en la lectura.   Después de varios minutos de aquel ejercicio gutural, llegaba la hora de dar las lecciones al maestro, que las recibía sentado a su mesa y puesto el alumno de rodillas a su lado.  Por cada punto o equivocación, se suspendía el acto y se aplicaba un fuerte palmetazo que dejaba magullada la palma de la mano de que lo recibía;  pero cuando la falta de aprendizaje de la lección era total o casi total, llamaba el maestro en su auxilio a tres muchachos de los más grandes los que se apoderaban del culpable, cargándole embrocado sobre las espaldas de uno de ellos, que le agarraba las manos y las sostenía por delante , mientras los otro dos se apoderaban de sus pies y lo levantaban a buena altura; lo llevaban enseguida así tendido a la puerta exterior del local y allí a la vista del público, le bajaba el maestro los pantalones y a “rojo pelado”, o sea  con las postrimerías descubiertas le aplicaba de doce a veinticinco azotes, “mínimum y máximum” respectivamente, según la gravedad de la falta.   Los azotes se daban paulatinamente, seguido cada uno de ellos de un regaño severo y en voz alta para escarmiento de los demás alumnos y sin parar en mientes en los ayees, lamentos y contorciones del infeliz flagelado quien le quedaban pintados y reventados los latigazos.  La clase de escritura se daba al ser abierta la escuela.   El alumno llevaba en su “bulto”, o sea un bolsón pendiente que llevaba al costado, su texto de lectura, el pliego de papel blanco para la plana, una pequeña pizarra, si ya estaba haciendo números o aprendiendo cuentas una pluma de ave (avestruz) para escribir con tinta, un pizarrín y una barrita de plomo para los puntos, o tablas encolados y con hilo con quien se arreglaba el papel.   El tintero se llevaba colgante, amarrado del cuello con un cordón; y como en la escuela no había agua, llevaba cada cual la suya en un porrón, botella o calabaza según sus recursos.  Cuando la concurrencia era numerosa, tenía el maestro que ayudarse en sus tareas con la colaboración de los alumnos adelantados, dividendo la escuela en secciones, y cada sección en decurias de un mismo grado. Los decuriones estaban facultados para repartir palmetazos y latigazos a discreción y durante la clase; y resultaban más crueles que los maestros, porque orgullosos de sus altas funciones no perdonaban nada sus decuriados, salvo que estos comprasen con dadivas su cariño.    Durante las clases de dos horas por la mañana (de 7 a 9) y otras dos por la tarde (2 a 4), horas aflictivas, angustiosas y verdadero sufrimiento para los niños.
      La clase de aritmética se reducía a la enseñanza práctica de las cuatro reglas de suma, resta, multiplicación y división de enteros, y se daban enseguida de la de escritura.   Después se recargaba el cuadro horripilante de la escuela con la llegada de la hora en que se daba al maestro las lecciones de lectura y se mostraba las planas escritas y las cuentas de las pizarras, pues comenzaba la lluvia de azotes con calzón quitado y de los recios palmetazos que hacían brotar sangre de las manos y aun causar desmayo a los que no soportaban tan rudo tormento. Los castigos escolares no se limitaban tampoco a solo azotinas y palmetazos, porque existían además las penas infamantes que se prodigaban con la misma abundancia, exponiendo a los desaplicados en las puertas o ventanas exteriores, coronados con un par de orejas lagar de burro, o bien arrodillado sobre maíces , o granos gruesos de arena, y con los brazos abierto y extendida, o bien en otras formas ridículas que los maestros inventaban “Excusado” es decir (habla una víctima)  que los pellizcos , tirones de orejas y estrujones se propinaban con tanta frecuencia, que casi ya no se contaban en el número de los castigos.
     Las escuelas públicas para niñas aparecieron en fecha relativamente reciente y gozaron por lo mismo de menos tiempo del viejo sistema de enseñanza.  Fueron precedidas del aparecimiento de colegios, o escuelas remuneradas de niñas, que si no estoy equivocado se fundaron primeramente en León y Rivas.  Se enseñaba exactamente lo mismo que en las escuelas primarias de varones y, y además a coser y bordar.       Para dar una idea de lo que eran esos colegios, referiré lo que me contaba la que fue mi esposa, antigua alumna del colegio de las niñas Povedas, de León.   Los castigos que pudieran llamarse mayores se aplicaban enfrente de las puertas que daban a la calle, para que el público pudiese dar fe, tal como  lo practicaban los maestros de las escuelas masculinas; pero la pena de azotes se diferenciaba un poco en su aplicación, porque la maestra en lugar de hacer colgar en hombro a la víctima la agarraba sencillamente de una oreja o del pelo y la llevaban así hasta el lugar de la ejecución, la obligaba a que se doblegase hasta tomarle la cabeza entre sus muslos, y una vez sujeta de este modo la levantaba la falda por la parte trasera, dejándole al descubierto las postrimerías sobre la cuales descargaba con toda calma sonoros chancletazos o bien latigazos acompañados de amonestaciones. 
     Todos aquellos detalles escolares van olvidándose más que de prisa con el transcurso del tiempo, y llegara un día en que se les crea exageraciones, ridículos inventos, por los cual conviene consignarlos en fecha en que todavía existen muchos testigos presenciales.  Hoy la escuela no es como antaño, un suplicio, hoy por el contrario, un recreo un verdadero goce para los niños, gracia a las enseñanzas de Horacio Mann, en rededor de la escuela, que atravesando los marres, llegaron hasta nosotros, trayéndonos la buena nueva.

Capítulo XI
El renacimiento de la paz

     Expulsado Walker de Nicaragua y terminada la campaña nacional, quedaron los partidos políticos del 54 enfrente el uno del otro, bien armados, provistos de municiones y recursos; y listo para despedazarse de nuevo.  Debía convocarse a elecciones en conformidad con lo estipulado en el convenio de fusión de 12 de septiembre anterior; pero equiparadas las fuerzas de los contendientes, las elecciones tendrían que resultar empatada, lo cual produciría más irritación y precipitaría el rompimiento de nuevas hostilidades.  
     El General Don Gerardo Barrios que permanecía en León con la columna auxiliar del Salvador, tomó empeño en salvar la situación crítica de los nicaragüenses y con ese propósito, convoco para una reunión numerosa a la que Martínez envió dos comisiones con la representación del partido legitimista. Aquella reunión acordó la proclamación de don Juan Bautista Sacasa, del vecindario de León, aunque descendiente de granadino, para futuro Presidente; pero los legitimistas no lo aceptaron, y desagradados con los resultados por la junta de León a reanudar en Managua las pláticas de arreglo; y cuando frustrada toda esperanza de conciliación parecía próxima una nueva guerra civil, resolvieron los Generales Jerez y Martínez, Jefes respectivos de los bandos contendientes, asumir juntos la dictadura de Nicaragua y organizar un gobierno binario, que fue el que salvo la país de la anarquía que lo amenazaba. Después de aquel suceso, que mereció el aplauso general, volvió la tranquilidad al ánimo de las familias fugitivas, asiladas en Jinotepe y otros pueblos, que se apresuraron a regresar a sus hogares.   La nuestra también regreso; pero no a Granada que estaba en escombros, sino a Masaya, lugar próximo y en donde había más comodidad que en Jinotepe, ocupando una espaciosa casa de paredes de adobes que, hacia esquina con la plaza de San Jerónimo, en el comienzo de la calle del mismo nombre que va para la parroquia y la cual pertenecía a un señor don Magdaleno Jiménez.  Don Saturnino Reyes puso en la esquina una tienda de mercancías y un negocio de compra y exportación de cueros, y mi abuela, que ocupaba con mi madre un salón inmediato que tenía puerta sobre la calle de San Jerónimo, puso también un tenducho con ventas de abarrotes, granos, medicinas de uso doméstico y telas de consumo al menudeo.
      Masaya era un pueblo muy pobre, habitado en su mayor parte por indios, con casas de antiquísima apariencia colonial en el radio central, y con chozas de paja en sitios cercados de cardo y piñuelas, en seis barrios.  Sus calles polvorientas y sucias servían de recreo a numerosos cerdos, cabros y aves de corral que se paseaban por las calles en amigables consorcios; había escasez de agua en la población y abundaban los ladrones y rateros.   La plaza mayor o de la Parroquia , servía de mercado, teniendo por techo la bóveda celeste , bajo la cual se achicharraban al sol vendedores de toda clase que allí permanecía durante el día   El agua se tomaba de la laguna inmediata, situada en el frente de un antiguo cráter, de difícil acceso, y se acarreaba en cantaros de barro por medio de las indias; pero como el abasto era reducido y relativamente costoso, las familias se ayudaban para la prevención de “agua para mandar” o sea para los usos del hogar, con estanques o cisternas excavadas con el fondo de los patios, que median cinco varas en cubo y recogían las aguas pluviales del suelo de los mismo patios, los que llegaban por medio albañales y que nos e infiltraban en el pozo, porque el terreno es de talpetate o talpuja.  Esto, según Paul Levy, autor de una Geografía, “es una especie de conglomerado de grano fino, de las capas de cenizas volcánicas, formado de pequeños bólidos deleznables, ligados entre sí por una pucelana pulverizada”.  El agua de aquellos pozos que después de algunos días se ponía clara y de buena apariencia sobre un fondo cenagoso, servía el estado de salubridad pública, allí donde tanto desacate se hacía de la higiene.  A un señor de apellido Osorno, que vivía en los portales de la Plaza mayor, se le ocurrió la buena idea de hacer en el patio de su casa un pozo alzado con calicanto, un verdadero aljibe de forma cubica y grandes dimensiones para recipiente de aguas pluviales que llegaban de los tejados inmediatos por medio de canales suspendidos del extremo de las ‘alfajillas, “o cuartones inclinados de los corredores. La gente ladina compraba de preferencia aquella agua, pagándole a buen precio.   La buena fama del pozo aumentaba a medida que pasaba el tiempo; y tal vez se conservaría aún, si no hubiera ocurrido un incidente desgraciado que hirió de muerte su reputación.   En uno de tantos días, amaneció flotando en el centro del estanque el cadáver de un sapo, cuya presencia no acertaba a explicarse nadie, estando a la vista el alto brocal que hacía imposible la entrada de tales animales en el interior del pozo.   El empresario achacó el suceso a la perversidad de algún enemigo oculto; y todo habría pasado bien, si el mal invierno excepcional que hubo en ese año no hubiese dejado al descubierto a poca altura del fondo, dos o tres bocas de albañales subterráneos procedente de la calle, que reforzaban clandestinamente la prevención de agua. Desde aquel día perdió casi toda su numerosa clientela el bueno del señor Osorno.
     La población se componía de ladinos e indios, estando los primeros en una proporción como de un 25 por ciento con inclusión de los mestizos y tenía todo el aspecto de una aldea del tiempo de la colonia.  Sus hombres se vestían con calzoncillos de manta cruda de algodón y una cotona o blusa de la misma tela, y más frecuentemente y en lugar de esta, con una especie de camisón de jerga de color, abierto por los costados desde debajo de las mangas.  En los días de fiesta cambiaban el traje ordinario por el de gala, que consistía en un calzón corto de “cotín” (manta de dril blanca rayada), cotona de la misma tela y “cotín” de jerga negra, encima a modo de gabán abierto por los costados, pañuelo rojo de badana, atado sobre la cabeza, sombrero sobre la cabeza, sombrero de palma de grandes alas y en los pies el tradicional “caite”. Las indias usaban en lugar de faldas una manta rayada horizontalmente, que les daba dos vueltas sobre la cintura y se anudaba al costado, por camisa un “güipil” o camisa muy escotada y sin mangas, que dejaba ver a veces y trasparentaba siempre la forma del busto, y un pañuelo de colores chillones, llevado a veces pendiente de la cabeza y casi siempre sobre los hombros, o sobre uno de ellos solamente.   En el traje de gala, para los días festivos, la manta que hacia veces de faldas era más lujosa y llevaba listas de seda de colores vivos, el “güipil” con lentejuelas era también de mejor tela blanca, llevando vidrio de varios colores y el cabello trenzado y adornado con flores naturales. 
     En nuestra casa había un “tabanco” (desván o sotabanco) en un departamento interior sin paredes que servía de dormitorio a un sirviente de mi tío, desde el cual se dominaba con la vista el patio y la parte de la casa en que almacenaban los cueros envenenados.  Una noche de tantas fue despertado el sirviente por un ruido como de algo que arrastraban y que, después de un rato de observación descubrió que procedía de algunos cueros que caminaban solo a través del patio, llegaban hasta la tapia de adobes del cardado y luego desaparecían.   Asustado con aquel fenómeno, bajó con cuidado y sin hacerse sentir a inspeccionarlo de cerca, y descubrió a dos hombres enteramente desnudos y tiznados con hollín que sacaban los cueros del depósito, se echaban boca abajo, se cubrían con ellos e iban arrastrándose cautelosamente hasta el pie de la tapia en donde tenían hecho un agujero que les permitía la salida.  El sirviente regreso a su “tabanco” y les hizo un disparo de fusil, dando al mismo tiempo voces de alarma y los obligó a huir, dejando en la calle como 25 cueros amontonados, que no pudieron llevarse.
      En otra ocasión y en una noche en que mi tío estaba ausente, fue arañada la puerta del tenducho de mi abuela y sacudida con violencia por un perro que ladraba, al mismo tiempo que un burro le tiraba coces, amenazando derribarla.   La familia se levantó a reforzar la puerta con trancas y paso la noche en vela hasta las 5 de la mañana, en que el perro y el burro dejaron de hacerse sentir.   Referían las comadres del barrio, que no hacia aún mucho tiempo y en una de tantas noches, había sido robado un vecino respetable, que ocurrió muy temprano del día siguiente a quejarse con el Alcalde, jefe entonces de la policía urbana, y a interesarlo para que fuera al Palo Blanco a buscar los objetos robados.  Su espanto fue extraordinario, cuando habiéndose internado sin anunciarse, se encontró en una de los corredores con el señor Alcalde, ocupado a la sazón en lavarse el rostro, cubierto aun con el tizne de la noche anterior. 
      Las costumbres de los indios en conservaban mucho de la primitiva sociedad aborigen.   Los alcaldes usaban como distintivo de su autoridad largas varas que usaban empuñadas en lugar de bastón y el respeto y obediencia que les tributaba el pueblo asemejábase mucho a los de los aborígenes tributaban a sus antiguos caciques.   El más anciano de los indios de Masaya, tenía honores y funciones de patriarca. Vivía en el barrio de Monimbó y era el que todos los días, a las cuatro de la mañana tocaba el “tambor del engendro”.   El nombre de ese tambor me excusa de dar explicaciones acerca de su objeto; y a la hora en que se tocaba, que era aquella en se suponía a los indios repuestos de la fatiga del día anterior, todos quedaban entendidos de que había llegado el momento propicio para sembrar con éxito la semilla humana. Algunos minutos después de tocado el tambor las chozas de los indios brillaban con el resplandor de los hogares encendidos en su interior, mientras las indias arrodilladas y sin “güipil” molían sobre “la piedra de moler” la masa de maíz cocido para las tortillas del desayuno.  Las indias abastecían el mercado de plátanos yucas, quequizque, pinol de maíz tostado, almidón, atoles, tamales, frutas y otros artículos de consumo diario, así como toda clase de jarcia de fibra de pita y cabuya, hamaca, petates (esteras), sombreros de palma, losa de barro y otras cuantas cosas más.  Las indias además, hacían el abasto de agua de la población, que tomaban de la laguna y la llevaban en cántaros de barro negro y brillante, y sujetos por un mecapal que a modo de honda, mantenía la carga sobre la parte baja de la espalda; pero el mecapal no se fijaba sobre la frente, sino que se llevaba atravesado por sobre el pecho y la extremidad superior de los brazos.  
      Los ladinos, que formaban la clase privilegiada, vestían chaqueta y pantalón de dril de color, o blanco algunas veces, camisa de manta cruda o de saraza pintada, sombreros de palma, zapatos de campo, que llamaban “polainas” fabricado con cuero de venado crudo con cortezas astringentes o ricas en tanino con las del árbol llamado nancite, las del mangle, y otras semejantes.   Casi nadie usaba medias en los pies, sino en los días de gala, ni camiseta o camisa interior; en cambio usaban calzoncillos de manta debajo de los calzones de dril, cuando estaban afuera de la casa.  Pues en el interior de esta se quedaban con solo los calzoncillos.   La mayor parte de los ladinos pertenecían al gremio de los artesanos, entre los que había mayor número de herreros, que trabajaban frenos, espuelas, aldabas, cerraduras y otros objetos para expórtalos a las plazas de las poblaciones vecinas.  Tan solo una reducida facción de los ladinos, compuesta del cura y su coadjutor, el médico, la gente del cabildo, los empleados públicos, uno que otro propietario y dos o tres comerciantes revendedores de mercancías que llevaban a Granada, formaba la “crema” social o alto circulo pensante de la población.   Esos ladinos vestían por supuesto mejor que los otros, pues usaban saco o chaqueta más larga que la de costumbre, solían llevar chaleco en los días festivos, aunque sin corbata, se calzaban con botas altas de becerro (botas de cañón) que les llegaba hasta cerca de las rodillas y las usaban por debajo del pantalón, llevando, además camisa planchada y sombrero de fieltro. Las fiestas se sucedían con frecuencia, y consistían por lo regular en una misa cantada con acompañamiento de música, sartas de bombas y palmas de cohetes, seguida de la indispensable procesión. Naturalmente las costeaba el vecindario indio pues a él le tocaba todas las cargas religiosas a truque de las mayordomías, que formaban el rico venero de los curas.
      El pueblo de Masaya es uno de las más antiguos de Nicaragua desde 1767 se le nombra en boletines oficiales como población de importancia.  Tengo a la vista una de ese año, elevado a la Corte de España por don Pedro de la Vega, alcalde mayor de Tegucigalpa, del cual entresacaré algunos conceptos que juzgo de interés histórico.   “A tres o cuatro leguas, dice, de la ciudad de Granada, hacia el poniente de ésta, se halla el pueblo de Masaya, el más vasto de la provincia de Nicaragua.  Se compone de crecido número de indios, divididos en cuatro parcialidades, llamadas Monimbó (que es la mayor), Guillen, Diriega y San Sebastián, cada uno con su alcalde recaudador de tributos. También tiene dicho pueblo un crecido número de gente ladina, compuesta de negros, mulatos, mestizos y algunos españoles, con muchas casas de tejas y techo ermitas de lo mismo, que llaman Santa Veracruz, San Miguel , Santiago, San Sebastián , Santa María Magdalena, San Jerónimo y en la plaza mayor la Parroquia , muy hermosa con su torre correspondiente ; un cabildo de cien varas de largo en una de las extremidades de la plaza, tres compañías de milicias de infantería con crecido número de soldados cada una, dos curas rectores y otros clérigos avecinados en dicho pueblo, el que por su situación carece de agua.   Porque no tiene ningún rio que se lo suministre y sólo si se halla en la orilla de dicho pueblo, hacia el poniente, una pequeña laguna con más de 200 varas de profundidad para bajar y con difíciles bajadas que en las más de ellas y por lo empinado de sus paredes se baja por escalas de madera; y aunque como a media legua del pueblo tiene otra bajada, que llaman de las bestias, es bastante precipitada y en ella se han desbarrancado algunas de las que han llevado a dar agua.  Así como para la gente como para los animales, que hay en este crecido pueblo, las indias acarrean el agua en cantaros que cargan sobre las espaldas con motivo de lo difícil y empinado de las subidas de dicha laguna, que solamente  por estar connaturalizada desde pequeña con este ejercicio, pueden hacer lo que no haría otra gente; constándome por propia experiencia que, aun subiendo sin carga, es menester descansar muchas veces sobre las escaleras de barranco y maderas que hay en dicha subida.  “Con motivos de la falta de agua en Masaya lograron las indias venderla a todos los ladinos y pasajeros a razón de dos o tres cántaros por medio real de plata.
     “En los contornos de Masaya, a distancia desde media lengua hasta siete se hallan los pueblos de Diriomo, Diriá, Niquinohomo, Santa Catalina, San Juan, Masatepe, Nandasmo, Jalapa, Jinotepe, Diriamba, Nindirí, Managua, Nandaime, todos los mas con muchos indios y gente ladina y con varias compañías de milicias y anexos a la jurisdicción de la ciudad de Granada.   “En la plaza mayor del pueblo, en la cuadra que cae hacia la banda sur se halla una casa de tejas que corre casi el largo de la cuadra, en la que han vivido y viven todos los Gobernadores de la provincia con el pretexto de recaudar los reales tributos, llamando generalmente a dicha casa la Casa Real… Es el caso que luego que toman posesión los Gobernadores del Gobierno de esta provincia , ponen en dicha Casa Real a uno de sus familiares , o criados que traen, con el título que les extiende de receptores de los reales tributos y con el cual se apropian tanta jurisdicción como los mismos Gobernadores; y aunque no reciben título, es tan asentada la jurisdicción que ejercen, que todos generalmente les llaman Teniente de Masaya, y con afecto administran justicia en toda clase de gente y obedecen mejor sus mandatos [por temor al Gobernador] que de los Alcaldes ordinarios de la ciudad de Granada a cuya jurisdicción pertenece a dicho pueblo, aun cuando de estos goces desde tiempo inmemorial de primer voto de ser Teniente de Gobernador.  
     “Para el servicio de la Casa Real contribuyen de enero a enero las cuatro parcialidades de Masaya y del pueblo de Nindirí, que se halla a media legua, con un indio aguacil cada una, además de otro indio que lleva el título de aguacil mayor de la Casa Real.   A ninguno de estos seis indios se les da salario, porque los gobernadores tienen la corrupción de decir que están obligados dichos pueblos a darles eso aguaciles cuyos salarios cuando sirven a los particulares son de dos pesos al mes y su comida. También contribuyen en los referidos pueblos con cuatro indias cada, dos moledoras y las otras dos ayudantas de la cocina, a las que tampoco se les paga el medio real diario y la comida que ganan cuando sirven en otras partes.  Así mismo contribuyen con diez o doce indias para guardianes de las casas de pajas, donde tienen sus efectos los gobernadores, para cuidarlos del fuego o de los ladrones por ser fáciles de romperlas y a los que no se les retribuye con paga alguna.   Del mismo modo contribuyen cada parcialidad de Masaya con un zacatera de los que en sus propias bestias van mañana y tarde, a una o dos leguas del pueblo, o acarrear zacate para las bestias del gobernador, trayendo en cada viaje el valor de un real de plata que tampoco se les paga por correr como obligación de los indios, los que tienen además el recargo de llevar cada semana dos carretadas de leña en bruto para la cocina del gobernador, sin que se les reconozca  el valor de tres reales de plata que importa cada uno de ellas.   Los míseros indios tienen, además, la obligación ineludible de llevar todos los días cien cántaros de agua de la laguna para las bestias del gobernador, y cuando estas son muchas, se aumenta proporcionalmente la cantidad de cántaros, siempre sin remuneración.  “Los pueblos de Masaya y Nindirí contribuyen también, diariamente, con seis medios de maíz cada uno, cuya fanega llega a venderse hasta en veinte reales cuando hay escasez, y con otras menudencias para la cocina, tales como los frijoles, huevos, manteca, pescado etc.  
      “Con motivo de que en el Castillo de San Juan se gastan todos los años seiscientas fanegas de maíz para la manutención de las tropas, están obligados los indios a entregar de sus tributos al Gobernador más de diez mil quinientas fanegas de primera y segunda cosecha del año, estando tasado el primero a cuatro reales y el segundo a ocho, con el grave recargo de conducir los indios a sus costas hasta el pueblo de Masaya, abonándoles a algunos pueblos a tres y seis reales, respectivamente; todo esto cuando los indios venden ese artículo a los particulares a mayor precio y cuando el exceso de las seiscientas fanegas lo convierten los gobernadores en granjería vendiéndole por menudos al público y aun a los mismo indios a crecidos precios, desde tres a dos pesos la fanega, según la escasez”.   Los párrafos anteriores dan una idea exacta de Masaya en siglo XVIII bajo el régimen colonial y de la honradez de los empleados españoles.  Comparando aquel Masaya de antaño con el de mis recuerdos, un siglo después, la diferencia no era mucha, salve la de los tributos de los indios, que ya no existían, más que como primicias y diezmo para el clero de  Masaya, elevada de rango de villa al de ciudad, en la primera mitad del siglo XIX, llevó el nombre de San Fernando de Masaya y fue la residencia del gobierno provisional de Nicaragua en 1845, durante la administración de don Silvestre Selva, nacida de la invasión de Malespín de 1844.  Dejó de serlo cuando poco después se inauguró el periodo administrativo de don José León Sandoval, que trasladó a Granada el asistente del Gobierno.   Lo más notable que ha tenido Masaya ha sido su famoso volcán, constantemente en ignición y su laguna en el fondo del cráter de otro volcán extinto cuyas aguas, las únicas con que cuenta la población, se halla a un nivel bastante profundo del suelo que le rodea.  Del primero ha escrito el cronista real Oviedo y Valdés en su ‘Historia de la India” en el siglo XVI y desde entonces a la fecha varios viajeros y geógrafos también lo han hecho sobresaliendo Squier, Belly, Bresbel y Levy y muchos otros.  Delante tendré la ocasión de hablar algo más sobre dicho volcán.




Capítulo XII
Después de la expulsión de los yanquis

         Cuando mi familia y yo abandonamos a Jinotepe se hallaba terminada la campaña de Centroamérica, o sea la guerra de los filibusteros en Nicaragua.   La alegría que esto causaba en todos los nicaragüenses, solo podrán explicarla los que participaron en ella.  Fue para todos como el despertar de una pesadilla, porque el terror que inspiraban aquellas hordas de desalmados en nuestro suelo se asemejaba mucho al que supongo experimentaron los aborígenes, durante el periodo aniquilador de la conquista en el siglo décimo sexto; Y la cosa en verdad no era para menos.   Hemos tenido la prueba objetiva en aquellos días nefastos de nuestra historia y conservo aún en mi poder correspondencia de un “Reporter” americano, publicado en New York en la que refería sin embargo que los yanquis capitaneados por Walker, robaban, asesinaban y violaban en Nicaragua con la mayor impudicia, y que cuando él les hacía reflexiones sobre lo perjudicial que pudiera serles en lo futuro esa conducta, ellos le contestaban encogiéndose de hombros: “que los “greaser” no tenían sentimientos, ni eran de la misma especie de los blancos”.   El desprecio de aquella horda para con los nicaragüenses, llegó hasta el extremo de que uno de los filibusteros de la guarnición de Granada, disparase sobre el primer transeúnte que estuvo a su alcance, para probar si tenía bien graduada la pólvora de su rifle, logrando acertarle en el corazón y dejarlo muerto en la calle.
       El horror a los yanquis llegó a ser tanto en la infeliz Nicaragua, que las familias de las poblaciones, ocupadas por los filibusteros, huían llenas de pánico a refugiarse en los campos y no pocas veces hasta la espesura de las selvas en demanda de asilo.  El desertor americano llamado Henry Poux, escribió desde la Unión al periódico oficial de San Salvador una larga correspondencia en la que exponía los motivos que le habían obligado a separarse de sus camaradas.   Refiriéndose al gobierno inaugurado por William Walker, en Granada decía lo siguiente:  Me parece el caso de dar una idea de la manera como los soldados de Walker suplían la falta de vivieres: Salían armados de un fusil y entrando sin miramiento alguno a las casas de los vecinos, mataban a balazos los puercos, las gallinas y todos los animales domésticos que encontraban; mas,  como al cabo de algunos días estuvieron agotados estos recursos, los pocos habitantes pudientes han tenido que abandonar la ciudad sucediendo que los infelices que no pudieron salir inmediatamente, han sufrido los más crueles tratamientos.
      Yo he visto a los yanquis detener en las calles a mujeres y registrarlas deshonestamente para averiguar si bajo sus enaguas llevaban algún dinero o tortillas.  Y debo añadir que los capaces de cometer tales atrocidades, eran justamente los más queridos de Walker.  Si tal era la situación de los habitantes pacíficos  de la ciudad capital cuando se inauguró la administración presidencial de Walker, en Granada, la de los propietarios que habían huidos aterrorizados no fue mejor, pues todas las propiedades rústicas de los departamentos orientales, cuantas más valiosas, eran confiscada arrebatadas de sus dueños por los filibusteros más cercanos del gobierno y vendidas en el mercado por menos de su valor verdadero y preciada por peritos interesados, o sea por sus mismos comparadores, que le daban un valor ínfimo y pagaban con papel moneda, con liquidaciones militares y no pocas veces con órdenes  de condenación graciosa, como recompensa de buenas acciones en el servicio de la guerra.   Un corresponsal del ‘Herald”, de Nueva York, explicando las ventajas de esas transacciones decía a ese respecto: Así una propiedad vendida por cincuenta mil pesos no le cuesta realmente al comprador más que cinco mil pesos.”  La administración de Nicaragua bajo el dominio de Walker se diferenciaba poco de la de las cuadrillas tradicionales que infestaban a Europa, durante la edad media.  El siguiente caso puede dar una idea de su procedimiento.
        Existía en Masaya una señora viuda, madre de dos hijos, que respondía al nombre de Mariana Vasconcelos y vivía pobremente en una casa central de la ciudad.   Había conseguido con alguna dificultad un atado de “dulce”, o sea panela de Jinotepe, que entonces se vendía a crecido precio, porque los yanquis la consumían.  Sus vecinos se habían previsto igualmente de la misma mercadería, muy ilusionados con las utilidades que reportarían con su reventa; pero el gozo no duró mucho, porque se anunció enseguida la próxima llegada de una tropa americana a la población, y todos se apresuraron a huir, llevándose cuanto valor tenían en casa, menos la señora Vasconcelos, que siendo de una edad respetable y careciendo de otro haber que el del atado de panela consabido, determinó  quedarse y ocultar su tesoro , para lo cual escogió el fondo de un voluminoso montón de basura situado en una extremidad del extenso patio de su vivienda. No tardo en presentarse en la habitación de la señora Vasconcelos una patrulla yanqui, exigiéndole con altivez la entrega inmediata de cuanto tuviese en valor efectivo o en especie.   “Nada, nadita tengo, exclamó ella con voz doliente, porque soy muy pobre, pobrecita, créamelo Ud., míster.”  La patrulla invadió acto continuo la casa, y como si hubiese tenido aviso, se fue derechura a escavar con las bayonetas en el motón de basura, hasta que dio con el codiciado “dulce”.   Con esto en la mano, volvió el sargento donde la señora Vasconcelos y mostrándoselo con ira y blasfemia, le aplicó un tremendo puñetazo por debajo de la barba que la hizo caer de espaldas sobre el pavimento; brotando sangre de la boca.   Algunas horas después de aquel suceso, cuando la escolta yanqui había desocupado la población, regresaron los fugitivos y fueron a ver a doña Mariana, refiriéndole al mismo tiempo que habían podido realizar el “dulce” que llevaban a muy buen precio. El mío lo vendí mejor, repuso sonriendo con amargura doña Mariana, ¿-Por cuánto? - preguntaron solícitos sus oyentes.   Por un buen gordeme, dijo ella, al propio tiempo que apartaba el pañuelo con que tenía cubierto un azulado chichón que le desfiguraba aun la parte inferior de la cara.
      La salvajería de los yanquis en Nicaragua fue tanta, que dudo pueda imaginársela nadie en nuestros tiempos; pues llegó hasta el extremo de asesinar en pleno día a una persona, para matarla y comérsela asada a pedazo.   El caso fue público en Rivas, cuando ocupaban esa plaza las tropas de Walker en 1857 y pasó en Rivas.  Existía una trinchera, o barricada de madera sobre la calle llamada de Cantarranas, enfrente de la casa que había sido del Licenciado don Laureano Pineda.   Por ella entraba a la ciudad, todas las mañanas a hacer sus compras y a vender algunas provisiones, una mujer del barrio de los Cerros, llamada Chepa (Josefa), como de 35 a 40 años de edad, robusta de carnes hasta ser obesa y abultadísima de los pechos que le colgaban al nivel del ombligo, y que llevaba mal cubiertos por el lienzo transparente del “güipil”.  Supusieron los que aquellas ubres humanas debían ser una excelente comida y determinaron probarla, para lo cual asestaron un balazo a la infeliz mujer; cuando se acercaba, recogieron enseguida su cadáver y lo despojaron de las piezas codiciadas, hicieron con éstas un buen beefsteak del que comieron con delicia, exclamando de vez en cuando, en el mal castellano que hablaban: “Sabrosa Chepa teta”
         Durante nuestra permanencia en Jinotepe nos mantuvimos azorados por el temor de que pudieran llagar a visitarnos los yanquis, los cuales llegaron a ser anunciado una vez, aunque falsamente, cuando esto sucedió, fue como a las 5 de la tarde próximamente, circuló por el pueblo el grito espeluznante de: “Vienen los Yanquis: allí están…”   Al oírlo, salió corriendo todo el mundo en busca de un lugar en el campo donde ocultarse.   Mi madre en sus cuadriles uno en cada lado, a mi hermana y a mí y se incorporó al grupo más inmediato de fugitivos, que encabezaban don Saturnino Reyes, el señor Padilla y un médico de Masaya, el licenciado don Trinidad Cuadra.   Éste iba a delante, vestido con una larga levita negra, cuyas faldas se movían como dos alas con el sube y baja de la carrera, llevaba asido el sombrero de jipijapa en una mano el bastón en la otra, agitando los brazos descompasadamente y pegándose casi los talones en la nuca en fuerza del vértigo que lo impulsaba.   En lo mejor de aquella carrera, hirió los oídos de los fugitivos el ruido del galope de un caballo, que parecía como que iba persiguiéndolos a retaguardia.   El terror que llegó entonces a su colmo y pareció prestar alas a los pies; pero el caballo avanzaba con rapidez y llego a sentirse casi sobre las espaldas de las últimas filas.  Como movidos por un resorte, cayeron todos de rodillas, con las manos levantadas y juntas, implorando a gritos perdón y misericordia.   De pronto, al volver la vista atrás y fijarla en la caballería que tanto espanto causara, se pusieron de pie, riéndose alegremente del chasco sufrido, porque el supuesto jinete yanqui, resultaba ser un pobre muchacho de mandadero de una finca inmediata que, montado en una burra, llegaba también huyendo de los filibusteros.   La fatiga ocasionada con aquella descomunal carrera, había sido excesiva y ese por entrar a la finca con el demandadero y pasar en ella la noche no había allí más que un rancho, como de doce por cuatro varas de extensión, o sean 48 varas cuadradas, en que estaba montada la caldera de evaporación del caldo de caña, y en el cual tuvimos que acomodarnos, durmiendo sobre un suelo nada parejo, pegados los unos a los otros y sufriendo naturalmente más aquellos a quienes tocó en suerte la vecindad del perol en se cocía el caldo para la panela.  Al amanecer del día siguiente hubo noticias tranquilizadoras y nos regresamos al pueblo, llegando a nuestra casa hambrientos y desvelados.
     La dominación de Walker se distinguió también por su falta de respeto a la vida humana.  Para aquel facineroso era cosa corriente ordenar ejecuciones capitales, y bien lo demostró con los fusilamientos arbitrarios del ministro Mayorga y de los generales Corral y Salazar, así como la ahorcadura de don Francisco Ugarte, de Rivas y otras personas más sin motivo legal y con el sólo objeto, que desde luego consiguió, de hacerse temibles a los nicaragüenses.   Su expulsión y la de sus dignos camaradas que nos liberaba de aquella angustia situación, tuvo que ser, fue realmente un suceso venturoso y que colmó de gozo a cuantos se daban cuenta de su importancia.
       Como he dicho anteriormente nos trasladamos a Masaya a raíz de la terminación de la guerra, y allí principiamos a llevar una existencia distinta de la precedente y a buscar por el trabajo modesto medios de vida. Durante muestra permanencia en aquella ciudad, que fue de más de tres años, tuve ocasión de presenciar varias veces la fiesta de San Jerónimo, patrono de Masaya, la más suntuosa de la antigua provincia de León como la llamaba en tiempo del coloniaje.   Aquel santo tiene un templo de su devoción, situado sobre una plaza del mismo nombre, había el extremo norte de la ciudad y distante cuatro cuadras de la plaza mayor en que se alza la iglesia de la Parroquia, separada ésta de la de San Jerónimo por una calle ancha y recta, antiguamente calle real, que cuando yo vivía en Masaya era el centro de los establecimientos mercantiles y la más importante y hermosa de la ciudad.   La imagen de San Jerónimo que debe ser de una gran antigüedad, es casi como dos tercios del tamaño natural y representa a un anacoreta de lengua y blanca barba, enteramente desnudo, salvo lo que le cubre apenas en el nacimiento del muslo un púdico manto rojo, dejado caer al descuido, hincado contemplando un crucifijo y dándose con una piedra en el pecho, hasta sacarse chorros de sangre.  La flacidez de sus carnes pone de manifiesto sus huesos y costillas y lo acompaña un león africano que parece volar a su lado.  Esa imagen, llevada sobre una montaña artificial que se colocaba en un carro, es la más milagrosa y de mayor crédito, que llevan en procesión anual el 30 de septiembre de cada año, con toda solemnidad, entre cantos eclesiásticos, bailes profanos, músicas, disparos de cohetes y bombas, repiques de campana y humaredas de incienso, desde su iglesia de donde sale, hasta su entrada en la de la parroquia.
        La festividad de San Jerónimo, suspensa desde 1854 con motivo de la guerra, reapareció con la paz en 1857 y fue saludada con alborozo general, como si hubiese sido el arco iris después de negra tempestad. El gobierno “Chachagua” (gemelo), como llamaban al de la junta de los Generales Jerez y Martínez, tuvo que concurrir a Masaya a solemnizar con su presencia aquella festividad tradicional, con tanto mayor motivo cuanto que el buen éxito de la campaña nacional se debía en su mayor parte a San Jerónimo, a quien se había hecho muchas promesas que él indudablemente, tuvo que atender para conservar su crédito milagroso. El movimiento de la fiesta se marcaba desde la antevíspera del 30, en que comenzaba el jaleo y la alegría.  La plaza mayor, que era el “tiangue” estaba desde aquel día cubierta de chinamos y toldos de pequeño comercio, en la que se vendían primores en materia de dulces y golosinas.   Allí de la famosa quesadilla, jaleas en casquetes, empanadas de conservas, cajetas de rosas, de leche y de coco, colaciones caprichosas, melcochas de azúcar, caramelos y panes de rosa colorados con cochinilla; más allá las rosquillas de hato, los bollos de queso horneados, los  “perrereques”, las yoltascas, los yoltamales, los buñuelos y los plátanos maduros asados; enseguida los chorizos fritos, los nacatamales calientes, las carnes guisadas, el ajiaco, las torrejas o chicharrones desgrasados , las aves preparadas, los pastelillos de salpicón, las yucas cocidas, los atoles de maíz agrio, los motajatoles de piñuela, y la mar de golosinas y meriendas, y todo ello saludado por el alegre traca-traca del molinillo entre las jícaras del espumoso tiste, la bebida popular del viejo y moderno tiempo.
     La fiesta revestía en aquella plaza todo el carácter de una verdadera feria, en la que se compraban y vendían constantemente, haciéndose  transacciones pequeñas pero numerosas sobre tejidos de algodón blanco y de colores, fabricado en los talares de los indios, sombreros de palma de distintas clases, esteras o petates, esterillones , albardas, sillas de montar, aparejos, ferretería de toda especie, hamacas, cuerdas y obras de fibra torcida, granos, almidones, panelas, azucareras, etc., entre los acordes de la diferentes músicas que recorrían las calles y plazas donde el compás o los coros de baile tradicionales que acompañaban, y los cuales pululaban por dondequiera, y también entre el ruido que  hacia  aquel hormiguero humano, al llenar o invadir la plaza y calles adyacentes, riendo y charlando bulliciosamente y luciendo estrenos y vestidos de gala de vistosos colores. Los achines vendían bonitos  ‘San-blases” que exhibían colgados en perchas, tejidos con sedas de brillantes colores y hojuelas plateadas y con berlita de seda suelta en los ángulos del amuleto bendito, que estaba pendiente de un cordoncito torcido y también de seda; camándulas rosarios de cuentas, panecitos de San Nicolás hechos de tierra blanca amasada y otros cuantos talismanes y prendas benditas; así como también collares de cuentas de colores , anillitos de coyol esculpido, de carey con incrustaciones, de plata de metal dorado y hasta de un acero que servía para preservarse de hechizos y brujerías tan frecuentes entonces.   Vendíanse también allá peinecitos, peinetas, espejitos para bolsillo, cuadritos con imágenes, organillos o dulzainas labiales, juguetes, chucherías de varias clases y unas cabecitas de caballo enjaezado, con capote de cabuyas pintadas, fabricadas con suela por los indios, lo que se ensartaban como puño de bastón en un bordón destinado a servir de caballería de los nenes y que formaban el encanto de estos.
       Los bailes que recorrían la población, durante los días de fiesta, eran numerosos: “El toro huaco, el toro tigre, el toro venado, los diablitos, las inditas, los chinegritos, los moros y cristianos, la gigantona” y no recuerdo cuantos otros más.   Una danza medio saltada y zapateada, carreritas para adelante y atrás, vueltas, meneos, zandugas y contorneos, constituían la parte esencial de dichos bailes y eran como el aire de familia que los distinguía a primera vista.   EL “toro huaco era el mismo de Granada y del que habló oportunamente atrás;  es decir, una mascarada estrafalaria, lucía harapos de basureros de la gente de sociedad, a la que ridiculizaban grotescamente corriendo y gritando por las calles y bailando el fandango o algún zapateado popular enfrente de las puertas de algunas casas del tránsito o en las bocas calles; “el toro tigre” y el “toro venado” se parecían mucho al baile de la yegüita también de Granada, con la diferencia  de que en lugar de la yegüita , ponían una cabeza de res , o sea una calavera de toro a la que servía de cuerpo una concha de bejuco, cubierto de pieles de tigre o de venado, según el baile, el cual se hacía al compás de un pito y un tamboril:   Los “diablitos”  estaban representado por indios descalzos y en pechos de camisa, que se cubrían las piernas con sobre-botas y se adornaban los brazos con pañuelos y cintas colgantes, llevando, además sombreros con plumas sobre la cabeza, sartas de monedas de plata en el pecho y la indispensable guitarra al brazo.
     Las inditas eran realmente indias jóvenes, enmascaradas como los diablitos con máscara de madera, pintadas de color de rosa y con bigotes y cejas doradas, vestidas, además,  con sus trajes de gala, adornados con flores y listones vistosos y llevando en la cabeza sombreros de palma también encintados, por debajo de los cuales flotaban las caballeras sueltas o bien recogidas en dos trenzas colgantes sobre la espaldas; los “chinegritos’ eran unos tantos indios vestidos con largos “cojones” de jerga negra sobre un traje interior de algodón, descalzos y con las caras tiznadas de hollín, que portaban gruesos garrotes con empuñaduras de espadas de hierro, con los cuales se arremetían hasta quedar fuera de combate muriendo algunos después con motivo de las fuerzas palizas, que recibían con tanto mayor gusto, aquellos desgraciados,  cuánto que decían que daban salud; el de la “gigantona”  y los “enanos” que era copia de los gigantes del pueblo español; y el de los “moros y cristianos” en el que había recitaciones, coloquios y representaciones de ciertos episodios de la guerra castellanas como árabes de Andalucía.   No tengo presente, sin embargo, si los chinegritos formaban un baile separado del “toro tigre” o del “toro venado”, o si entraban como parte de estos pues con el transcurso de tantos años la memoria se debilita y hace difícil la exactitud de los recuerdos.
        En la noche del 29 de septiembre, víspera del gran día de la fiesta se llenaba el atrio de la iglesia de San Jerónimo con una muchedumbre de fieles devotos de todas clases y condiciones, hombres, mujeres y niños, que iban a bailar, “por persona”, enfrente de la puerta mayor, turnándose hasta una hora muy avanzada.   Partían los devotos bailando con ardor y llenos de fe religiosa, en línea desplegadas de ocho cada una, desde la orilla occidental del atrio, hasta llegar a la puerta, la que golpeaban todos acompasadamente y ejecutaban sus bailes, arrastrando los pies como en las danzas y galopas profanas, o mejor dicho a modo de rigodón cadencioso,  avanzando de frente y retrocediendo de espaldas con bastante rapidez y sin quitar la vista de la puerta, hasta que el cansancio los obligaba a dejar el puesto a otros.   Aquel baile metía un ruido, que se oía a mucha distancia, como que algunos también cantaban algo que contribuían a fortalecer la fe y que formaba parte de la alegría de la fiesta.   La gran procesión del patrono de Masaya salía de la iglesia de San Jerónimo en la mañana del día 30, llevando su imagen debajo de una gruta, formada con ramas y hojas de mamey y de pacayales en la cima de un elevado cono forrado de tela engomada y rugosa, la cual estaba sembrada a trechos de parásitos verdes a y pequeñas plantas a modo de montaña de peñascos.   La precedían varios penitentes, uno en pos de otro, arrastrándose de rodillas por la calle y con los brazos en cruz en todo el trayecto, llegando al final con las rodillas desolladas y los huesos de estos descubiertos; sucediendo las más de las veces que se desmayasen antes del término de su jornada penitencial.
       El pueblo los contemplaba con religioso respeto y de las casas del tránsito salían a cubrirles el piso con franela de lana, para que el maltrato fuese menor, y a confórtales con bebidas espirituosas.  Por supuesto que en aquellos actos salvajes de fanática superstición entraba también la vanidad personal de los que se creían héroes cristianos en grado superior y mártires de la fe, cuando así se exhibían públicamente y de un modo tan triste como estúpido.  Aquellos desgraciados no distaban mucho de los fanáticos de la india oriental que se arrojaban boca abajo en el suelo, para que les pase encima y los aplaste las ruedas del pesado carro, tirado de elefantes, en que va su ídolo de su devoción. En todas partes la humanidad ignorante es siempre la misma.   Detrás de la imagen de San Jerónimo o sea del carro que cargaba con la montaña artificial, iba el clero revestido con sus mejores ornamentos y farfullando rezos latinos, entre nubes de humos de incienso que dependían los incendiarios movidos constantemente por los acólitos, acompañado de una orquesta religiosa y saludado por cohetes y bombas incesantes que disparaban los mayordomos y comparsas indígenas.   Rodeábala una compacta muchedumbre, de la cual no había una sola persona que no fuese bailando como un autómata, movidos por cuerdas: y era de verse como hasta los más incrédulos y burlones, así que penetraban al centro de la masa bailadoras se contagiaban, moviéndose y contoneándose febrilmente al nivel de los demás.   La sugestión parecía ser instantánea y se aseguraba que siempre había sido igual en los años anteriores.
       Los Generales Jerez y Martínez pasaron al frente de nuestra casa con dirección a la iglesia de San Jerónimo a presenciar la salida de la procesión, siendo mirados y remirados con creciente interés por todos los granadinos, allí congregados.  En aquellos días era Martínez el ídolo de la gente oriental de Nicaragua, mientras Jerez, por el contrario, era visto hasta con horror por la misma gente.   El uno al lado del otro, como iban aquella vez, formaban además un verdadero contraste. Martínez llevaba un vestido de paño azul con botones dorados, con continente bizarro, sus ojos zarcos y sus cabellos y barbas de color rubio oscuros.  Su tipo de criollo europeo se descubría a primera vista y lo realzaba la presencia de Jerez, que, dije antes, era su antítesis; pues él era bajo, flaco, de color cobrizo, de fisionomía nada simpática de boca grande y abultada por largos y amarillentos dientes echados hacia afuera por el escorbuto, cojo y desgarbado para andar y por añadidura se presentaba pobremente vestido con un traje de bayeta azul, bastante usado.   A él se le cargaban las desgracias de Granada y también la llevada de los filibusteros que contrató Castellón, y se decía, además, que durante su permanencia en Jalteva, ocupaba los vasos sagrados del templo para uso personal y con alardes de impiedad.   Un sombrero panameño, que había sido de color blanco, cubría su cabeza y como tuviese necesidad de sonarse las narices, lo hizo muy “sanfazonamente’ con los dedos de las manos, limpiándoselas enseguida con la manga del saco, porque no llevaba pañuelo en el bolsillo.
      En aquellos tiempos en que se estudiaba mucho los filósofos de la antigüedad, los hombres de ciencia para parecer estoicos, tenían vanidad en exhibirse descuidados para con su persona, tanto en el traje como en el aseo.   De Jerez referían más tarde sus admiradores, como una gran cosa, que cuando en 1862 se presentó en San Salvador, en la casa del Presidente Barrios, el secretario particular de esté lo trató con mucho desprecio, tomándolo por uno de tantos balurdes tales eran de poco recomendable su vestido y su presencia en conjunto; pero como eso se aplaudía y celebraba, él llegó a tomar empeñó en ser nada esmerado para presentarse en público.   Martínez que no tenía nada de científico, ni siquiera de leído, era el polo opuesto de su colega presidencial.  Lucia con garbo su vestido aseado y bien planchado, se sujetaba los pantalones con una banda de seda carmesí con largas borlas que le caían sobre el muslo y creo que hasta lo picaba de hombre elegante y bien parecido.  En sus últimos años, decían sus enemigos que cojeaba por parecerse al príncipe de gales, más tarde Eduardo VII, de Inglaterra, y entonces el primer elegante de Paris.   El descuido del General Jerez para consigo fue tal, que don Macario Álvarez, personaje granadino que le acompañaba en Masaya refirió en mi casa que había encontrado manchas sanguinolentas en el asiento de una montura inglesa y nueva que ocupaba Jerez sin acertar a explicarse la causa de ellas; pero que por día se averiguó que hacia algunos días   que el General Jerez estaba padeciendo de disentería y que las manchas eran efectos de su enfermedad o sea de las filtraciones al través de las ropas, de los cual no se daba cuenta el gran pensador, entregado como estaba a los delicados asuntos públicos de su cargo.
       Algún tiempo después de aquella fiesta de San Jerónimo, que dejó en mi mente un recuerdo imperecedero, tuvimos el pesar de perder a mi anciana Bisabuela doña Atanasia Lanzas, que bajo a la tumba a la edad de 90 años cumplidos víctima de la epidemia del cólera, de la que había aun algunos casos regados.   El 16 de marzo celebra el pueblo de Masaya otra fiesta religiosa, de carácter enteramente loca, a la que, aunque solemne, no concurría gente de otras partes. En la tarde de ese día se sacaba en procesión una imagen milagrosa de la Virgen, de tamaño casi natural, y era llevada por determinadas calles que correspondía a la conmemoración del hecho milagroso de que se trataba, el cual según el testimonio auténtico de generaciones pretéritas, salvó al pueblo en 1772 y en un día como aquel cuando el volcán vomitaba torrentes de lava que parecían encaminarse hacia Masaya; pero que ante la presencia de la imagen de la Virgen que fue llevada procesionalmente a su vista, se deslizaron por una pendiente inmediata que encontraron en su tránsito, hasta el lado de Managua, cruzando el camino real entre Masaya y Managua.   Y aunque los incrédulos e impíos, que nunca faltan en tales ocasiones, decían que con la Virgen y sin Virgen no pudieron las lavas del volcán haber llegado nunca la recinto de Masaya que está en alto, porque tenían que obedecer a las leyes físicas de la gravedad de los cuerpos y descender como lo hicieron a la bajura, sostienen firmemente los devotos que tratándose de un castigo de Dios, como son las erupciones volcánicas, las lavas no tenían que sujetarse a las leyes físicas y habrían subido a las más grandes cimas con la voluntad del que todo lo manda; y con más razón a Masaya, cuyos pecados habían provocado la cólera celeste.
        La erupción del Volcán Masaya en ese tiempo había sido, aterradora empezó por fortísimos terremotos que hicieron huir a los habitantes pudientes de la ciudad, asilándose en la de Granada en donde entraban en grandes grupos a caballo, en carretas y a pie.  Contaba mi bisabuela que ella estuvo presente cuando el suceso y que el vecindario de Granada se repartió a prorrata la muchedumbre de fugitivos de Masaya alejándolos con el mayor agrado en sus casas de habitación, como si hubieran sido deudos u amigos de la intimida.   Después de aquel preámbulo de fuertes terremotos, vomitó el volcán la gran corriente de lavas de dos millas de ancho, “llamada piedra quemada” sobre el camino de Managua.  La erupción propiamente dicha y los temblores duraron ocho días. Según se refiere en un antiguo manuscritos que se guardaba en el archivo de la curia eclesiástica de León.  Un clérigo que subió al pulpito después de la procesión que hizo el milagro de la desviación del torrente de lava, para profetizar el fin de la erupción y los temblores a consecuencia de la romería piadosa que acababa de hacerse, fue echado súbitamente de la tribuna por un violento temblor que llegó a darle un rudo mentís.   El volcán de Masaya estaba en ignición desde muy antes de la llegada de los conquistadores.   Éstos, según refieren algunos cronistas españoles, le llamaron la “boca del infierno”, porque las llamas que salían de su cráter por la noche se elevaban a tanta altura que alumbraba con toda claridad la parte occidental de Granada o sea el pueblo indígena de Jalteva que después fue uno de sus barrios.  En 1526 estuvo en Granada el cronista real de la Corona de Castilla, González Hernández de Oviedo y Valdés, y este afirmaba que las llamas del volcán alumbraban a Jalteva “casi como sol de mediodía”. Se imaginó después que allí debía haber oro y plata y no trepidó en visitar el cráter de Masaya, a pesar de su actividad.   Pretexto esta empresa loca, sin embargo, para poner en su escudo de armas el volcán de Masaya con la constelación de la cruz del sur.  En 1538 o sea nueve años más tarde, Fray Blas de Iniestas, según algunos autores, del Castillo, según otros, monje de la orden de Santo Domingo, siguió el mal ejemplo de Oviedo Y Valdés, y fue a visitar el cráter del volcán.  Se encontró que había un agujero profundo en forma de tubo colosal chimenea, en el fondo del cual corría un río de fuego líquido cuyos reflejos esparcían la luz que alumbraba los contornos.   Creyó que aquel fuego líquido era oro derretido, y llevado de la codicia ejecutó la famosa, peligrosa y estéril tentativa de bajar al fondo… Todos los viejos cronistas españoles, como Gomara, Herrera, Oviedo, etc., han contado largamente el hecho de la bajada del fraile dominico con iguales detalles, aunque señalando su fecha con diferencias de uno o cuatro años.   Humboldt que ha estudiado este punto, se decide por la de 1538 con preferencia a las de 1534 y 1537 que señalan otros.  Varios españoles quisieron repetir el disparate del fraile hasta que el Rey lo prohibió; pero es de advertir que no lo hizo sino después de que la Real audiencia de Panamá hubo prescrito tales tentativas creyéndolas muy provechosas para el tesoro.
         Más tarde recibió aquel cráter el nombre de “Paraíso de Masaya”, pero no se conocen sus detalles…Siguió siempre en ignición cien años o sea hasta 1670 en que hizo una gran erupción que supongo es la misma que señala “hasta el día grandes corrientes de ‘Tebas talpetatosas” o lados volcánicos que atraviesan el camino férreo para Managua a unas cuantas millas delante de Campusano.  Después de esa erupción el volcán permaneció tranquilo, durante muchos años, pareciendo haber quedado extinguido hasta el año de 1772, en que despertó con más vida e hizo la inmensa erupción de la piedra quemada, de la cual se salvó Masaya del modo que dejo dicho.   Aquella erupción extinguió el famoso río de fuego líquido que desde hacía siglos se veía correr en el fondo del cráter, pues subió a la superficie como llevado por un sifón y se derramo sobre la falda noreste del volcán, recorriendo una extensión de dos kilómetros, en la que dejo para eterna memoria la negra, inmensa y desoladora mancha de la “piedra quemada” en medio de la espléndida vegetación que alegra sus contornos.   El volcán Masaya es un cono truncado, de 2972 pies de elevación y se halla situado, según dice Paul Levy, sobre una vasta meseta, como de mil pies de extensión término medio, que sirve también de base común al volcán Mombacho, en cuyos pies de levanta la ciudad de Granada.  Esa meseta se halla a 400 o 500 pies sobre el plano mediano del gran valle de Nicaragua.  Contiene varios puntos muy elevados y frescos y sus pendientes septentrionales han llevado hasta hoy el nombre de “Sierras de Managua” no obstante el empeño de cierto literato de la tierra, para probar que debe llamarse “Sierra” (en singular) de Managua, y no “Sierras” (en plural), por no recuerdo cuantas buenas razones que el aduce.   Sobre la falda que mira hacia Nindirí se levantó durante el mes de julio de 177 un nuevo cono, al que dieron el nombre de volcán de Nindirí, e hizo erupción en el mismo mes, derramando lavas que según refiere el padre Juarros, ocasionaron la muerte de mucho ganado en los campos y también la de muchos peces en el lago de Managua donde descargó.   Setenta y siete años después, el 25 de julio de 1852 volvió el propio volcán de Masaya a despertar de su letargo de más de medio siglo, haciéndose presente con otra erupción o salida de un nuevo cráter que ha llevado el nombre de “Volcán Santiago” sin duda por su fecha onomástica.   Aquella erupción fue más ligera que las anteriores del propio volcán, aunque con fuerte detonaciones que llenaron de terror a los habitantes de la población; pero después que pasó el volcán continúo activo hasta el mes de abril de 1853, en que escapó de nuevo cráter un inmenso chorro de vapor, que algunos atribuyeron a filtraciones de la laguna y quedó tan quieto el Masaya, todo el mundo lo creyó apagado para siempre.   
   Tal era hasta la fecha de mi llegada a Masaya la historia que se refería de su famoso volcán.      Estábamos a 16 de marzo de 1858 y se celebraba con toda solemnidad el 86 aniversario de la milagrosa salvación del pueblo por la presencia de la imagen de la Virgen, que entonces se llevaba en procesión a los mismos lugares a que fue llevado en 1772.   La romería pasaba por las calles de algunos barrios en que no había casas alineadas, sino chozas de paja con intermitencias; pero sus moradores pusieron postes a lo largo de la calle, por ambos lados, y los cubrieron con cortinas de mosquiteros y cubre-camas extendido a modo de murallas, sobre los cuales lucían a distancia racimos de cerezas y ramilletes de otras flores y en algunas partes loros, guacamayos y hasta lagartos (caimanes) tiernos, con la boca y las manos atadas y suspenso en lo alto por el cuello y el tronco de la cola.   El pavimento de las calles en donde tenía que pasar la procesión después de regado con agua, era tapizado con aserrín teñidos de varios colores, pétalos de flores y trigo reventado al fuego, formando con esto dibujos artísticos, verdaderos mosaicos improvisados por la fantasía de los indios. 
       Tres años más tarde, visitó a Masaya el escritor francés Mr. Félix Belly, que publicó algunos libros descriptivos de su visita a los pueblos de la América Central.  En uno de ellos refiere sus impresiones en Masaya y habla de sus indios, de su volcán y su laguna.  Masaya dice Belly, es una ciudad indígena en su mitad y está situada en medio de un núcleo indio, el más importante de Nicaragua, de debe su origen a sus alrededores y es quizás la estancia, más agradable de la zona occidental.  A ella se va de Granada en el término de una mañana, por un camino descubierto   y ondulado, desde el cual puede abarcarse con solo volver la mirada toda la cuenca superior del lago de Granada, así como dirigiendo la vista hacia la derecha se divisa la superficie uniforme que lo separa del de Managua.   A medida que avanzamos se eleva ante nosotros la columna espesa de vapor que salía del volcán, de cuyo fuego no me apercibí, sin embargo, sino que llegué a la última cuesta del camino.
       ‘La fisonomía indígena de Masaya se revela desde la entrada a su población, por sus largas calles bordeadas de verdes alamedas, detrás de las cuales y medios ocultas entre el festejo de árboles, asoman las chozas de bambú construidas la mas de veces regularidad y más adecuadas al calor que las casas de adobes que decoran el barrio central.   “Aquellas chozas siempre llenas de niños desnudos y de mujeres moliendo maíz, son probablemente iguales a las que allí existieron antes de la conquista.   Su mobiliario consiste en petates sobre el suelo, en hamacas suspendidas, en una cama con forro de cuero y en una caja de cedro adornadas algunas veces con incrustaciones de cobre…Nuestro “Masayenses” no guardaban en ella más que una falda de muselina blanca con grandes días, una camiseta sin mangas y un rebozo, o sea el chal nacional de vivos colores.   ‘Los trajes para andar en casa se limitan a solo la falda de manta azul de las mujeres y al calzoncillo de manta cruda de los hombres.  Las primeras usan una camiseta solamente para salir a la calle o para recibir a un extranjero, la cual es muy escotada y de gracioso efecto, siendo tan transparente y movible que no oculta absolutamente nada; y como la llevan flotante, sigue los movimientos del cuerpo y de algunas veces a las mujeres del país, cuando llevan un vaso sobre la cabeza el escultural perfil de una cariátide. 
      “La raza indígena que puebla el distrito de Masaya ha pertenecido, según la opinión de algunos autores a la gran nación de los quichés, y según otros a la de Los Techeques.   Es una raza vigorosa, de talla mediana y de cuyo color original, rojo pálido, después de su cruzamiento con el tipo español y con algunos africanos, emancipados en 1823, se han producido tonos más claros.   El núcleo de la población está formado del producto de aquellos cruzamientos; pero eso, no obstante, para que a nuestro paso encontremos grupos de teheques de pura sangre y de un hermoso tono de oro ligado.     ‘Las mujeres como en Guatemala, pueden ser reconocidas a larga distancia por el taparrabo azul con que remplazan la falda.  Un simple pañuelo extendido sobre los pechos, muestra los ricos contornos de estos; y este pañuelo que se levanta con el más ligero movimiento, es un traje de salida.   Todas ellas tienen igual cara redonda, surcados de negros cabellos trenzados, y también los mismos ojos negros y llenos de bondad; siendo esta expresión de mirada y la opulencia de sus formas, además de su color, los rasgos distintivos de las indias.
       Apartemos por un momento la vista de Masaya y de mis recuerdos infantiles en aquel lugar y volvámoslo a los asuntos públicos de Nicaragua en el periodo de su laboriosa reorganización, política, después de aquella desoladora y sangrienta noche de tres años continuos de guerra y exterminio.

Capítulo XIII
Reorganización de Nicaragua
                                                                                                                                                 
          La Junta de Gobierno inaugurada en Managua el 26 de junio de 1857, principió su labor en reorganización del país animada de patriotismo y procediendo con la mayor honradez.  Nicaragua estaba cubierta de escombros y ruinas humeantes; estaba también reducida a la miseria y su pueblo había además perdido sus hábitos pacíficos y mucho de su moralidad pública.  Las primeras dificultades que tuvo la junta, no fueron sin embargo de carácter interior, sino provenientes de las diferencias con el gobierno de Costa Rica que quiso tener expansión territorial, cercenándole a Nicaragua una faja de territorio que abrazará la línea del tránsito interoceánico (de San Juan del Norte a San Juan del Sur), que había despertado su ambición.  Conocidos como son sus detalles de ese conflicto, porque los tengo publicados desde el año 1889 en mi “Historia de Nicaragua” me parece superabundante el repetirlos aquí.  La junta de Gobierno convence a las poblaciones populares para presidente de la República, y diputados a una Constituyente, en los últimos meses del año, presidida por el diputado José Antonio Mejía.   En los comicios electorales salió victorioso el partido conservador, o legitimista de Granada; pero el general Martínez obtuvo casi unanimidad de votos para la presidencia, porque ambos partidos lo habían proclamado con entusiasmo.
      Martínez pertenecía a León por su nacimiento y a Granada por sus vinculaciones políticas.  Uno de los primeros actos de la nueva asamblea fue decretar que para mientras tomaba posesión del mando supremo el electo por los pueblos en las últimas comisiones, continuase la Junta de Gobierno existente desempeñado el poder ejecutivo.  Tres días después, sin embargo, hizo el escrutinio de las elecciones y declaró electo popularmente para la Presidencia de la República al señor General Don Tomas Martínez, quien invocando el estado de guerra contra Costa Rica obtuvo permiso el 16 del propio mes, para separarse del ejército nacional.    El partido conservador entraba de lleno al ejercicio del poder público en Nicaragua y comenzaba su famoso periodo de los 30 años de su primera nominación después de la expulsión de los filibusteros.
       Cuando Martínez llegó a Granada en tránsito para reunirse con el ejército expedicionario, tuvo noticia de que acababa de ingresar a Rivas dos comisionados del Gobierno de Costa Rica, que iba con el objeto de procurar un arreglo pacífico para las dificultades pendientes con Nicaragua.   Martínez aguardó su llegada y en el entretanto pidió y obtuvo de la asamblea facultades para celebrar un armisticio preliminar con aquellos comisionados.  Llegados a estos y cuando se iniciaba las pláticas de un arreglo que parecía difícil de obtenerse se presentó un enviado militar de la fortaleza del Castillo Viejo sobre el río de San Juan, avisando que William Walker, a la cabeza de una nueva expedición filibustera, acababa de aparecer en San Juan del Norte.   El peligro común puso término por entonces a todas las cuestiones con Costa Rica y sólo se pensó en la defensa de la patria amenazada. 
     Era cierto que Walker había invadido nuevamente por la boca del Colorado, desembarcó el 24 de noviembre, burlando la vigilancia de la corbeta americana “Saratoga”, mantenida expresamente anclada en la bahía por orden del gobierno de los Estados Unidos, para impedir su desembarco.  El Capitán de Corbeta americano Charles H. Paulding que se hallaba en Colón y que había recibido con anterioridad órdenes de su gobierno para perseguir a Walker en aguas libres, marchó precipitadamente a San Juan del Norte, tan luego como tuvo noticia de la llegada de los filibusteros, y una vez allí capturó a Walker y desarmó y reembarcó a los que le acompañaban, devolviéndolos a los Estados Unidos.  La conducta del Capitán Paulding fue discutida en el Senado Americano; pero por fin y para castigar más tarde la publicación de un documento ofensivo al gobierno de los Estados Unidos, firmado por los presidentes Martínez y Mora, se la improbó, destituyéndose del servicio de la marina al Capitán, por decir que se había excedido en las instrucciones que le dieron para capturar a Walker en ‘Aguas libres’’.
       Finalizando el conflicto de San Juan del Norte con la llegada del comodoro Paulding, continuaron las conferencias de arreglo de las cuestiones pendientes entre Nicaragua y Costa Rica y fueron suscritas por Martínez, debidamente autorizado, dos tratados con los representantes de Costa Rica; una de alianza ofensiva y defensiva entre ambos países y otro en que se arreglaba definitivamente la cuestión de límites de los mismos; pero la asamblea negó  su aprobación al último, porque el general Martínez , en su empeño de celebrar un arreglo pacífico con Costa Rica, concedía a ésta todo cuanto su representante solicitaba.   Éso, sin embargo, fue motivo para que la legación costarricense, que esperaba otra cosa de la asamblea, se manifestara desagradada y se retirase enseguida, volviendo a quedar en pie el “statu quo” anterior y con la misma tirantez de antaño.
       Poco después llegó a Managua el coronel Pedro Rómulo Negrete Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario mediador del gobierno salvadoreño, acreditado ante los gobiernos de Nicaragua y Costa Rica, que trabajó desde su llegada porque se abriesen nuevas conferencias entre estos últimos; y una vez se obtuvo la aceptación del gobierno nicaragüense se trasladó a Costa Rica en donde también fue bien aceptado.   En el entretanto y en virtud de renuncia presentada por el licenciado Don Gregorio Juárez del Ministerio de Relaciones Exteriores que desempeñaba, fue nombrado en su lugar el general don Máximo Jerez; pero contra ese nombramiento, obra exclusiva del General Martínez, se pronunciaron enérgicamente los antiguos legitimistas que rodeaban al gobierno y eran los dueños de la situación política.  Amenazaron a Martínez con negarle su apoyo si llegaba a tomar posesión del ministerio de relaciones el ex caudillo de los democráticos; y Martínez, que en aquel entonces no se atrevía a contrariarlos, aceptó la imposición y dispuso de acuerdo con ellos que Jerez, antes de recibir el ministerio que le correspondía fuese a Costa Rica con plenos poderes del gobierno de Nicaragua a representar a éste en las conferencias de arreglo propuesto por el mediador salvadoreño.
       En Washington, mientras tanto, y obligado por las circunstancias el Ministro de Nicaragua don Antonio José de Irisarri, tuvo que firmar un tratado de reciprocidad comercial y concesión de tránsito interoceánico a través del istmo nicaragüense con el Secretario de Estado, al que solamente con ese halago pudo sacar de su apatía para impedir las expediciones de filibusteros que públicamente se preparaban en los puertos del Sur de los Estados Unidos contra Nicaragua.  En Virtud de ese tratado, se estipularon concesiones recíprocas para las introducciones de las manufacturas de los respectivos países y se daba sin limitación al gobierno americano el derecho de traspasar sus tropas municiones de guerra de mar a mar y a través del territorio nicaragüense, así como también el de desembarcar y mantener tropas armadas en la vía del tránsito para garantizarlas.   El derecho de reciprocidad que se pactaba entre ambos países, solo favorecía a los Estados Unidos, donde había manufacturas y mucha industria; pero de ninguna manera a Nicaragua que todo lo recibía de fuera; y en cuanto al derecho de transportar, desembarcar y mantener tropa en el territorio nicaragüense que se concedía al gobierno americano, era generalmente visto como atentatorio a la soberanía nacional y humillante para el país.  El Presidente Martínez y su círculo político se mostraban escandalizados de semejante concesión y protestaban que se opondrían a ella con todas sus fuerzas, pero tomando en consideración las circunstancias que había obligado a Irrisarri a suscribir el tratado, convenían en aceptarlo, aunque modificando esa última concesión.

    Hasta aquí la parte publicada en “El Combate” periódico de Managua cuyo último número se publicó el 16 de julio de 1933






[1] Se cita la Barca “Sinacan” en una Revista Conservadora sin mencionar número, fecha o página en el sitio Web: http://sajurin.enriquebolanos.org/vega/docs/579.pdf y Cf: Chester Zelaya –NICARAGUA EN LA INDEPENDENCIA –COLECCIÓN   CULTURAL   DE   CENTROAMÉRICA.   Edición   de   1971, Editorial Universitaria Centroamericana, EDUCA, Colección Rueda del Tiempo, San José, Costa Rica; Páginas: 190 y 191 que dice, y cito: “Uno de los hechos que tuvo más resonancia fue el apresamiento de la barca “Sinacán”, de propiedad española.  Esta barca fondeó en el puerto de San Juan del Norte y fue apresada por las tropas de Ordóñez. Como pretexto se dijo que en ella venían cerca de mil armas destinadas al Brigadier González Saravia, así como unos documentos en los que consta que éste había vendido la provincia a España.  Lo cierto es que esta barca venía cargada de mercancías procedentes de Europa, propiedad de unos guatemaltecos.  Todas estas mercancías fueron decomisadas y se dice que vendidas en dos tiendas en la ciudad de Granada”. Fin de cita.

[2][2] Cf: http://lema.rae.es/dpd/srv/search?id=XNEsnkflPD6mHoIPpv:  dizque En el español de amplias zonas de América sigue vigente el uso de esta expresión, procedente de la amalgama de la forma apocopada arcaica diz (‘dice’, tercera persona del singular de presente de indicativo del verbo decir) y la conjunción que. Se usa normalmente como adverbio, con el sentido de ‘al parecer o supuestamente’: «Eran protestantes dizque muy civilizados» (Azuela Casa [Méx. 1983]); «El otro día se estaba rasgando este maldito las vestiduras porque dizque unos sicarios habían matado a un senador de la República» (Vallejo Virgen [Col. 1994]). También se emplea como adjetivo invariable, antepuesto siempre al sustantivo, con el sentido de ‘presunto o pretendido’: «Frente al prócer se alzaba en su desmesura idiota el tren elevado, el dizque metro, inacabado» (Vallejo Virgen [Col. 1994]); «Mandonea fanfarrón el dizque actuario, ahuecando la voz para que suene solemne» (Hayen Calle [Méx. 1993]). En la forma de este adverbio ya se incluye la conjunción que, por lo que no es necesario repetirla, como hacen algunos hablantes al interpretar erróneamente que dizque equivale a dicen: «Al preguntarle un amigo [...] cómo estaba, dizque que le contestó: “envejeciendo dulcemente”» (Tiempo[Col.] 1.7.98). Aunque aún se documenta la grafía en dos palabras diz que, es siempre preferible la grafía simple dizque. No se considera correcta la grafía disque, que traslada a lo escrito la pronunciación seseante. En ciertas zonas de Venezuela se usa coloquialmente la variante ique, y en el habla rural de México, con el mismo sentido, se emplea la expresión quesque (amalgama de que es que): «Ya sabía que ibas a venir, me lo dijo Pancho, quesque a buscar trabajo» (Santander Corrido [Méx. 1982]).
[3] Nota: Chase:  Esta palabra es inglesa, y uno de los significados , el que mejor se adapta al texto es to try very hard to persuade someone to have a relationship with you: Cuya traducción al español es: intentar convencer a alguien de que tenga una relación con usted, o sencillamente en el texto tratar de convencer a una damita …para bailar una pieza musical… tal vez contradanze francesa (no se puede leer en el texto original) Cf: https://es.wikipedia.org/wiki/Contradanza   La contradanza (también llamada contradanza criolla, danza, danza criolla o habanera) es la versión española o hispanoamericana de la contredanse francesa La palabra asentado es representativo de una persona juiciosa, formal…Un hombre serio diríamos actualmente en Nicaragua. Ver un baile de contradanse francesa en: https://www.youtube.com/watch?v=bsjY9wdVk9s